viernes, 27 de marzo de 2009

INDIGNACIÓN (PHILIP ROTH)

“Sí, de haber sido por esto y por aquello, todos estaríamos juntos y vivos para siempre y todo sería perfecto.”

Indignación

Philip Roth

Proliferan en estos días en la prensa y la blogosfera reseñas de muy diverso signo de Indignación, la última novela de Philip Roth. Y en casi todas ellas, en todas las que he leído, de hecho, salvo en la de Rodrigo Fresán para el Qué Leer y la muy cabal y sugerente de Portnoy, que pueden y deben leer aquí mismo, se desvela casi en la primera línea la suerte -a saber, el éxito o fracaso tras la peripecia- de su protagonista, Markus Messner. Así, a bocajarro, y, lo que es peor, no sé por qué ni para qué, nos hurtan a los desprevenidos y curiosos lectores una sorpresa que afecta al qué y al cómo y que no debería llegar hasta pasado al menos un tercio de la novela. En fin, ellos sabrán. Vds., futuros lectores de Indignación, manténganse alejados de ellas hasta que hayan dado cuenta de esta novela, que, lo digo ya, es pequeña sólo en extensión.

Saben bien que acostumbro a reivindicar la identificación con lo leído como uno de los mayores placeres -no el único, desde luego; no deberíamos caer en el error de despreciar aquello que no confirma o desafía nuestra visión del mundo- que puede proporcionar la literatura. Dicha identificación no suele ser absoluta. Es una suerte de fogonazo momentáneo en que nos reconocemos en las acciones o palabras de un personaje. Pero a veces esta sensación de reconocimiento va más allá y nos encontramos con un tipo de especial carisma, que parece trascender el negro sobre blanco y que, por decirlo llanamente, nos cala más hondo. Me ocurrió con el Buddy Glass de J. D. Salinger, con el Hans Castorp de La montaña mágica de Thomas Mann -que, según Harold Bloom, es el personaje que más identificaciones ha despertado en la Historia de la Literatura-, con el encantador Peter Levi de los Pájaros de América de Mary McCarthy y me ha ocurrido, por primera vez en la obra de Roth, por cierto, con el Markus Messner de Indignación.

Así que me ha sorprendido -para bien, por supuesto- la reseña de Portnoy, en la que se vincula al joven ingeniero Hans Castorp con Markie Messner. Ambas son, en efecto, novelas de formación -Bildungsroman, que dirían los manuales de literatura- de dos jóvenes formales e inocentes cuyos valores se ven puestos a prueba lejos del nido familiar. Como Peter Levi, con quien Markie Messner comparte, por cierto, una especial percepción del choque que se produce entre la moral colectiva y dominante -wasp- y la ética individual. Esa incómoda discrepancia entre la moral y la ética y la violenta imposición de la primera sobre la segunda es, creo yo, lo que denuncia Markie Messner -no sé si como megáfono de Roth o no; francamente, me da igual- en Indignación y no la religión en sí misma, como por ahí he leído estos días en ciertos lugares donde, mucho me temo, tienden a confundirse valores morales y estéticos. Para que me entiendan, el hecho de que Messner haga suyos los argumentos de Bertrand Russell contra la existencia de Dios en el glorioso enfrentamiento que sostiene con el decano Caudwell a ritmo del Himno Popular Chino, no debería desmerecer la novela de Roth a ojos de un creyente. Digo yo, vamos. Pero volvamos a lo nuestro.

Y lo nuestro es esta brillante, divertida y cruel historia sobre un joven muy bien educado, judío por tradición que no por convicción, que escapa del sofocante delirio paterno en Newark para estrellarse, con justa indignación, con hipócritas y castrantes convenciones. Al fin y al cabo, uno no puede pasarse la vida entera aguantando la respiración y las náuseas ante los múltiples pollos que nos toca eviscerar.

Y es también que con esta fábula sobre los peligros que acechan tras cada esquina y tras cada uno de nuestros actos, por triviales que puedan parecer, Roth, como ha dicho Rodrigo Fresán, “lo ha vuelto a hacer”. “Más de lo mismo”, han dicho otros. Como si eso fuera una crítica tratándose del Maestro.

No se la pierdan.

domingo, 22 de marzo de 2009

EL AMOR DE UNA MUJER GENEROSA (ALICE MUNRO)

“Y ahora que me paro a pensarlo con sinceridad, no nos llegó. Nada llegó sin nuestra elección. Ni siquiera el embarazo. Corrimos el riesgo, aunque únicamente para ver si de verdad éramos adultos, para ver si realmente podía ocurrir.”
“La isla de Cortés”
El amor de una mujer generosa
Alice Munro

Ya he señalado por aquí en alguna ocasión que no siempre me encuentro cómoda con el relato. Con frecuencia me da la impresión de que su autor juega al despiste, a desconcertar o epatar el lector a través de un violento y brusco final que nos deja con una sensación extraña y un palmo de narices pensando: “¿y esto...?” No siempre es así, sin embargo. No todas las historias requieren de la extensión de una novela para ser narradas y, a veces, unas pocas páginas son suficientes para contar bien una historia redonda en la que todo parece cuadrar y suceder de un modo concreto porque así debe ser y no para violentar al lector. En suma, no todos los relatos transmiten la sensación de artificio a la que antes aludía.

En este segundo grupo se inscribe, sin duda alguna, Alice Munro con su última colección de relatos publicada en nuestro país, El amor de una mujer generosa (RBA, 2009). Hay lugar en ellos para la violencia más brutal, la mentira, la vergüenza, la ruindad, la amenaza, el dolor de la soledad, la traición, la pérdida y el embarazo y también para el sacrificio y la abnegación, el amor, la esperanza, la amistad, el perdón, la generosidad y la redención. Y, como tantos otros, producen sorpresa y desconcierto en el lector, pero no porque lo pretendan, al menos en primera instancia, sino como un efecto secundario del desarrollo natural de las historias que en ellos se contienen.

Como toda colección de relatos, El amor de una mujer generosa contiene piezas de mayor y menor calidad. “Yakarta”, “Salvo el segador” y “Antes del cambio” me han parecido especialmente notables. Pero si me dan a elegir -que diría la canción- me quedo sin ninguna duda con el relato inaugural y epónimo del volumen, digno de la mismísima Flannery O’Connors y todo un ejemplo de técnica narrativa, contención, elegancia e ironía -a secas y dramática- versado en una enfermera -de facto; que no de título- con un peculiar sentido del deber y la responsabilidad donde nada resulta ser lo que en un principio parecía.

Y aquí lo dejo. Lo demás, a saber, leer si les apetece, es cosa suya. Yo se lo recomiendo. A partir de mañana me dedicaré encantada al Sr. Roth y a su Indignación, bastante más que molesta, por cierto, porque José María Guelbenzu mediante -para más inri, autor de novela policíaca-, ya sé qué suerte correrá su protagonista antes incluso de haber comenzado a leer. En fin...





viernes, 13 de marzo de 2009

LA CAÍDA DEL MUSEO BRITÁNICO (DAVID LODGE)

“Originalmente el tema de la tesis de Adam había sido ‘Lenguaje e ideología en la novela moderna’, pero gradualmente la comisión de estudios había ido reduciéndolo hasta su forma actual: ‘la estructura de las frases largas en tres novelas inglesas modernas.’ La rebaja no parecía haberle simplificado en nada la tarea. Todavía no había decidido qué tres novelas modernas iba a analizar, ni tampoco cuán larga era una frase larga. Tenía la esperanza de que Lawrence le proporcionaría un montón de frases largas en las que la cuestión no ofrecería dudas.”

La caída del Museo Británico

David Lodge

Dice David Lodge en su enjundiosa apostilla del final de la novela que, según sus noticias, La caída del Museo Británico gustó especialmente a católicos y universitarios. Y no me extraña. No sé muy bien cómo se habrán tomado los lectores católicos practicantes de esta novela la comedia de un veinteañero casado y ya con tres hijos y de sus problemas para conciliar economía, vida sexual y las directrices de la Santa Sede en materia de control de la natalidad; lo que sí sé es que la comedia de ese mismo veinteañero que malvive de una exigua beca para hacer la tesis sobre un tema aún por concretar y que ocupa cada día sin provecho el sillón Karl Marx de la sala de lectura del Museo Británico divierte -¡y mucho!- a los universitarios. Yo, al menos, me he reído a base de bien estos últimos días gracias a esta pequeña y demencial novela. El placer de la identificación, supongo, y también del autoescarnio. Pues cuando una está -como estoy yo ahora mismo- con el agua al cuello por culpa de una montaña infranqueable de trabajo y en parte también -aunque algo menos- por la incertidumbre del “¿y después qué?” reconforta leer en clave cómica sobre los muchos que están peor. Ya se sabe que mal de muchos...

Hay en la odisea de un día en la vida de Adam Appleby tics, poses y tipos que no pueden faltar de nigún departamento universitario que se precie; más aún, si el departamento es de literatura: el eterno doctorando que nunca cerrará su tesis; las continuas quejas sobre la propia situación; el jugar a “si yo fuera ministro de educación...”; las fantasías en las que uno logra la gloria académica a cuenta del hallazgo de un manuscrito largo tiempo buscado -en nuestro gremio soñamos, Umberto Eco mediante, con el manuscrito perdido del libro II de la Poética de Aristóteles-; las malsanas envidias por el éxito, el curriculum, los despachos más grandes de los demás, etc., etc.

Y todo ello aparece bien ligado en una trama entretenida, convincente pese a sus exageraciones -que las hay, como en toda parodia que se precie- de la que poco más voy a decir por aquí; simplemente que lean y, sobre todo, rían.




domingo, 8 de marzo de 2009

ME VOY CON VOSOTROS PARA SIEMPRE (FRED CHAPPELL)

“-¿Recuerdas que te conté la historia de la Ilíada? Bueno, pues Homero no pudo haber sido soldado porque estaba ciego. Por eso llegó a saber tantas cosas. Si hubiera sido soldado, no habría podido contar la historia. Y si el tío Zeno hubiera trabajado alguna vez, si se hubiera relacionado alguna vez con alguien, a lo mejor no podría contar sus historias.”

Recuerdo muy bien cómo contaba mi padre la historia de la Ilíada. Encontró una foto de Betty Grable en una revista y la colocó sobre la repisa de la chimenea junto al reloj dorado de péndulo, y me dijo que Betty Grable era Helena de Troya y que había sido raptada por un guaperas con el pelo engominado llamado Paris. ¿Íbamos a tolerar eso? Claro que no. Y entonces organizamos una batida y navegamos por el mar del color del vino para rescatarla. Y luego se echaba sobre el sofá desfondado para representar a Aquiles retirado en su tienda, furioso por culpa de la hermosa esclava cautiva llamada Briseida. Y me guiñaba el ojo. “Las mujeres siempre causan problemas.” Y el relato terminaba diez minutos después, con mi padre dando tres vueltas a la sala arrastrando un cojín polvoriento que era el cadáver derrotado de Héctor.

Me voy con vosotros para siempre

Fred Chappell

Son muchas las ficciones cuyo motor narrativo es el recuerdo. Y entre ellas existe una amplia tradición versada en la remembranza nostálgica de la infancia como Paraíso perdido. Me voy con vosotros para siempre de Fred Chappell (Libros del Asteroide, 2008) se incardina de pleno en esa tradición, algunos de cuyos hitos son Mark Twain, Eudora Welty, Harper Lee o William Saroyan, por ejemplo. El de los tres primeros, además, es un paraíso sureño y, sobre todo, rural, de campo, escenario mucho más adecuado para las inocentes travesuras de un crío que la peligrosa ciudad.

La novela de Chapell se sitúa en un remoto pueblecito de Carolina del Norte en una época difícil de precisar si no fuera por un par de referencias a la II Guerra Mundial. El único tiempo relevante es el de la infancia de Jess, un tiempo que, como el de casi todas las infancias, parece detenido y regirse tan sólo por las maravillosas rutinas de su vida en la granja con sus padres, su abuela materna, el jonalero Johnson Gibbs y un sinfín de peculiares parientes, cada uno más excéntrico que el anterior.

De hecho, es precisamente el paso de cada uno de esos parientes por la granja lo que estructura la novela, que podría más bien considerarse una sucesión de piezas independientes en las que, eso sí, Jess, su padre y Johnson Gibbs son una presencia constante -o casi-; como en la Boda en el delta de Eudora Welty o los relatos del primer Capote.

Sin embargo, esta agradable novela de Chappell carece de los contrastes de los anteriores. Ni una pizca de crudeza se escapa de sus páginas y hasta episodios dramáticos como el de la partida de Johnson Gibbs o el episodio del anciano borracho que alquila barcas de pesca se resienten de un exceso de lirismo nostálgico acentuado por la indudable belleza de su prosa. Le falta a Me voy con vosotros para siempre un poco de... ¿cómo llamarlo? Nervio, quizás.

Esa relativa falta de energía y de trabazón se compensa, eso sí, con magníficas caracterizaciones y episodios que alcanzan gran altura, como el de “Los narradores de historias” en el que se incluyen los pasajes que abren y cierran esta reseña y que se erige en toda una poética de la ficción que algunos compartimos punto por punto:

“-Ya te tengo. No conozco ni a Willie Hammer ni a Lacey Joe Blackman ni a Setback Williams ni a toda esa gente de la que has hablado, pero da la casualidad de que conozco a Buford Rhodes. Lo contraté una vez para que pintara la casa. Sé dónde vive, en medio de Iron Duff, y me conozco el camino que lleva a su casa. Y eso es lo que voy a hacer, tío Zeno, comprobar tu historia.”

El viejo no se alteró al oír aquello. ¿Por qué iba a alterarse? A nosotros nos daba igual que la historia fuera cierta y al tío Zeno no había nada en esta vida que le importase un pimiento. Pero la idea de que pudiera localizar a Buford Rhodes y hablar con él parecía llenar de jubilosa satisfacción a mi padre.

(ibidem)



martes, 3 de marzo de 2009

GENTLEMEN OF THE ROAD (MICHAEL CHABON) O UNA DE AVENTURA

“Given a choice, I very much prefer to stay home, where I may safely encounter adventure in the pages of a book, or seek it out, as I have here, at the keyboard, in the friendly wilderness of my computer screen.”

Michael Chabon, “Afterword” in Gentlemen of the road

Michael Chabon no es sólo un gran escritor. Es un autor divertidísimo. Y no me refiero sólo al humor, que maneja a las mil maravillas, como cualquiera que haya leído Chicos prodigiosos (Anagrama, 1995) puede atestiguar. Me refiero, sobre todo, a la maestría con la que consigue mantener el suspense en sus tramas, ya se trate de una historia clásica de detectives como The Final Solution (Fourth State, 2005), de una peculiar y magnífica revisión de la novela negra como es El sindicato de policía yiddish (Mondadori, 2008) o de su monumental Las asombrosas aventuras de Kavalier y Clay (Mondadori, 2002), en la que un par de chavales judíos combaten contra Hitler desde Brooklyn y a su particular manera, claro está.

Pero además de divertido es un tipo un tanto nostálgico, como apreciarán de inmediato si leen la ya mencionada Kavalier y Clay, todo un homenaje a la Edad de Oro del cómic, o más representativas aún, Los misterios de Pittsburgh (Mondadori, 1988), su opera prima, en la que Art Bechstein rememora todo un verano de descubrimientos, y Summerland (Hyperion Books for Children, 2002), una novela fantástica protagonizada por un equipo infantil de béisbol de lo más heterogéneo.

Sí, Chabon le da -y muy bien- a todos los palos. O en ello está, al menos. Por eso no choca demasiado que su última novela, publicada por entregas en el New York Times Magazine hará cosa de dos años, lleve por título Gentlemen of the Road, esté ambientada en el lejano Imperio de Khazaria en el siglo X de nuestra era y sea todo un homenaje a las más clásicas historias de aventuras, de esas que a todos nos gustaba leer de críos, ya vinieran firmadas por Walter Scott, Karl May, J. F. Cooper o cualquier otro.

Esos Gentlemen of the road no son otros que Zelikman y Amran, pálido, reservado, ingenioso y competente cirujano el uno; gigante africano, leal, valiente y aventurero el otro. Pero hete aquí que esta inverosímil pareja de amigos que se gana la vida simulando peleas, se encuentra por pura casualidad al cuidado de Filaq, un muchacho un tanto impertinente, que al tiempo que intenta escapar de una muerte segura a manos de su malvado tío Buljan, asesino de toda su familia e ilegítimo bek de Khazaria, clama venganza contra este y reivindica su legítimo derecho a ocupar el “trono”. Así que en parte aventureros, en parte soldados de fortuna, en parte responsables de Filaq y encariñados con él, se ven inmersos en una aventura donde hay lugar para luchas con hachas gigantescas y afilados bisturíes, razzias bárbaras, inspiradas arengas, retornos inesperados, traición, lealtad inquebrantable, alguna que otra coincidencia, indomables corceles, disfraces imposibles, hermosos sombreros y elefantes con mucha, mucha memoria.

No nos engañemos. No es una historia épica. Ni lo pretende. Tan sólo es una sencilla historia sin pretensiones con algún que otro problema de continuidad y un par de resbalones en la moralina pero, eso sí, encantadora y divertidísima. Y ello viene envuelto además en una cuidadísima y sugerente edición (Ballantine Books) que incluye capitales y grecas coloreadas, bonitas ilustraciones a página completa de Giari Gianni -con un gazapo, por cierto-, un más que lúcido epílogo del propio autor y una cubierta perfecta -con camisa y sin camisa- donde, por una vez y sin que sirva de precedente, las “críticas” de la contraportada tienen toda la razón del mundo:

“Michael Chabon is, simply, the coolest writer in America.”