miércoles, 31 de marzo de 2010

EL GRAN MUNDO (DAVID MALOUF)

“Y la señora Ramsay suponía que todo el mundo tenía siempre aquella sensación de recursos ilimitados; todos, uno tras otro, ella misma, Lily, Augustus Carmichael, tenían que comprender que nuestra apariencia, las cosas por las que se nos conoce, son simples chiquilladas. Por debajo, todo está oscuro, todo se extiende, todo es insondablemente profundo; pero de cuando en cuando salimos a la superficie y por eso se nos conoce.”

Al faro

Virginia Woolf

Leo estos días críticas que subrayan la dificultad que entraña la lectura de El gran mundo de David Malouf. Se amparan, con razón, en su aridez, en la profunda introspección de sus personajes y, sobre todo, en las frecuentes rupturas de su linealidad. Es El gran mundo una novela exigente, es cierto. Mejor que bien lo escribe Antonio Lozano en su inteligente crítica para el número de abril de Qué Leer. Pero no es menos cierto que esas trabas a la lectura, llamémoslas así, son, si bien se mira, virtudes de esta novela. Y no pequeñas, por cierto. Tomemos los saltos temporales, por ejemplo. No son gratuitos ni fruto de un afán de su autor por deslumbrar en lo formal. Son, en realidad, resultado de los abundantes cambios de foco y de perspectiva que nos llevan de aquí hasta allí y de nuevo de vuelta con asombrosa fluidez y naturalidad. Tan pronto nos hallamos con Digger como con Vic o cualquiera de sus parientes.

En lo que hace al contenido, podría parecer que esta es una historia más de amistad incondicional forjada en el terrible infierno de la guerra. Yo misma experimenté cierto cansancio cuando creí intuir los derroteros que iba a seguir la historia tras la captura de Digger y su pelotón por los japoneses. Me equivoqué, por fortuna, pues lo típico y lo tópico son encarnizados enemigos de la Literatura. La de Digger y Vic no es una amistad al uso. Ni siquiera se caen especialmente bien, de hecho. Les une, sin embargo, un vínculo especialmente poderoso. Se conocen de verdad. En condiciones y circunstancias extremas el hombre es capaz de lo mejor y de lo peor y de ambas cosas han sido capaces Digger y Vic, Vic y Digger, en presencia del otro. Y frente a lo que pudiera parecer, esto no es nada frecuente; al contrario, es excepcional. Raramente salimos a la superficie tal cual somos, que diría la Señora Ramsay de Virginia Woolf, toda una maestra de la introspección, por cierto. Y haberlo hecho ante otro, para bien o para mal, puede dar sentido a una vida. Pues, como comprende Vic ya cerca del final,

“¿Qué sentido tiene ser, aparte de ser conocido?, se preguntó. El éxito de Pa lo había hecho feliz, igual que a todos, pero en realidad nunca había llegado a leer los libros. Y tendría que haberlo hecho. Se había perdido algo que Pa intentaba decir y que otros habían escuchado, algo que quizá había escrito precisamente para él.”

El gran mundo

David Malouf

Así que, por supuesto, lean. Aunque les cueste, lean.

domingo, 28 de marzo de 2010

UNA DE COSAS BIEN DICHAS

Doy cuenta estos días de El gran mundo de David Malouf pero, como no estoy todavía en condiciones de dejarles por aquí la reseña de rigor, aprovecho las palabras de un tipo de talento y lucidez probados para recuperar nuestra un tanto abandonada sección de “cosas bien dichas”:

“So novels are incredible useful, I think, but whatever other uses they have, primarily their use is to bring pleasure, and they still bring pleasure to a lot of people.”

Michael Chabon

[The Guardian, Saturday 27th March 2010]

(“Pues las novelas son increíblemente útiles, creo, pero, cualesquiera que sean las utilidades que puedan tener, su utilidad es, ante todo, proporcionar placer y todavía proporcionan placer a un montón de gente.”)

domingo, 21 de marzo de 2010

LA HIJA DE ROBERT POSTE (STELLA GIBBONS)

No tengo demasiado tiempo ni ando demasiado gárrula estos días pero ni quiero ni debo dejar pasar la oportunidad de recomendarles muy vivamente la lectura de La hija de Robert Poste de Stella Gibbons, cuya traducción al español acaba de publicar Impedimenta. Se revela en esta historia de educaciones sentimentales, maldiciones familiares y vergonzantes parentelas que los ingleses no tienen rival cuando de comedia ligera y elegante se trata y, si bien no es infrecuente que los autores de la pérfida Albión terminen por pecar de una cierta frialdad, no hay rastro de ella en este caso. De hecho, y si no fuera por lo inofensivo de la trama, una creería que esa pandilla de brutos zafios e ignorantes que son los Starkadder, a los que, cual Emma rediviva, trata de civilizar la “austeniana” Flora Poste, son una muestra más del fecundísimo y vivaz gótico sureño de las colonias.

Así que lean, lean.


domingo, 7 de marzo de 2010

INTERREGNO (VII): UNA DE RESPONSABILIDAD E IRRESPONSABILIDAD

Es la noche de los Oscar, amigos míos, noche de desvelos, palomitas, quinielas con los amigos y justa indignación tras el anuncio de los ganadores. Pero también es la noche en que actores, actrices, directores y demás miembros de la farándula aprovechan para lanzar sus más o menos comprometidos mensajes al mundo. Concedemos una curiosa relevancia a cualquier cosa que gentes como Susan Sarandon, Tim Robbins, Sean Penn o, desde el otro espectro político, Mel Gibson y Charlton Heston, por ejemplo, nos tengan que decir, cuando, en realidad, poco debería importarnos lo que desde su tribuna proclamen. No más, al menos, que la típica cháchara política que pueda oírse en un bar o en un autobús. Son figuras públicas, se nos dice, y por ello tienen una responsabilidad. No lo sé. Yo soy más bien de la idea de que la responsabilidad que tienen es para con su arte u oficio, al menos, en lo que a nosotros nos incumbe. Lo demás es privado, una cuestión de ética personal y allá cada cual con sus convicciones. No me malinterpreten. No niego el valor o la integridad de hombres como Dalton Trumbo pero su pertinaz resistencia, coherencia y fidelidad a sus principios no tienen por qué convertirlo necesariamente en un mejor escritor, al igual que el antisemitismo de Céline no mengua la calidad de su Viaje al fin de la noche.


¿A qué todo esto? Al artículo de Bernard-Henri Lévy que con el título de “Cuando Hollywood pierde la cabeza” puede leerse hoy en el suplemento dominical de El País y que retoma la inevitable cuestión de la responsabilidad del artista, si bien referida en este caso, como debe ser, a la misma obra.

En él achaca el autor cierta irresponsabilidad a Tarantino y a Scorsese en sus respectivas Malditos bastardos y Shutter Island. Alaba el talento de ambos pero advierte contra la versión del asunto del Nazismo que una y otra dan y que podría confundir, dice, a un espectador típico no demasiado informado. ¿Murió Hitler realmente en un búnker de Berlín o, más bien, en un cine incendiado por los bárbaros héroes de Tarantino? ¿Recicló el gobierno estadounidense a científicos nazis como da a entender, o no, la última película de Scorsese? El Nazismo, dice, se ha convertido en un self-service,

“ni más ni menos tabú que otro, del que se nutren quienes han elegido pensar que, como la fábula rige el mundo, la realidad no debería ser más que una de las modalidades de la ficción”.
Vayamos por partes, pues no es poca la tela que aquí hay que cortar. Digamos, para empezar, que el papel que el Nazismo pueda tener en Shutter Island es totalmente marginal y que no le veo problema alguno a la versión del asunto dada por Scorsese, confusiones entre Auschwitz y Dachau al margen. Por supuesto que la Inteligencia estadounidense reutilizó a científicos que previamente habían colaborado con la locura nacionalsocialista. ¿Quién se cree Lévy que llevó a la NASA la tecnología de los V2? Se llamaba Werner Von Braun y fue miembro de las SS.

Pero, en realidad, es Tarantino el peor parado y no veo por qué. Tachar a Tarantino de irresponsable y revisionista por hacer morir a Hitler en un cine y por su historia de vengadores de cómic es como criticar a Spielberg y a George Lucas por contarnos en la primera y tercera entrega de Indiana Jones que los Nazis aspiraron a dominar el mundo y a la inmortalidad sirviéndose del Arca de la Alianza y del Santo Grial. ¡Por favor! No creo que los Malditos bastardos de Tarantino supongan una banalización mayor que la que durante décadas se alimentó desde Hollywood con títulos como Los cañones de Navarone, Los héroes de Telemark, El desafío de las águilas, Los doce del patíbulo o Salvar al soldado Ryan. Por lo pronto, los 15 min. iniciales de Malditos bastardos resumen con devastadora y conmovedora precisión el drama de la Shoah. Pero además si el espectador “medianamente informado” de su película se confunde, ello no es culpa de Tarantino, que no tiene responsabilidad alguna para con la educación de los adolescentes californianos o de Minessotta, como Lévy parece sugerir. Si el chaval en cuestión se forma una idea equivocada es cosa suya y del eventual profesor al que se le pueda ocurrir servirse de los Bastardos para ilustrar a sus alumnos sobre el Nacionalsocialismo; como aquella profesora mía de Historia de Roma que pretendió sustituir las clases sobre la decadencia del Imperio Romano no por una lectura de Mommsenn o de Gibbon, no, sino por un visionado del Gladiator de Ridley Scott; o como el estudiante que cree que la intragable Troya de Wolfang Petersen equivale a la Ilíada de Homero.

¿Qué debería haber hecho Tarantino en opinión de Lévy? ¿Acaso suponer la imbecilidad de su público y considerarlo incapaz de discernir entre ficción y realidad? ¿Ahorrarse su historia? ¿Grabar un documental más sobre el Holocausto? Todos hemos oído aquella historia, real o no, del chaval que se creyó Superman y saltó por la ventana haciendo de su sayo una capa. ¿Debemos culpar a Siegel y a Shuster? Vds. dirán. Yo creo que no, pues en virtud del pacto de ficción el juicio se adapta al contexto en el que debe actuar. No es que la fábula rija el mundo ni que la realidad sea una modalidad más de la ficción, sino que por más que la vida imite al arte y viceversa, el espectador y el lector medio –ahora apelo yo a la medianía- son capaces de discernir entre la una y el otro en virtud de lo que ha dado en llamarse sentido común. Al fin y al cabo, no somos tontos. ¿O sí?