sábado, 22 de noviembre de 2008

INTERREGNO (II)

He estado últimamente bastante atareada cumpliendo con los compromisos contraídos con los buenos amigos de Shangri-La, por lo que he descuidado un tanto este lugar. Acabo de iniciar además la lectura de la inmensa Lincoln del Sr. Vidal -y me refiero a Gore Vidal, por supuesto; no vaya a haber confusiones-, así que es probable que aún tarde un tiempo en volver a publicar algo por aquí.

Entretanto y para que no nos olviden, les dejo con una magnífica cita extraída de la agradable Adiós, hasta mañana de William Maxwell (Libros del Asteroide), que ilustra a la perfección lo que en las últimas semanas hemos defendido por aquí acerca de la tara fundamental del género autobiográfico:

“Lo que solemos (o al menos yo) calificar tranquilamente de recuerdo -en referencia a un momento, escena o hecho sometido a un proceso de fijación que lo rescata del olvido- resulta ser una forma de narración que sucede continuamente en nuestra cabeza y que cambia frecuentemente al divulgarse. Nuestros sentimientos encontrados son tantos que la vida nunca nos resulta del todo aceptable, y tal vez corresponde al narrador reordenar las cosas de modo que se ajusten a tal fin. Lo cierto es que, al hablar del pasado, mentimos a cada paso.”

Adiós, hasta mañana, William Maxwell

Aprovechando, por último, que el Pisuerga pasa por Valladolid, no quiero terminar sin felicitar a las editoriales que integran el grupo Contexto (Libros del Asteroide, Barataria, Global Rythm, Impedimenta, Nórdica, Periférica y Sexto Piso), en tanto que flamantes y muy dignas ganadoras del Premio Nacional a la Mejor Labor Editorial Cultural otorgado por el Ministerio de Cultura.

Enhorabuena.


miércoles, 12 de noviembre de 2008

A RAÍZ DE LA LECTURA DE GUERRA Y LENGUAJE DE ADAM KOVACSICS...

Al comienzo de la muy prescindible adaptación cinematográfica de Los crímenes de Oxford, el Profesor Seldom pronuncia una lección magistral sobre el Tractatus logico-philosophicus de Wittgenstein que cierra con las muy significativas palabras del maestro: “de lo que no se puede hablar, mejor es callar”. Lo que podría parecer un juego de palabras sin mayor importancia, propio de una de esas listas con “útiles” directrices para la vida que cuelgan de los tablones de anuncios de las copisterías, resulta en realidad de la concepción que Wittgenstein tiene del lenguaje.

La lógica del lenguaje es para él representación de la lógica que posee la realidad referenciada, pero mientras que la lógica de la realidad se puede “decir”, la del lenguaje no se puede “decir”; sólo se puede mostrar. “El lenguaje –afirma- no puede decirse a sí mismo.” No es este el lugar para discutir en profundidad tales afirmaciones. Diré tan sólo que, para empezar, más bien creo que es el lenguaje el que imprime lógica a la realidad y no a la inversa; y, para acabar, que la lógica del lenguaje sí se puede “decir”. ¡Vaya que sí! Con el objeto de etiquetar dicho cometido un gran gurú de la lingüística estructural, Roman Jakobson, añadió incluso una nueva función del lenguaje a las ya inventariadas: la función metalingüística, a saber, la del lenguaje que se dedica a explicar el lenguaje.

Pese a todo, entiendo –y en cierto modo, envidio- a Wittgenstein, porque como Hugo von Hofmannsthal, Karl Krauss y Walter Benjamin, y como otros contemporáneos suyos, tenía una visión romántica del lenguaje, marcado con y por una esencia mística, casi divina, indecible. Todos ellos, unos antes y otros después, experimentaron a finales del siglo XIX y comienzos del XX, sobre todo a raíz del estallido de la Gran Guerra, una crisis intelectual vinculada a la incertidumbre sobre la capacidad bien intrínseca –en el caso de Hofmannsthal y el citado Wittgenstein- bien deontológica –en el de Krauss y Benjamin- del lenguaje para referenciar ciertas realidades. A saber, ¿está el lenguaje capacitado de por sí para hablar de determinadas realidades? y en caso afirmativo, ¿debe hacerlo?

Ya hemos dicho lo que opinaba Wittgenstein de “lo indecible”. Hofmannsthal es el autor de “Carta de Lord Chandos o inicio de la modernidad”, todo un hito –al que se vincula, por cierto, el precioso comienzo de este Guerra y lenguaje de Kovacsics- en el que a través de una correspondencia ficticia entre el propio Lord Chandos y Francis Bacon, deja constancia de sus dudas respecto a la palabra:

“Al principio me iba resultando poco a poco imposible discutir sobre un tema elevado o general y llevarme para ello a la boca esas palabras de las que normalmente todo el mundo suele servirse sin reparos. Sentía un malestar inexplicable con sólo pronunciar palabras como ‘espíritu’, ‘alma’ o ‘cuerpo’. En mi interior me resultaba imposible emitir un juicio sobre los asuntos de la corte, los sucesos del parlamento o lo que a usted le parezca. Y ello no por consideraciones de algún tipo, pues conoce usted mi franqueza rayana en la frivolidad, sino porque las palabras abstractas que de forma natural debe usar la lengua para emitir cualquier juicio se me deshacían en la lengua como hongos podridos.”

apud Guerra y lenguaje de Adam Kovacsics

Para Krauss y Benjamin, a su vez, la realidad bélica es “indecible” por una convicción ética: la de que servirse del lenguaje para manifestarse sobre la Gran Guerra –ya sea a favor o en contra- es degradar la lengua; convertirla en mero instrumento. De ahí que Krauss afirme “Quien tenga algo que decir, ¡que dé un paso adelante y calle!”. Se posiciona así el alemán en la otra cara de la moneda que el gran Seymour Glass de Salinger, que en Levantad, carpinteros, la viga del tejado, afirma –según recuerda su orgulloso hermano Buddy- que tras la matanza de la batalla de Gettysburg hubiera sido mucho más sincero por parte de Lincoln adelantarse y agitar el puño ante la multitud que pronunciar su famoso discurso. Para aquel son los hechos los que están de más. Para este, en cambio, las palabras.

Y decía antes que envidio en cierto modo estas posiciones porque soy consciente de que la mía, que no es ni intransferible ni personal, sino que deriva de las bases del estructuralismo y de su patrono Saussure, es mucho más democrática pero también más prosaica. Toda lengua es fruto de la convención y la arbitrareidad. Por más que ocasionalmente la historia de la lengua dé cuenta de uno u otro significante, como un inteligentísimo alumno me objetaba el año pasado en una de las clases más divertidas que recuerdo, en último término, el motivo por el que a un río o montaña les fueron impuestos sus respectivos nombres ancestrales -los que sean- y no otros, es arbitrario. O lo que es lo mismo. No hay nada en la naturaleza del río Erimanto que justifique que sea nombrado y evocado con tal combinación de sonidos. E igual ocurre con todo el corpus léxico –y también morfemático- de las lenguas, que son, en consecuencia, un producto exclusivamente humano. Y puesto que el lenguaje articulado es una capacidad privativa del hombre, desarrollada hace decenas y decenas de miles de años, tenemos todo el derecho del mundo a servirnos de ella para cumplir con sus dos funciones primigenias, la comunicativa y la referencial, a saber, para entendernos con nuestros congéneres y designar, describir y, por supuesto, analizar la realidad que nos rodea, ya sea esta la guerra más vil de las guerras o el supermercado de la esquina. ¿Rebaja tal uso la condición del lenguaje? Ni hablar. Al contrario. Como otras capacidades, cuando no se ejercita, el lenguaje se oxida y hasta se pierde en casos extremos, así que servirnos de él contribuye a que “se realice” como el maravilloso instrumento que es.