“Amalfitano supo entonces que nunca nadie había visto en persona a Archimboldi. La historia le pareció, sin que pudiera decir a ciencia cierta por qué, divertida, y les preguntó los motivos por los que querían encontrarlo si estaba claro que Archimboldi no quería que nadie lo viera. Porque nosotros estudiamos su obra, dijeron los críticos. Porque se está muriendo y no es justo que el mejor escritor alemán del siglo XX se muera sin poder hablar con quienes mejor han leído sus novelas. Porque queremos convencerlo de que vuelva a Europa, dijeron.”
2666, Roberto Bolaño
No son pocas las consideraciones de índole metaliteraria que despierta la lectura de 2666. De hecho, ella misma las formula de modo explícito. Para empezar, se insiste en la naturaleza aparente y mutable de la literatura; del canon, al menos. Y es cierto que desde un punto de vista diacrónico, a saber, contemplándolo con la perspectiva que otorga el paso del tiempo, es innegable el olvido de obras y autores que, en nuestra soberbia, creímos en su momento llegadas para quedarse. No lo es menos, sin embargo, que desde un punto de vista sincrónico, en un momento dado del eje temporal, pongamos el nuestro, la literatura con mayúsculas, la Literatura, sólo tiene sentido como Verdad. Como tal, como Literatura y como Verdad, se percibe, sin duda, la monumental 2666 de Roberto Bolaño. Así se percibe, así se lee a sí misma y así nos la han presentado. Pues al margen de sus innegables virtudes, las que descubrimos al leerla, no hay duda de que 2666 es un proyecto consciente de obra maestra, con lo que ello supone; por lo pronto, cierta autoindulgencia para con su exceso:
“Qué triste paradoja, pensó Amalfitano. Ya ni los farmacéuticos ilustrados se atreven con las grandes obras, imperfectas, torrenciales, las que abren camino en lo desconocido. Escogen los ejercicios perfectos de los grandes maestros. O lo que es lo mismo: quieren ver a los grandes maestros en sesiones de esgrima de entrenamiento, pero no quieren saber nada de los combates de verdad, en donde los grandes maestros luchan contra aquello, ese aquello que nos atemoriza a todos, ese aquello que acoquina y encacha, y hay sangre y heridas mortales y fetidez.”
(ibidem)
Y no hay duda tampoco de que es mucho el ruido que ha rodeado a esta obra, sobre todo, a raíz de su descubrimiento por parte de la crítica estadounidense. De manera que cuando nos enfrentamos a ella -porque uno se enfrenta a 2666, no sólo la lee- no podemos evitar sentirnos culpables si no reaccionamos como ante las obras maestras de los Cervantes, Melville, Proust, etc. con los que Rodrigo Fresán alinea a su autor en la contraportada de la edición de Anagrama.
Llegamos así a otra interesante consideración metaliteraria explicitada en el texto: la de que las obras maestras son constructos herméticos, ocultos -para bien- por el bosque de árboles y arbustos que simbolizan la literatura llamada “menor”. Alude quizá Bolaño al proverbial genio torturado e incomprendido; quizá a que lo mejor sólo se detecta por contraste con lo peor; quizá a que lo excelso está destinado tan sólo a unos pocos. No lo sé, nunca he sido muy dada a la simbología; a la consciente, al menos. El caso es que 2666 trae bien pegada la etiqueta de “OBRA MAESTRA” y no hay quien se la quite por más que frotemos con alcohol.
Pero estoy dando una impresión equivocada, creo, cuando lo cierto es que he disfrutado muchísimo de algunas partes de este faraónico proyecto; sobre todo, de “la parte de los críticos” y de “la parte de Archimboldi”. Es la primera un inteligente, divertido y hondo vodevil académico y la segunda una historia de moldes tirando a clásicos de una trayectoria vital que cruza el siglo XX hasta llegar a la desesperanzada nada del XXI. ¿Que qué hay por el medio? Pues cientos de páginas de esa lucha titánica a la que se refería Amalfitano; la que deja a su paso sangre, heridas mortales y fetidez. Y no me refiero tanto aquí a la violencia desatada, impune y atroz de “la parte de los crímenes”, como al exceso de este nudo central, en el que la narración se detiene casi por completo. El “casi” se salva mediante el relato de la peripecia de Lalo Cura, Harry Magaña, Florita Almada y unos pocos más, que libran al lector de sucumbir a la tentación de abandonar esta parte para pasar a la, sin duda, más “agradecida” parte final sobre Archimboldi. Y ese mismo “casi” nos libra también de la segura culpabilidad que experimentaríamos en caso de pasar las páginas de los brutales crímenes de Santa Teresa más rápido de lo debido. Ya que no justicia, esos cientos de mujeres merecen, al menos, nuestro estremecimiento y desasosiego. Desde un punto de vista estrictamente formal, sin embargo, la sangre salpica demasiado. Y sí, sé que también la Ilíada, con su catálogo de naves, Moby Dick, con sus interminables descripciones de las técnicas de los balleneros del Pequod, o La montaña mágica, con sus densas y pedantes discusiones filosóficas, pueden resultar excesivas pero no tanto. Cuando una cierra cualquiera de estos tres volúmenes, es otra cosa lo que perdura, mientras que todo en 2666 nos devuelve al brutal exceso del desierto de Sonora.
Así que Vds. verán lo que hacen.