Aunque ello le valiera la etiqueta de “autor facilón”, tenía más razón que un santo el bueno de Vonnegut cuando decía aquello de que “el lector está haciendo algo bastante difícil para él” y de que “la razón de ser de tu párrafo es que sus ojos [los del lector] no se cansen demasiado [...] para que, sin conocerlo, puedas llegar al lector facilitándole el trabajo”. Como muy bien saben Vds., en mi poética particular me inclino antes por la austeridad estilística que por el barroquismo. Me gusta la prosa que no llama la atención sobre sí misma. Hago, no obstante, alguna que otra excepción y hace ya unos cuantos años que canto por aquí las excelencias de ese autor atípico y tan poco de nuestro tiempo que es John Crowley. No son pocos los adjetivos que se le pueden aplicar a su prosa: preciosista, críptica, condensada, poética... pero nunca fácil. De hecho, leer a Crowley puede resultar agotador, aunque la experiencia merece la pena. Casi siempre. Lo había hecho hasta ahora –merecer la pena, digo- pero he pasado parte de estas dos últimas semanas peleándome con El verano del pequeño San John -¿por qué no San Juan, por cierto?- y no he obtenido recompensa alguna. El problema no es tanto el lirismo y el manierismo –esta va por ti, abuelo- reconcentrado del conjunto, que también, sino que se priva al lector de todo marco referencial y no hay por dónde atacar esta historia de fantasía y ciencia ficción ambientada en un mundo postapocalíptico –creo- que combina motivos extraídos del folklore nativo americano con otros de tipo hagiográfico. Algo parecido sucede en pasajes relativamente extensos de Aegypto y de Pequeño, Grande, es cierto, pero había en estas una segunda o tercera línea argumental que servía de contrapunto y dotaba al conjunto de perspectiva, proporcionándole de paso al lector un asidero. En esta ocasión, sin embargo, Crowley parece haberse olvidado de que, cuando uno plantea una historia, ha de establecer, de manera tácita, por supuesto, unas cláusulas por las que se rige el tan traído y llevado pacto de ficción. Y como el lector no recibe ningún tipo de orientación –la única, un tanto vaga, no llega hasta la página 40-, no sabe qué hacer con esa farragosa sucesión de éxtasis místicos que experimenta Junco que Habla, de los del habla con Verdad, en su camino a la Santidad, sea ello lo que fuere. Así que... mejor pasamos a otra cosa.
La estancia oscura (The Dark Chamber, 1927) de Leonard Cline
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La estancia oscura a la que alude el título es la desmemoria. O el
sueño reparador. La desconexión necesaria para mantenerse a este lado de la...
Hace 1 semana
4 comentarios:
Te acompaño en esto. Yoi también he sido incapaz de encontrarle sentido a Crowley, y mira que tengo aguante... Seguro que es cosa mía, y a lo mejor me pierdo un gran escritor, pero no logro pasar de las primeras páginas. Por si te sirve de algo, y totalmente en el espectro opuesto, tampoco he logrado pasar nunca de la página 30de Ken Follett. Si fuera por mí, este señor no vendía ni una escoba.
Pues yo hasta ahora había podido con él y lo había disfrutado pero este verano del pequeño san John me parece, en el fondo, una tomadura de pelo. No creo que nadie, él excluido, haya conseguido entender o tan siquiera vislumbrar de qué va.
Me sigo quedando con su maravillosa "Traduciendo el cielo". Si tienes oportunidad, léela.
Y sí, curioso cómo escritores opuestos consiguen el mismo efecto.
Un saludo y muchas gracias por tu comentario
dicho queda, gracias.
Hermosa novela. No muy fácil al principio.
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