martes, 22 de noviembre de 2016

BENICIO Y EL PRODIGIOSO NÁUFRAGO (IBAN BARRENETXEA)



Hace ya unos cuantos años que subrayo, siempre que tengo ocasión, el talento de Iban Barrenetxea como ilustrador y narrador; en las distancias cortas, sobre todo. Benicio y el Prodigioso Náufrago, recientemente editada con el gusto característico por A buen paso, está emparentada por género y referencias con la brillante El único y verdadero rey del bosque, de la que traté aquí hace ya algún tiempo. Como aquella, bebe esta historia del cuento popular, aunque los ecos sean más orientales en esta ocasión. No en vano, la historia de Benicio, pobre de solemnidad, que por caña de pescar tiene un palo de escoba, un cordón de bota y un oxidado clavo, es la de Aladino, aunque el genio de la lámpara se asemeje más a Mefistófeles. No me reprochen ustedes el exceso de información. Basta ver la portada del álbum para reconocer la identidad del “prodigioso náufrago” del título. El propio narrador alude de forma velada a sus fuentes:

“Benicio se preguntó si entre tanto viraje y zarandeo, o tal vez por culpa de alguna corriente traviesa, habría ido a parar a un cuento de viejas. A uno de aquellos cuentos de monstruos marinos, de náufragos y sirenas que habían pasado de la bisabuela a la abuela y de esta, a la madre de Benicio. ¡Qué cuentos contaban aquellas ancianas tristes! Aquellas ancianas que un día se vestían de negro, se ataban el pañuelo a la cabeza y se sentaban a ver pasar las mareas hasta que las llevaban al cementerio.”

Y triste como las ancianas es la historia de Benicio, pues, en la línea de los mejores narradores -no solo de historias para niños-, Barrenetxea demuestra que para contar una buena historia es preciso despojarse de reparos y de pelos en la lengua; que es necesario el conflicto y que hay cabida para cierta crueldad, siempre que esta, por supuesto, venga aderezada, como es el caso, con el elegante y certero sentido del humor de todos sus títulos.
Así que Vds. ya saben, vean, vean y lean, lean la historia de Benicio y el Prodigioso Náufrago del genial Barrenetxea.


sábado, 5 de noviembre de 2016

GOLIAT (TOM GAULD)



Me encanta la épica, uno de los géneros más populares y que de manera más inmediata satisface el hambre de historias. No es casualidad, en efecto, que buena parte de las tradiciones literarias se hayan inaugurado con el género épico: la Ilíada de Homero, el Mahabharata indio, el Cantar de Roldán francés, nuestro Cantar del Mío Cid... Es cierto que las grandes gestas heroicas han perdido su espacio en la literatura contemporánea pero perviven en la memoria de todos como parte de la cultura popular y, además, sus tropos característicos alimentan el fantástico de Tolkien, C. S. Lewis y, por qué no, J. K. Rowling. No se indignen los puristas. El olifante que Boromir hace sonar in extremis en La comunidad del anillo es tanto o más célebre que el del Cantar de Roldán. De hecho, en mis clases de literatura griega proyecto fragmentos de El señor de los anillos de Peter Jackson para que mis cada vez más abúlicos alumnos se pongan en situación. Es una versión edulcorada del grado de violencia que una puede encontrar en la Ilíada o el Mahabharata, es cierto, pero menos da una piedra.
De un tiempo a esta parte, además, algunos autores se han colado por estrechísimos, casi invisibles, resquicios de las grandiosas historias para construir versiones más sentidas, no sé si más humanas, sí más contemporáneas, de grandes gestas. Lo hizo hace algunos años David Malouf con Príamo y Aquiles en Rescate. Lo hizo Irene Vallejo con Dido y Eneas en El silbido del arquero y, en cierta manera, lo ha hecho el genial dibujante Tom Gauld con su Goliat, que, ya es hora de decirlo, es el motivo que aquí me trae hoy.


Sé que en puridad el episodio de David y Goliat no es propiamente épica, sino un relato del Antiguo Testamento, pero estarán conmigo en que relata grandes gestas de varones y, además, con intervención de aparato divino. El caso es que con su trazo mínimo y sutil -los personajes más parecen esbozos- y su habitual talento para el humor, Tom Gauld nos regala una maravillosa reconstrucción -quizá debería utilizar aquí el término deconstrucción- del enfrentamiento entre David y el filisteo Goliat, donde el protagonista ya no es el improbable vencedor, sino el derrotado Goliat, un pobre administrativo, tranquilo y bonachón, víctima del absurdo burocrático y del egoísmo de un capitán deseoso de medrar. Suena estrambótico y no lo es, sino que la versión de Gauld resulta tierna, hermosa y también devastadora. Así que ustedes, anden atentos y, si consiguen encontrar el precioso volumen editado por la desaparecida Sins-Entido, lean, lean y vean, vean. 


jueves, 20 de octubre de 2016

SUBSTITUTE (GOING TO SCHOOL WITH A THOUSAND KIDS) (NICHOLSON BAKER)



Sabrán ustedes que andamos preocupados e indignados en el gremio a cuenta de una ley de educación que se va a llevar por delante muchas y muy valiosas cosas y que nos pone muy, muy difícil aquello que, en principio, debería ser nuestra principal ocupación: enseñar. Y nos lo pone difícil porque han reconvertido el tradicional temario en una lista casi infinita de estándares de aprendizaje e indicadores que precisan -o no, algunos parecen diseñados por el más oblicuo oráculo de Delfos- los aprendizajes cuya adquisición deben acreditar nuestros sufridos alumnos en exámenes estandarizados y externos. Los resultados permitirán, al parecer, establecer ránkings y perfiles de centros, que, es posible, condicionarán la financiación de los mismos. Así las cosas, comprenderán ustedes que es muy poco el margen que se nos deja para detenernos en aquello que causa más dificultades o, incluso, que despierta más interés, pues siempre toca pasar al siguiente estándar. Además, es muchísimo el daño que se hará en centros como el mío, en el que más de la mitad del alumnado procede de familias con problemas económicos -que, obviamente, no siempre pueden dedicarles toda la atención a sus hijos- o en un bachillerato nocturno, cursado casi siempre por estudiantes desenganchados tiempo atrás y que, en consecuencia, traen en la mochila, entre otras cosas, carencias académicas significativas.
A ello se une, además, el espíritu competencial que todo lo ha terminado impregnando durante la última década, que ha convertido los contenidos en palabra tabú y que todo lo fía al cómo. Los gurús de la educación insisten en convencernos de que no importa tanto el qué como dotar de recursos y procedimientos, como si estos últimos fueran un constructo independiente que se pudiera adquirir sin contenidos. Para que me entiendan, ¿es posible redactar sin léxico? No. Sin embargo, desde la administración y ciertos sectores de la pedagogía se demonizan los contenidos y la memorización y se pretende convertir las clases en sesiones vacuas donde todo gire en torno a las nuevas tecnologías y los profesores ya no enseñemos sino orientemos. Y todos esos gurús ocultan por interés o ignorancia que el modelo competencial procede de un enfoque utilitarista de la enseñanza que, en mi opinión, resulta de lo más dañino.
Viene todo esto a cuenta de Substitute, el último título de Nicholson Baker, que interesado por el sistema público de educación de EE.UU, se inscribió como profesor sustituto y pasó cierto tiempo en las aulas de escuelas de primaria e institutos de secundaria de un distrito escolar de Maine. Resulta, cuando menos, llamativo, que en el país de las barras y estrellas, al que tanto nos empeñamos en mirar, baste con un título de secundaria y un curso de tres semanas de clases de nocturnas para ejercer como profesor. Dentro del aula, el panorama es desalentador. El sufrido Nicholson Baker, rebautizado para la ocasión como Mr. Baker -imagínenselo escribiendo su nombre en la pizarra, ya saben- se sirve del afecto, buen humor y bonhomía que acredita en títulos como The Anthologist, pero, con todo, la experiencia resulta de lo más desalentadora y las clases demuestran ser un páramo, por más que todos los alumnos tengan a su disposición un ipad, se realicen webquests y actividades varias en apps de lo más innovador y los estándares de referencia presidan las paredes del aula. Por cierto que da gusto leer, por fin, sobre cómo falla internet o cómo los alumnos se distraen y usan sus carísimos dispositivos electrónicos para ver vídeos en Youtube de dudoso contenido académico. Y no porque una servidora abomine de las nuevas tecnologías. De hecho, las empleo con frecuencia en clase, pero es importante entender, creo, que son solo un medio, nunca un fin. La pregunta que una y otra vez se realiza el sufrido Mr. Baker al final del día es “¿he enseñado algo hoy?” y la respuesta, invariablemente, es “no”. ¿Por qué? Pues, en opinión de quien desde aquí escribe, porque se han vaciado las sesiones de contenido y se han convertido en un fill in the blanks perpetuo, aunque ya no sobre papel. Y porque algún estándar maligno obliga al profesor de Lengua a insistirles a sus alumnos preadolescentes en que incluyan palabrería crítica en sus redacciones en lugar de que escriban claro, directo y sencillo. De vez en cuando, eso sí, se produce la conexión profesor-alumno -Nicholson Baker es un tipo optimista al final del día- y además los chavales aparecen como lo que son en general: cariñosos, divertidos e inteligentes.
Así que, aunque resulte descorazonador porque, no lo duden, la tempestad LOMCE que ya tenemos encima va a dejar un panorama muy similar en nuestras aulas al retratado por Baker, ustedes lean. Lean y entiendan que, cuando los profesores nos quejamos de la nueva ley y sus reválidas no es por miedo a la evaluación externa, sino porque es mucho el daño que van a producir.


miércoles, 31 de agosto de 2016

LA HERMANDAD DE HISTORIETISTAS DEL GRAN NORTE (SETH)



¡Qué no habré dicho ya por aquí acerca de la nostalgia como motor narrativo! ¡De las virtudes de adalides como Evelyn Waugh, Mary McCarthy, Truman Capote, Harper Lee, Salinger o, por supuesto, Michael Chabon! Resulta, pues, una feliz casualidad que el objeto de esta entrada, con la que alcanzamos la mareante cifra de trescientas entradas, al tiempo que cumplimos el octavo año de andadura, sea La Hermandad de Historietistas del Gran Norte, del dibujante Seth. Y resulta una feliz casualidad porque, a tenor de lo visto y leído en esta historia gráfica, Seth merece pasar a formar parte de la nómina antes citada.
En este precioso tomo, magníficamente editado por sins entido, propone Seth una visita guiada a la sede principal de la hermandad epónima, sita en Dominion (Canadá). Con la excusa de dicha visita, traza un recorrido por la historia -a veces real, a veces fingida- del cómic canadiense de buena parte del s. XX, que, como la sede misma, ha conocido tiempos mejores, aunque nunca tan buenos como se nos hace creer en un principio. Conocemos así, por ejemplo, al astronauta esquimal de Bartley Munn, la tira Nipper de Wright y tantos otros nombres, tan entrañables algunos, fascinantes otros, que una no se atreve a comprobar cuáles existieron realmente y cuáles son producto exclusivo del magín de Seth. Todo ello viene envuelto en páginas sobrias, todas ellas -cómo no- en blanco y negro y estructuradas en nueve viñetas. Solo ocasionalmente se rompe la unidad de la viñeta para transmitir impresión de movimiento. Sin embargo, pese al tono claramente descriptivo del conjunto, y a la práctica ausencia de acción y, casi diría, peripecia, una no se aburre durante la visita y casi querría poder viajar a Dominion a ver in situ ese salón plagado de árboles o las “celdas” en las que tantos nombres insignes pergeñaron sus tiras. Casi. Solo casi, no vaya a ser que todo lo visto y leído sea, como parece apuntarse en el emotivo y enternecedor final, un delirio nostálgico de Seth, pues la nostalgia, como señaló el Chabon de Los misterios de Pittsburgh, “tiende a exagerarlo todo”.
Quien desde aquí les escribe se limita, pues, a recomendarles que lean y vean y también que, si tienen ocasión, visiten esa maravilla escondida en el centro de Gijón que es la Librería Amarcord, cuyo entusiasta capitán ha puesto en mis manos esta joya y tantas otras durante este último año.
Y, por supuesto, ¡gracias por seguir visitando este lugar! ¡Seguimos!



jueves, 25 de agosto de 2016

DIECISIETE INSTANTES DE UNA PRIMAVERA (YULIÁN SEMIÓNOV)



Soy consciente del estado de abandono en el que tengo este lugar, polvoriento desde que por aquí dejé noticia de la magnífica Un hombre astuto de Robertson Davies. He leído desde entonces esa demoledora y acongojante biblia sobre la pérdida que es El año del pensamiento mágico de Joan Didion; la previsible y un tanto decepcionante Los impunes de Richard -La vida fácil- Price; la edulcorada El último vuelo de Poxl West de Daniel Torday; la arquetípica y divertida Un hombre muerto de Ngaio Marsh -una de esas historias de asesinato de fin de semana en un caserón inglés repleto de refinados personajes-; Aires nuevos de Peter Kocan, acerca de un pícaro anónimo que sobrevive y aprende en la América de la Gran Depresión a base de golpes y fantasía; la sofisticada y un tanto vacua El hermano del famoso Jack de Barbara Trapido; la magnífica y demoledora Farándula de Marta Sanz; la nostálgica y melancólica Cleveland de Harvey Pekar y la maravillosa y muy recomendable Julia y la casa de las criaturas perdidas, de Ben Hatke, sobre el frágil equilibrio entre tranquilidad e independencia, de un lado, y aburrimiento y soledad de otro.
Si hoy vengo por aquí, no obstante, no es tanto para hacer balance lector, como para dar cuenta de Diecisiete instantes de una primavera de Yulián Semiónov, editada por los amigos de Hoja de Lata con el buen gusto, mimo y entusiasmo que les caracteriza. Es esta, al parecer, la más representativa y célebre de la serie de novelas protagonizadas por el agente doble Stirlitz, en apariencia agente del contraespionaje alemán, en realidad espía soviético, y se desarrolla durante las semanas finales de la Segunda Guerra Mundial.
Se ha señalado con frecuencia que este conflicto fue una de las últimas ocasiones en la Historia en que estuvo claro quiénes eran los malos y los buenos. Quien desde aquí les escribe siempre ha creído, más bien, en la inmensidad de la “zona gris” de la que tan perspicazmente habló Primo Levi. Piensen, si no me creen, en cómo los “salvadores y garantes de las libertades” yankees acogieron al nazi Von Braun, padre del mortífero v-2 que destrozó Londres, y lo convirtieron en uno de los principales impulsores de la carrera espacial.
Pues bien, en este escenario de indefinición se mueve con absoluta maestría Stirlitz, al que el mando soviético ha encomendado la más que difícil tarea de hacer fracasar las negociaciones que algunos mandatarios nazis sostienen a espaldas del suicida Hitler con -¡oh, sorpresa!- los aliados angloamericanos para mantener a raya al pujante ogro estalinista. ¡Ay, el discurso del miedo! El complejo plan de Stirlitz consiste en construir una negociación paralela que poder denunciar posteriormente como traición al Reich y la trama se vuelve pronto un complejo juego de espejos y teatros en el que el protagonista absoluto de la historia se sirve de la falsificación, el engaño, la coerción, violencia ocasional y, sobre todo, una resistencia y una salud mental a prueba de bomba, pues pocos héroes saldrían de la prueba con la identidad intacta. Hay quien ha equiparado a Stirlitz con James Bond pero donde este es impulsivo y frívolo, casi pendenciero, aquel es reflexivo, culto y capaz de empatía. No es de extrañar, pues, la gran popularidad de la que gozó esta novela en la antigua URSS. Háganme caso y lean, lean.