miércoles, 31 de agosto de 2016

LA HERMANDAD DE HISTORIETISTAS DEL GRAN NORTE (SETH)



¡Qué no habré dicho ya por aquí acerca de la nostalgia como motor narrativo! ¡De las virtudes de adalides como Evelyn Waugh, Mary McCarthy, Truman Capote, Harper Lee, Salinger o, por supuesto, Michael Chabon! Resulta, pues, una feliz casualidad que el objeto de esta entrada, con la que alcanzamos la mareante cifra de trescientas entradas, al tiempo que cumplimos el octavo año de andadura, sea La Hermandad de Historietistas del Gran Norte, del dibujante Seth. Y resulta una feliz casualidad porque, a tenor de lo visto y leído en esta historia gráfica, Seth merece pasar a formar parte de la nómina antes citada.
En este precioso tomo, magníficamente editado por sins entido, propone Seth una visita guiada a la sede principal de la hermandad epónima, sita en Dominion (Canadá). Con la excusa de dicha visita, traza un recorrido por la historia -a veces real, a veces fingida- del cómic canadiense de buena parte del s. XX, que, como la sede misma, ha conocido tiempos mejores, aunque nunca tan buenos como se nos hace creer en un principio. Conocemos así, por ejemplo, al astronauta esquimal de Bartley Munn, la tira Nipper de Wright y tantos otros nombres, tan entrañables algunos, fascinantes otros, que una no se atreve a comprobar cuáles existieron realmente y cuáles son producto exclusivo del magín de Seth. Todo ello viene envuelto en páginas sobrias, todas ellas -cómo no- en blanco y negro y estructuradas en nueve viñetas. Solo ocasionalmente se rompe la unidad de la viñeta para transmitir impresión de movimiento. Sin embargo, pese al tono claramente descriptivo del conjunto, y a la práctica ausencia de acción y, casi diría, peripecia, una no se aburre durante la visita y casi querría poder viajar a Dominion a ver in situ ese salón plagado de árboles o las “celdas” en las que tantos nombres insignes pergeñaron sus tiras. Casi. Solo casi, no vaya a ser que todo lo visto y leído sea, como parece apuntarse en el emotivo y enternecedor final, un delirio nostálgico de Seth, pues la nostalgia, como señaló el Chabon de Los misterios de Pittsburgh, “tiende a exagerarlo todo”.
Quien desde aquí les escribe se limita, pues, a recomendarles que lean y vean y también que, si tienen ocasión, visiten esa maravilla escondida en el centro de Gijón que es la Librería Amarcord, cuyo entusiasta capitán ha puesto en mis manos esta joya y tantas otras durante este último año.
Y, por supuesto, ¡gracias por seguir visitando este lugar! ¡Seguimos!



jueves, 25 de agosto de 2016

DIECISIETE INSTANTES DE UNA PRIMAVERA (YULIÁN SEMIÓNOV)



Soy consciente del estado de abandono en el que tengo este lugar, polvoriento desde que por aquí dejé noticia de la magnífica Un hombre astuto de Robertson Davies. He leído desde entonces esa demoledora y acongojante biblia sobre la pérdida que es El año del pensamiento mágico de Joan Didion; la previsible y un tanto decepcionante Los impunes de Richard -La vida fácil- Price; la edulcorada El último vuelo de Poxl West de Daniel Torday; la arquetípica y divertida Un hombre muerto de Ngaio Marsh -una de esas historias de asesinato de fin de semana en un caserón inglés repleto de refinados personajes-; Aires nuevos de Peter Kocan, acerca de un pícaro anónimo que sobrevive y aprende en la América de la Gran Depresión a base de golpes y fantasía; la sofisticada y un tanto vacua El hermano del famoso Jack de Barbara Trapido; la magnífica y demoledora Farándula de Marta Sanz; la nostálgica y melancólica Cleveland de Harvey Pekar y la maravillosa y muy recomendable Julia y la casa de las criaturas perdidas, de Ben Hatke, sobre el frágil equilibrio entre tranquilidad e independencia, de un lado, y aburrimiento y soledad de otro.
Si hoy vengo por aquí, no obstante, no es tanto para hacer balance lector, como para dar cuenta de Diecisiete instantes de una primavera de Yulián Semiónov, editada por los amigos de Hoja de Lata con el buen gusto, mimo y entusiasmo que les caracteriza. Es esta, al parecer, la más representativa y célebre de la serie de novelas protagonizadas por el agente doble Stirlitz, en apariencia agente del contraespionaje alemán, en realidad espía soviético, y se desarrolla durante las semanas finales de la Segunda Guerra Mundial.
Se ha señalado con frecuencia que este conflicto fue una de las últimas ocasiones en la Historia en que estuvo claro quiénes eran los malos y los buenos. Quien desde aquí les escribe siempre ha creído, más bien, en la inmensidad de la “zona gris” de la que tan perspicazmente habló Primo Levi. Piensen, si no me creen, en cómo los “salvadores y garantes de las libertades” yankees acogieron al nazi Von Braun, padre del mortífero v-2 que destrozó Londres, y lo convirtieron en uno de los principales impulsores de la carrera espacial.
Pues bien, en este escenario de indefinición se mueve con absoluta maestría Stirlitz, al que el mando soviético ha encomendado la más que difícil tarea de hacer fracasar las negociaciones que algunos mandatarios nazis sostienen a espaldas del suicida Hitler con -¡oh, sorpresa!- los aliados angloamericanos para mantener a raya al pujante ogro estalinista. ¡Ay, el discurso del miedo! El complejo plan de Stirlitz consiste en construir una negociación paralela que poder denunciar posteriormente como traición al Reich y la trama se vuelve pronto un complejo juego de espejos y teatros en el que el protagonista absoluto de la historia se sirve de la falsificación, el engaño, la coerción, violencia ocasional y, sobre todo, una resistencia y una salud mental a prueba de bomba, pues pocos héroes saldrían de la prueba con la identidad intacta. Hay quien ha equiparado a Stirlitz con James Bond pero donde este es impulsivo y frívolo, casi pendenciero, aquel es reflexivo, culto y capaz de empatía. No es de extrañar, pues, la gran popularidad de la que gozó esta novela en la antigua URSS. Háganme caso y lean, lean.