martes, 26 de agosto de 2014

EL GIRO DE ITALIA (DINO BUZZATI)



“¿Sirve de algo una cosa tan estrafalaria y absurda como dar la vuelta a Italia en bicicleta? Por supuesto que sí: es una de las últimas provincias de la fantasía, un baluarte del romanticismo, que, sitiado por las sórdidas fuerzas del progreso, se niega a darse por vencido.”
El Giro de Italia
Dino Buzzati


Cuando era una cría, me encantaba el ciclismo. La Vuelta a España se celebraba todavía en primavera y yo tenía clase también por las tardes, así que mi padre recibía el firme encargo de grabar el final de las etapas importantes, las de montaña, para que pudiera verlas al llegar a casa. Como el Tour de Francia coincidía con vacaciones escolares, no planteaba problemas logísticos de ese estilo, salvo la necesidad ocasional de renunciar a la playa para ver el paso por el Tourmalet. En cuanto al Giro de Italia, era otra historia. Hasta la llegada de las televisiones privadas, raramente era televisado, así que me conformaba con lo poco que podía escuchar por la radio o leer en el periódico al día siguiente. E invariablemente, o quizá es lo único que recuerdo, aquellas crónicas hablaban de emboscadas tendidas por habilidosos y pícaros italianos a cándidos españoles y de corredores congelados que se bajaban de sus bicicletas tras coronar el Gavia para orinarse en las manos y entrar así en calor. Pura épica, ya lo ven. 

Pues bien, tal es el tono que alienta las crónicas que Dino Buzzati hizo del Giro de Italia de 1949. De hecho, son frecuentes las comparaciones de Bartali, Coppi y otros corredores del momento con Néstor, Aquiles y Héctor, inmortales héroes homéricos. Es cierto que no parece saber demasiado de ciclismo. Él mismo reconoce su bisoñez, de hecho. Sin embargo, es quizá esta inexperiencia la que le permite concederse espacio para la digresión, la anécdota y la nota costumbrista, que convierten su relato en una verdadera delicia. Y esto, estarán de acuerdo conmigo, no suele ser habitual cuando uno habla de crónicas deportivas. Precisamente una excepción a la racanería y zafiedad del periodismo deportivo de hoy día es Carlos Arribas, especialista en ciclismo del diario El País, cuyos artículos siempre ofrecen algo más. Pero aquí hemos venido a hablar de Buzzati, así que, si son aficionados al pedal, aprecian la buena prosa, y albergan la romántica convicción de que debemos conservar un espacio para lo bello, por peregrino e inútil que sea, lean, lean...


sábado, 23 de agosto de 2014

LECHE MATERNA (EDWARD ST AUBYN)



“- ¿Sientes que tienes una conexión especial con los peces?- le preguntó Seamus, inclinándose sobre él, más cerca-. Eso es lo que significa un animal totémico, ¿sabes? Te ayuda en tu travesía por la vida.
- A mí me gusta que sean sólo peces -dijo Robert-. No tienen que hacer nada por mí.”
Leche materna,
Edward St. Aubyn


Tres son las perspectivas adoptadas -la del primogénito Robert, la del padre y la de la madre- en esta novela en cuatro partes, correspondientes a otros tantos veranos, sobre una familia en descomposición. No obstante, es Patrick, el pater familias, dipsómano, hijo descuidado tanto ayer como hoy, recientemente arrojado del lecho conyugal por el nacimiento de Thomas, su benjamín, quien parece llevar la voz cantante y se erige en protagonista consciente de una tragedia edípica en la que, como héroes trágicos, todos parecen condenados a cumplir con el destino que les han deparado las Parcas. Suena pesimista y lo es. La vida, deduce Mary, esposa y madre, hacia el final de la novela, comienza y acaba con un doloroso trauma y el tránsito de uno a otro es igualmente difícil. La amargura que destila se disfraza, eso sí, de brillante acidez y se sobrelleva con ironía y sarcasmo, para los que Patrick y un más que precoz Robert parecen especialmente dotados. Es aquí, como en la elegancia de los escenarios y en el distanciamiento mostrado, si no frialdad, donde St Aubyn se muestra como lo que es, un magnífico representante de las Letras de la Pérfida Albión y, en consecuencia, un estilista, sobresaliente en el manejo de los tropos y más que notable como ventrílocuo de niños e infantes, así que, por supuesto, lean, lean a St Aubyn, pero háganlo al abrigo de una familia feliz.


lunes, 18 de agosto de 2014

CANADA (RICHARD FORD)



“If you ever were any good at this, what difference would it make? She said this as she was leaving. I, of course, thought this wasn’t the point. Everything didn’t have to have a practical outcome. Some things you only did because you liked doing them -which was not her way of thinking about life by then.”
Canada
Richard Ford


Pocos comienzos de una novela puede haber tan engañosos como el de Canada de Richard Ford, que promete en primer lugar la historia de un robo a un banco, “el robo”, y después, la de ciertos asesinatos, “los asesinatos”. Los adeptos de las novelas de acción pueden, sin embargo, dejar de frotarse las manos, así como el conocedor de la obra de Ford, dejar de enarcar sus cejas, pues esta novela, como las anteriores del autor, está todo lo lejos que se puede estar de un thriller y se aproxima bastante más, por fondo y forma, a una novela de formación, aunque tampoco se ajusta del todo a los cánones de esta. Al margen del enorme salto temporal que separa al narrador, Dell Parsons, de los hechos narrados, cincuenta años, toda la acción transcurre en unas pocas semanas del verano de 1960, en que sus padres tomaron la inverosímil decisión de atracar un banco y cambiaron para siempre las vidas de sus hijos. Dicho atraco no llega, sin embargo, hasta la mitad del libro, así como prácticamente nos olvidamos de que había asesinatos de los que rendir cuenta hasta el mismo final, o casi. El resto de esta novela, enorme en cantidad y en calidad, lo adelanto ya, lo dedica su autor a la descripción y a la reflexión, en esa prosa tan rica como morosa -disculpen el homoteleuton- tan característica suya. Y en esas reflexiones tiende a insistir, como es habitual en él, en un par de ideas que terminan ejerciendo de lemas. Así, si su personaje fetiche, Frank Bascombe, basaba su tranquilidad en la asunción de que las cosas duran lo que duran y ya está, aquí el secreto de la adaptación del bisoño Dell reside en la aceptación del cambio, en la comprensión de la necesidad de centrarse en el presente y en entender también que, las más de las veces, las cosas son lo que parecen y que la búsqueda de sentidos ocultos y el afán de trascendencia conducen casi siempre a malentendidos incluso fatales. Amén.
Se explica, pues, la aparente desproporción entre la escasez de acción y el volumen de páginas empleado, ofrecer un espacio a la lucidez y también a la pérdida de la inocencia y al desengaño. De hecho, vista en perspectiva, Canada resulta una muestra perfecta de lo que, en palabras de Ruskin parafraseadas por Dell Parsons, ha de ser la creación literaria:

“Again, Ruskin says composition is the arrangement of unequal things”
Canada
Richard Ford


Eso es precisamente Canada, una obra redonda y simétrica forjada a partir de elementos disparejos. Si a todo lo anterior le añaden un tono crepuscular, tan otoñal como el país que le da nombre, y un último párrafo capaz de hacerle saltar las lágrimas al más impasible de los lectores, el resultado es una obra soberbia, que ustedes, amigos míos, no deberían perderse. Lean, lean Canada de Richard Ford, por favor.


martes, 12 de agosto de 2014

MARATHON MAN (WILLIAM GOLDMAN)



Siempre me ha gustado William Goldman, cuya novela La princesa prometida recomiendo en vano a mis estudiantes con la firme promesa de aventuras, venganzas, resurrecciones imposibles, amor verdadero y, sobre todo, humor, mucho humor. Goldman es también el responsable del magnífico guion de Todos los hombres del presidente, del de la escalofriante Misery -a partir de la historia de Stephen King- y del de Marathon Man, a partir de la novela que él mismo escribió dos años antes.
Recientemente reeditada en castellano -de manera muy peregrina, según veremos- por Torres de papel, Marathon Man está protagonizada por Babe, un brillante estudiante de doctorado de la Universidad de Columbia que prepara una tesis que rehabilite la memoria de su padre, defenestrado por el macartismo, y que aspira, asimismo, a alcanzar la gloria como corredor de maratón. Y como el historiador y maratoniano que afirma ser una y otra vez -¿recuerdan al Tom Cruise de Eyes Wide Shut identificándose como médico a cada paso? pues aquí la repetición resulta aún más absurda- ha de hacer frente a una trama internacional de agentes dobles, nazis diabólicos huidos de Alemania, dentistas de pesadilla y un más que codiciado tesoro.
Son todos ellos, ciertamente, mimbres más que adecuados para tejer un ágil thriller, pero allí donde la película funciona y entretiene, la novela se derrumba por varios motivos. Para empezar, por su mismo protagonista, Babe, empeñado, como ya he dicho, en reafirmar su inteligencia a cada momento; y ello, pese a que, como su propio hermano le echa en cara y él demuestra en todos los lances, es de lo más crédulo e ingenuo. Podría alegarse aquí, quizá, una supuesta intención irónica del autor, pero no la hay, me temo, y Babe se convierte así en una involuntaria parodia que rompe la tensión dramática. Lean, si no me creen, la persecución final y cómo afirma encontrar fuerzas para despistar a sus perseguidores inspirándose en el ejemplo de Bikila, el maratoniano descalzo. ¡Hasta sostiene una imaginaria conversación con él! Como si el instinto de supervivencia no fuera suficiente acicate para correr más rápido. No es de extrañar, claro está, que la pandilla de adolescentes que tiene por vecinos se ría de él. Para seguir, porque los diálogos son zafios y resultan de lo más postizo. No ayuda aquí, claro está, la traducción de Lucía Reyes, que a alguna que otra falta de ortografía y errores tipográficos, suma unos cuantos dequeísmos, expresiones forzadas, agramaticales o casi, y un criterio un tanto extraño que la lleva, por ejemplo, a dedicar una N de la T a explicar que “¡Bingo!” es una expresión muy empleada en el juego del mismo nombre, muy popular en Estados Unidos. En fin... una pena, pues a tenor de lo visto y leído de Goldman en otras ocasiones y también en algún pasaje de esta -como la espeluznante sesión de odontología-, Marathon Man podría haber sido un magnífico thriller. No lo es.



sábado, 9 de agosto de 2014

LOS FAVORES DE LA FORTUNA (FREDERIC MANNING)



“Los hombres establecen un vínculo más fuerte por las experiencias triviales que comparten que por los compromisos más sagrados”
Los favores de la Fortuna
Frederic Manning


Lejos de estridencias sentimentales y alardes épicos, Los favores de la Fortuna de Frederic Manning, señalada por la crítica como una de las novelas más sinceras sobre la guerra en general y la Gran Guerra en particular, puede parecer en principio un diario de campaña. Narrada en una ¿aséptica? tercera persona, hay lugar en ella para innumerables referencias a las absurdas y tediosas rutinas en los acantonamientos, a la mayor o menor confraternización con los civiles franceses, a los entresijos de la jerarquía castrense, a simulacros de batalla y, ya casi cerca el final, a la violencia de la acción directa, cuyo éxito o fracaso parece depender tan solo de unos pocos centímetros y segundos, los que separan la silenciosa bala de la zona desprotegida de la cabeza; parece depender, pues, de los epónimos favores de la Fortuna, a quien en uno de los programáticos epígrafes shakespereanos que abren cada capítulo se identifica significativamente con una ramera.
El tono prosaico y la crudeza ocasional se ven compensados, eso sí, con el magistral y democrático retrato de los caracteres, una pandilla de soldados rasos y unos cuantos suboficiales, que aceptan con resignada naturalidad la inevitabilidad de la guerra, reafirman su individualidad con una voluntad manifiesta de sobrevivir y se rigen antes por el código de camaradería que por el de la amistad. La amistad supone elección y no hay tiempo en el frente para tales frivolidades, sino para la aceptación como un igual del compañero de trinchera. Tales son, al menos, las impresiones, del carismático soldado Bourne, urbanita entre pueblerinos, docto entre iletrados, que, pese a todo, se siente más a gusto en la uniformidad de la tropa que entre el cuerpo de oficiales y rechaza obstinadamente todas las ofertas de promoción.
Si a todo ello añadimos la singular belleza de determinados pasajes, referidos, sobre todo, a cierta cualidad onírica de la noche en el fragor de la batalla (e. gr. “El mundo le parecía extraordinariamente desprovisto de hombres, aunque sabía que el suelo estaba plagado de ellos”), una no puede sino comprender a Hemingway, que, según los paratextos de la edición de Sajalín, afirmaba leerla todos los años “para recordar cómo fueron realmente las cosas, de manera que nunca tenga que mentirme ni a mí ni a nadie sobre esto”.
Lean, lean.