martes, 30 de diciembre de 2008

UN ÁRBOL CRECE EN BROOKLYN (BETTY SMITH)


“Un árbol crece en Brooklyn. Algunos lo llaman el árbol del cielo. Caiga donde caiga su semilla, de ella surge un árbol que lucha por alcanzar el cielo. Crece en solares delimitados por tablas entre montones de basura amontonada. Es el único árbol que crece en el cemento. Crece exuberante... sobrevive sin sol, sin agua, hasta sin tierra, en apariencia. Podríamos decir que es bello, si no fuera porque hay tantos de su misma especie.”

Aunque estas palabras ocupan el lugar habitualmente destinado a la dedicatoria del autor o a una inspiradora cita, son de facto el comienzo mismo de Un árbol crece en Brooklyn de Betty Smith. Resultan, al menos, de lo más programático y oportuno, pues “el árbol del cielo” del párrafo recién citado no es sino un símbolo -evidente y predecible, pero no por ello menos lírico y pertinente- de la pequeña Francie Nolan, que como la Mick Kelly de Carson McCullers o la Scout Finch de Harper Lee se merece formar parte del elenco de grandes personajes que en la Historia de la Narrativa Norteamericana han sido.

La pequeña Francie y su hermano Nellie son hijos de Johnny Nolan, marido enamorado y padre cariñoso pero demasiado dado a la botella, y de Katie Rommery, ingeniosa, correosa y pertinaz. Ellos son los Nolan, pobres de solemnidad, que sobreviven a duras penas en el Brooklyn de comienzos del siglo XX. A duras penas y gracias al tesón y al ingenio de Katie, capaz de crear innumerables platos a base de pan duro, de ingeniar una ficción con que entretener a sus famélicos hijos -convertidos cuando no hay comida que llevarse a la boca en exploradores del Polo Norte a los que no termina de llegar el auxilio- y de obligarlos a leer cada noche antes de acostarse una página de la Biblia y otra de las Obras Completas de Shakespeare. Katie no acabó la escuela elemental, sus hermanas y su madre ni siquieran saben leer y escribir pero si algo tienen claro las Rommery es que la educación es el único modo de salir de pobre y de tener acceso a una vida mejor.

Y pese al hambre, al frío, la obligación de trabajar después de la escuela, el orgullo constantemente herido por la brutalidad y la ignorancia de sus vecinos, la pequeña Francie es aún capaz de disfrutar de la vida y de apreciar los pequeños detalles que hacen que esta sea digna de ser vivida. Pues como señala cerca del final de la novela, la felicidad no es algo lejano y abstracto, sino que se consigue mediante cosas concretas y sencillas como un zaguán en el que guarecerse de un aguacero en la compañía adecuada, una taza de café bien amargo o un buen libro que leer en la escalera interior con algunos caramelos al alcance de la mano. Como “el árbol del cielo” atestigua, también hay lugar para la belleza entre la mugre y la pobreza. Así lo siente Francie, lúcida, despierta y orgullosa, y así lo defiende ante un arrogante médico o una profesora de lengua bienintencionada pero terriblemente corta de miras, incapaz de apreciar el verdadero talento:

“- Pero la pobreza, el hambre y la embriaguez son temas desagradables. Todos admitimos que estas cosas existen, pero no se escribe sobre ellas.

- Entonces, ¿sobre qué se escribe? [...]

- Hay que sondear la imaginación en busca de belleza. El escritor, como el artista, debe procurar siempre alcanzar la belleza.

- ¿Qué es la belleza? -preguntó la niña.

- No puedo sugerir una mejor definición que la de Keats: “Belleza es verdad, verdad es belleza”.

[...]

- Esos cuentos son la verdad.

- ¡Qué disparate! -estalló la señorita Garnder. Luego, suavizando su tono, continuó-: Por verdad entendemos cosas como las estrellas que están siempre en el cielo, el esplendor del sol naciente, la nobleza de la humanidad, el amor materno y el amor a nuestra patria -terminó con descendente convicción.

-Ya veo -dijo Francie.”

He aludido más arriba a El corazón es un cazador solitario de McCullers y a Matar un ruiseñor de Harper Lee. Betty Smith nació en el mismo Brooklyn y no pertenece al gótico sureño, pero Un árbol crece en Brooklyn es pariente directo de historias como estas, así como también de las de Eudora Welty e incluso del primer Truman Capote. Pues no sólo está protagonizada por una niña lista, sensible y despierta y tiene una indudable altura literaria, sino que se incardinan en ella de modo indisoluble lo trágico y lo cómico para confirmarnos una vez más que, como en su día concluyera el bueno de Edmundo Dantés, no hay ventura ni desgracia en el mundo sino comparación de un estado con otro y podemos y debemos en esta dura vida “confiar y esperar”.

viernes, 26 de diciembre de 2008

LA INTERPRETACIÓN DEL ASESINATO (JED RUBENFELD): ¿MALA...? NO, PEOR


He dedicado los primeros días de las vacaciones navideñas a la lectura de La interpretación del asesinato de Jed Rubenfeld, que el año pasado fue bastante leída y recibió, al parecer, entusiastas críticas en el ámbito anglosajón. En ella parte el debutante Rubenfeld del viaje que en agosto de 1909, y junto a sus seguidores Jung y Ferenczi, realizó Freud a los Estados Unidos de América y desarrolla a continuación una historia de inquietantes y terribles crímenes que el narrador de la historia, Stratham Younger -o no; luego volveré sobre esto- intentará resolver psicoanalizando a una de las víctimas, la joven y seductora Nora Acton.

A simple vista la trama prometía suspense y entretenimiento fácil pero desde ya digo que si por algo destaca esta novela es por lo mala que es; mala con avaricia. Para empezar, los personajes se multiplican sin orden ni concierto y sin que muchos de ellos cumplan papel alguno en el desarrollo de la trama; tan sólo le restan espacio a aquellos que habrían merecido una mayor dedicación de parte del autor: el de Freud, sin ir más lejos. Las tramas se superponen y se interrumpen unas a otras sin ningún tipo de ilación entre ellas y sin que las secundarias sirvan al desarrollo de la principal. En esta última además el autor juega continuamente al despiste, como en las malas películas de suspense, y multiplica los giros de la historia -cada vez más rocambolescos- para acabar con un final imposible en que se descubren pasadizos secretos, agresiones fingidas, pruebas manipuladas, inversos complejos de Edipo, pederastia, sádicos locos huidos de manicomios de mínima seguridad y, cómo no, una sociedad secreta autodenominada el Triunvirato. Y en esa multiplicidad de tramas hay lugar también para discursos varios con vueltas y revueltas sobre el To be or not to be de Hamlet, envidias intelectuales, o policías y psiquiatras protagonizando en el Hudson una escena al más puro estilo de Silvester Stallone -en Daylight para más señas-.

El autor cambia continuamente el punto de vista sin que ello parezca fruto de una decisión consciente y si bien parece que la narración corre a cargo de Stratham Younger, uno de los protagonistas, este es sustituido en no pocas ocasiones por un narrador omnisciente que saber lo sabrá todo, pero decir dice más bien poco -y mal- y se hace del todo insoportable y sabihondo con sus intentos de dejarnos en suspense cada vez que cambia el foco de su atención. Todos los capítulos se cierran con algo del estilo de “si el policía apostado a la entrada principal hubiera mirado entonces hacia el parque, habría visto al hombre que en aquel momento saltaba la verja...” Y por si todo esto fuera poco, todo ello viene envuelto en una prosa vulgar y prefabricada con lindezas como las que siguen:

1. “Sólo un gentil puede llevar el psicoanálisis a la tierra prometida. Tenemos que lograr que Jung no ceje en su defensa de die Sache. Todas nuestras esperanzas dependen de él.
Lo que Freud dijo en alemán significa la causa. No sé por qué empleó esas palabras Freud, en lugar de las inglesas. Durante varios minutos nadie habló. Empezamos a desayunar. Brill, sin embargo, no comió nada. Se mordía las uñas. Di por supuesto que la conversación sobre Jung había terminado, pero volvía a equivocarme.”
2. “A las diez de aquel viernes por la mañana, un mayordomo recibió el correo de Banwell en el vestíbulo. En un sobre se veía la bonita y curvilínea letra de Nora Acton. Estaba dirigida a la señora Clara Banwell. Por desgracia para Nora, George Banwell estaba aún en casa. Por fortuna, el mayordomo tenía por costumbre llevarle el correo a la señora Banwell en primer lugar, y es lo que hizo aquella mañana. Por desgracia, Clara aún tenía en la mano la carta de Nora cuando entró en el dormitorio su marido.”

Creo que los ejemplos hablan por sí mismos. No me resisto, sin embargo, a comentarlos. El pobre Sigmund no sabrá por qué le han hecho decir die Sache en lugar de la Causa pero a mí se me ocurre una explicación más que plausible y es que el señor Rubenfeld ha querido dejar patente que es un tipo documentado que ha estudiado a base de bien para escribir esta novela. De hecho, insiste sobre su labor de documentación en la pretenciosa nota final, dedicada a separar ficción y realidad y en la que con falsa modestia da las gracias a sus hijas por haber detectado “errores que nadie más supo ver (ya desde la primera página)”. Estoy segura de que así fue, así como de que se dejaron unos cuantos más, quizás por miedo a provocar un drama familiar y a herir la autoestima de su padre. Por cierto que el propio Rubenfeld invita a sus lectores a dejar constancia en la web de la novela de cuantos errores aprecien.

En cuanto a la segunda perla, o Rubenfeld se cree un tipo divertidísimo o no relee lo que escribe, o quizás un poco de cada. Uno de tantos.

Leía ayer en el prólogo de Constantino Bértolo a La cena de los notables (Periférica) que en su opinión lo que vertebra el hecho literario es la responsabilidad, ya se trate de la del autor, del lector, del crítico o del editor. Estoy de acuerdo. Y aunque autor y editor no han cumplido con la suya, yo intentaré cumplir con la mía. Así que por primera vez, no lean, no lean, por favor.

miércoles, 17 de diciembre de 2008

EN LUGAR SEGURO (WALLACE STEGNER)

“No me importa lo que especulen o las respuestas que se den. Vivimos como podemos, hacemos lo que debemos hacer, y no todo se rige por parámetros freudianos o victorianos.”

En lugar seguro, Wallace Stegner

En un momento dado de En lugar seguro de Wallace Stegner (Libros del Asteroide) uno de los personajes cita vagamente a Henry James:

“Henry James dice en algún sitio que si tienes que tomar notas sobre cómo te ha impresionado una cosa, lo más probable es que no te haya impresionado.”

Antoni Marí afirma, a su vez, en el prólogo a La figura de la alfombra del propio James (Impedimenta) que no hay ningún lenguaje capaz de hacer comprensible la verdad del arte, de exponer con conceptos sus ideas, ni de sustituir la obra por su comentario.” Cierto es -¡por suerte!, aunque ello me lleve a cuestionarme el “para qué” de este lugar- y no porque esté tarado el lenguaje por una incapacidad intrínseca o deontológica de referencia, como hace algún tiempo discutíamos por aquí a propósito de Guerra y Lenguaje de Kovacsics, sino porque por mucho que racionalicemos los logros y deméritos de esta o aquella obra de arte, en último término el arte y la literatura de verdad apelan a algo que está más allá de la razón, que es mucho más visceral y primario.

Se preguntarán Vds. qué es lo que justifica tan densa y abstracta obertura. Pues bien, la secuencia que da respuesta a su pregunta es la siguiente: 1.- he leído En lugar seguro de Wallace Stegner; 2.- me ha impresionado; 3.- no sé del todo por qué. Intentaré, no obstante, aventurar unos cuantos porqués no con la intención de descifrar la clave del enorme talento de Stegner, ni mucho menos de ofrecer un pobre sucedáneo en forma de comentario o reseña -¡nada más lejos!-, sino simplemente para invitarles a leer esta redonda y rotunda historia de amistad protagonizada por dos matrimonios, los Morgan -Larry y Sally- y los Lang -Sid y Charity- durante unas cuantas décadas del pasado siglo XX.

Humildes y, sobre todo, desarraigados, los Morgan llegan a Madison (Wisconsin) en plena Gran Depresión. En el mismo Departamento de Literatura que Larry trabaja Sid Lang, un carismático profesor -no tan buen académico- casado con Charity, embarazada como Sally. Pero si los Morgan son humildes y no tienen familia en que ampararse, los Lang ni siquiera necesitan trabajar para vivir y cuentan con una amplísima familia radicada en lo mejor de Vermont, Nueva Inglaterra. La simetría es absoluta y la atracción entre ambos matrimonios instantánea. Identidad y contraste. La amistad es inevitable. Y no se trata de una amistad efímera o superficial sino de la amistad por la que aboga Cicerón en su Laelius, de amicitia (22), en otros tiempos traducido por todos los estudiantes de Letras en su primer año de Universidad:

“Y no hablo ahora de la común o la mediocre, aunque esta también agrada y resulta útil, sino de la auténtica y acabada, como fue la de muy pocos. Pues la amistad vuelve más espléndidas las circunstancias favorables y, las adversidades, al compartirlas, las hace más llevaderas.”

He mencionado antes la simetría interna de la novela, que va mucho más allá de lo dicho, por cierto. Dicha simetría es refrendada por la estructura externa. En lugar seguro se abre y se cierra en Vermont, en el tiempo real de la narración. Entremedias, recuerdo, recuerdo y más recuerdo, de incomparable viveza y con su inevitable punto de invención, por supuesto. El recuerdo es, de hecho, el motor narrativo de la novela. Y más concretamente se trata del recuerdo de Larry, el narrador con más talento del grupo, llegado a Vermont junto con Sally para reunirse por última vez con Sid y Charity, aquejada de un cáncer terminal. Nihil novum sub sole, es cierto. La muerte de un amigo o inminencia de la misma ha sido con frecuencia detonante de este tipo de historias. Mutatis mutandis, pienso ahora en The Big Chill de Lawrence Kasdan (1983), en Los amigos de Peter de Kenneth Branagh (1992) o en Las invasiones bárbaras de Denys Arcand (2003).

¿En qué radica pues el mérito de En lugar seguro de Wallace Stegner? En su rotundidad y sinceridad, en la viveza, encanto y carisma de sus cuatro protagonistas, a los que cualquiera querría tener por amigos -y que conste que yo no tengo queja de los míos; al contrario-, en la elegancia y contención con que el autor escribe sobre uno de los mayores dones de la vida, la amistad, y, para no extenderme más, en imborrables escenas como la que cierra la historia.

Pero esto es sólo lo que yo digo. Lo que Vds. deberían hacer es apresurarse a leer. Así que una vez más, corran, corran... y lean, lean... por favor.

miércoles, 10 de diciembre de 2008

SHANGRI-LA: DERIVAS Y FICCIONES APARTE

“Alegres hijos del placer, el mar, la húmeda patria, nos ha mecido haciéndonos dichosa la vida.”

Allan Cunningham

Desde El Arrecife de Donovan y por obra y gracia de Max y Lemmy, nuestros bravos y cada vez más esforzados capitanes, acaba de arribar a puerto Shangri-La tras una larga singladura. Si yo fuera Vds. no me perdería la nueva entrega del cuaderno de bitácora, que incluye la Carpeta Memoria/s de Auschwitz, en la que esta humilde grumete que desde aquí les escribe ha tenido el honor de participar.

Lean, lean... aquí.




lunes, 8 de diciembre de 2008

Y POR FIN... LINCOLN (GORE VIDAL)

Ha querido la casualidad que termine de leer Lincoln de Gore Vidal en estos días en que Barack Obama se prepara para la toma de posesión del próximo mes de enero y en que conmemoramos solemnemente la forja de nuestra Constitución y la Declaración Universal de los Derechos Humanos, que cumplirá 60 años el próximo miércoles 10 de diciembre. Seguramente ha sido esta misma acumulación de efemérides y las inquietantes aunque previsibles noticias sobre los vuelos ya-no-tan-secretos de la CIA las que han inspirado la columna titulada “Degradante” con la que Manuel Vincent cerró la última edición dominical de El País. En ella se cuestiona Vincent la actualidad, o mejor, la vigencia, de logros como el habeas corpus del Derecho Romano, la Carta Magna de Juan Sin Tierra -tan denostado por el imaginario colectivo, Robin Hood mediante-, la Declaración de Independencia y la Constitución de los Estados Unidos de América, entre otros.

Y me parece una coincidencia porque, para empezar, Lincoln llegó al poder, como Obama, prometiendo ser un presidente “del pueblo, por el pueblo y para el pueblo”. Si este se fogueó de joven entre los estratos más desfavorecidos y marginales de Chicago y ha repetido hasta la saciedad que su máxima preocupación no es Wall Street sino Main Street, aquel y su círculo alimentaron largo tiempo la imagen de hombre sencillo, quasi paleto de Kentucky, trabajador del ferrocarril. Y, para seguir, porque si Lincoln ha pasado a la historia rodeado de la muy digna y envidiable aura de Gran Libertador -no en vano fue el responsable último de la proclama de emancipación por la que se liberó a los esclavos del Sur durante la Guerra de Secesión; por los motivos equivocados, me temo, como luego veremos- lo cierto es que al menos a tenor de la novela que aquí nos ocupa, nunca fue oro todo lo que tanto relucía. Como, por otro lado, suele suceder.

La novela de Gore Vidal está por entero dedicada, desde su mismo título, rotundo y absoluto, al bíblico presidente, al Viejo Abe, al Tycoon, a Lincoln. Arranca con su clandestina y nocturna llegada a la insalubre, crispada y mayoritariamente secesionista Washington y termina con su teatral asesinato -nunca mejor dicho- a manos de John Wilkes Booth, “el astro más joven de América”, poco después del término de la cruentísima guerra y de la al fin lograda reelección.


Entremedias se entrega el autor a la ardua tarea de desmontar una leyenda, la del Gran Libertador, para descubrir al hábil político y al pertinaz hombre, cuyo compromiso para con la Unión -una e indisoluble- y no la abolición de la esclavitud, como tiende a sugerirse, le llevó a arrastrar a su país a una terrible guerra civil; y como suele suceder en circunstancias excepcionales como una guerra de tal calibre, a suspender indefinidamente el habeas corpus, la libertad de prensa y... a proclamar la emancipación de los esclavos de la Confederación ante el casus belli, es decir, a liberar a los esclavos del Sur para evitar que lucharan contra el ejército yanki; no por una convicción moral.

De hecho, uno de los principales obstáculos a los que el Anciano tuvo que hacer frente durante su administración fue la oposición interna de los miembros más radicales de su partido -el Republicano-, los abolicionistas, que como Samuel Chase, creían en la necesidad de la abolición de la esclavitud por encima de los trastornos económicos que esta pudiera suponer y en dicha abolición como objetivo primordial de la guerra.

Lincoln es, como reza su contraportada (Edhasa, 2006), una novela histórica de gran calado. Es cierto que por momentos resulta excesiva y repetitiva y que en el último tercio de la novela es demasiado obvio y un tanto pueril el andamiaje con el que Vidal nos conduce al asesinato. Hoy día el dónde y el cómo del asesinato de Lincoln a manos de John Wilkes Booth, actor de segunda, forma parte del imaginario colectivo y, más que ayudar al desarrollo de la trama, molestan al lector los comentarios sobre la agilidad con la que Booth trepaba al balcón de Julieta en las representaciones de Shakespeare; porque se advierte que tan sólo intentan prepararnos para el momento en que Booth salte desde el palco presidencial al escenario rompiéndose un tobillo y gritando sic semper tyrannis! Decía que es cierto que Lincoln tiene alguna que otra tara de estilo y algún problemilla estructural, pero no lo es menos que el resultado es más que notable y que, al despejar el aura legendaria con el que se suele rodear a esta gran figura, Gore Vidal no hace sino abundar en la idea de la falibilidad humana y de la caducidad de ciertos grandes logros, lastrados con frecuencia por el enorme peso de haber sido buscados y conseguidos por los motivos equivocados.




sábado, 22 de noviembre de 2008

INTERREGNO (II)

He estado últimamente bastante atareada cumpliendo con los compromisos contraídos con los buenos amigos de Shangri-La, por lo que he descuidado un tanto este lugar. Acabo de iniciar además la lectura de la inmensa Lincoln del Sr. Vidal -y me refiero a Gore Vidal, por supuesto; no vaya a haber confusiones-, así que es probable que aún tarde un tiempo en volver a publicar algo por aquí.

Entretanto y para que no nos olviden, les dejo con una magnífica cita extraída de la agradable Adiós, hasta mañana de William Maxwell (Libros del Asteroide), que ilustra a la perfección lo que en las últimas semanas hemos defendido por aquí acerca de la tara fundamental del género autobiográfico:

“Lo que solemos (o al menos yo) calificar tranquilamente de recuerdo -en referencia a un momento, escena o hecho sometido a un proceso de fijación que lo rescata del olvido- resulta ser una forma de narración que sucede continuamente en nuestra cabeza y que cambia frecuentemente al divulgarse. Nuestros sentimientos encontrados son tantos que la vida nunca nos resulta del todo aceptable, y tal vez corresponde al narrador reordenar las cosas de modo que se ajusten a tal fin. Lo cierto es que, al hablar del pasado, mentimos a cada paso.”

Adiós, hasta mañana, William Maxwell

Aprovechando, por último, que el Pisuerga pasa por Valladolid, no quiero terminar sin felicitar a las editoriales que integran el grupo Contexto (Libros del Asteroide, Barataria, Global Rythm, Impedimenta, Nórdica, Periférica y Sexto Piso), en tanto que flamantes y muy dignas ganadoras del Premio Nacional a la Mejor Labor Editorial Cultural otorgado por el Ministerio de Cultura.

Enhorabuena.


miércoles, 12 de noviembre de 2008

A RAÍZ DE LA LECTURA DE GUERRA Y LENGUAJE DE ADAM KOVACSICS...

Al comienzo de la muy prescindible adaptación cinematográfica de Los crímenes de Oxford, el Profesor Seldom pronuncia una lección magistral sobre el Tractatus logico-philosophicus de Wittgenstein que cierra con las muy significativas palabras del maestro: “de lo que no se puede hablar, mejor es callar”. Lo que podría parecer un juego de palabras sin mayor importancia, propio de una de esas listas con “útiles” directrices para la vida que cuelgan de los tablones de anuncios de las copisterías, resulta en realidad de la concepción que Wittgenstein tiene del lenguaje.

La lógica del lenguaje es para él representación de la lógica que posee la realidad referenciada, pero mientras que la lógica de la realidad se puede “decir”, la del lenguaje no se puede “decir”; sólo se puede mostrar. “El lenguaje –afirma- no puede decirse a sí mismo.” No es este el lugar para discutir en profundidad tales afirmaciones. Diré tan sólo que, para empezar, más bien creo que es el lenguaje el que imprime lógica a la realidad y no a la inversa; y, para acabar, que la lógica del lenguaje sí se puede “decir”. ¡Vaya que sí! Con el objeto de etiquetar dicho cometido un gran gurú de la lingüística estructural, Roman Jakobson, añadió incluso una nueva función del lenguaje a las ya inventariadas: la función metalingüística, a saber, la del lenguaje que se dedica a explicar el lenguaje.

Pese a todo, entiendo –y en cierto modo, envidio- a Wittgenstein, porque como Hugo von Hofmannsthal, Karl Krauss y Walter Benjamin, y como otros contemporáneos suyos, tenía una visión romántica del lenguaje, marcado con y por una esencia mística, casi divina, indecible. Todos ellos, unos antes y otros después, experimentaron a finales del siglo XIX y comienzos del XX, sobre todo a raíz del estallido de la Gran Guerra, una crisis intelectual vinculada a la incertidumbre sobre la capacidad bien intrínseca –en el caso de Hofmannsthal y el citado Wittgenstein- bien deontológica –en el de Krauss y Benjamin- del lenguaje para referenciar ciertas realidades. A saber, ¿está el lenguaje capacitado de por sí para hablar de determinadas realidades? y en caso afirmativo, ¿debe hacerlo?

Ya hemos dicho lo que opinaba Wittgenstein de “lo indecible”. Hofmannsthal es el autor de “Carta de Lord Chandos o inicio de la modernidad”, todo un hito –al que se vincula, por cierto, el precioso comienzo de este Guerra y lenguaje de Kovacsics- en el que a través de una correspondencia ficticia entre el propio Lord Chandos y Francis Bacon, deja constancia de sus dudas respecto a la palabra:

“Al principio me iba resultando poco a poco imposible discutir sobre un tema elevado o general y llevarme para ello a la boca esas palabras de las que normalmente todo el mundo suele servirse sin reparos. Sentía un malestar inexplicable con sólo pronunciar palabras como ‘espíritu’, ‘alma’ o ‘cuerpo’. En mi interior me resultaba imposible emitir un juicio sobre los asuntos de la corte, los sucesos del parlamento o lo que a usted le parezca. Y ello no por consideraciones de algún tipo, pues conoce usted mi franqueza rayana en la frivolidad, sino porque las palabras abstractas que de forma natural debe usar la lengua para emitir cualquier juicio se me deshacían en la lengua como hongos podridos.”

apud Guerra y lenguaje de Adam Kovacsics

Para Krauss y Benjamin, a su vez, la realidad bélica es “indecible” por una convicción ética: la de que servirse del lenguaje para manifestarse sobre la Gran Guerra –ya sea a favor o en contra- es degradar la lengua; convertirla en mero instrumento. De ahí que Krauss afirme “Quien tenga algo que decir, ¡que dé un paso adelante y calle!”. Se posiciona así el alemán en la otra cara de la moneda que el gran Seymour Glass de Salinger, que en Levantad, carpinteros, la viga del tejado, afirma –según recuerda su orgulloso hermano Buddy- que tras la matanza de la batalla de Gettysburg hubiera sido mucho más sincero por parte de Lincoln adelantarse y agitar el puño ante la multitud que pronunciar su famoso discurso. Para aquel son los hechos los que están de más. Para este, en cambio, las palabras.

Y decía antes que envidio en cierto modo estas posiciones porque soy consciente de que la mía, que no es ni intransferible ni personal, sino que deriva de las bases del estructuralismo y de su patrono Saussure, es mucho más democrática pero también más prosaica. Toda lengua es fruto de la convención y la arbitrareidad. Por más que ocasionalmente la historia de la lengua dé cuenta de uno u otro significante, como un inteligentísimo alumno me objetaba el año pasado en una de las clases más divertidas que recuerdo, en último término, el motivo por el que a un río o montaña les fueron impuestos sus respectivos nombres ancestrales -los que sean- y no otros, es arbitrario. O lo que es lo mismo. No hay nada en la naturaleza del río Erimanto que justifique que sea nombrado y evocado con tal combinación de sonidos. E igual ocurre con todo el corpus léxico –y también morfemático- de las lenguas, que son, en consecuencia, un producto exclusivamente humano. Y puesto que el lenguaje articulado es una capacidad privativa del hombre, desarrollada hace decenas y decenas de miles de años, tenemos todo el derecho del mundo a servirnos de ella para cumplir con sus dos funciones primigenias, la comunicativa y la referencial, a saber, para entendernos con nuestros congéneres y designar, describir y, por supuesto, analizar la realidad que nos rodea, ya sea esta la guerra más vil de las guerras o el supermercado de la esquina. ¿Rebaja tal uso la condición del lenguaje? Ni hablar. Al contrario. Como otras capacidades, cuando no se ejercita, el lenguaje se oxida y hasta se pierde en casos extremos, así que servirnos de él contribuye a que “se realice” como el maravilloso instrumento que es.

jueves, 30 de octubre de 2008

LOS HECHOS: AUTOBIOGRAFÍA DE UN NOVELISTA (PHILIP ROTH)

“En el péndulo de la autoexposición, que oscila entre el mailerismo agresivamente exhibicionista y el salingerismo secuestrado, diría que yo ocupo una posición intermedia, tratando en plaza pública de resistirme tanto al cotilleo gratuito como al pavoneo, sin hacer del secreto y la reclusión un fetiche demasiado santo.”
Los hechos: autobiografía de un novelista, Philip Roth
Hace ya unos cuantos meses hablé en otro lugar y a propósito de la magnífica Sale el espectro de Philip Roth acerca de la ingenuidad de las lecturas que identifican el “yo” de una narración con su autor. En aquella novela criticaba Roth con crudeza y con razón el reduccionismo biográfico al que tiende la crítica “de una manera absolutamente estúpida” y el “popular apetito de secretos”. Extraña pues a primera vista, y bastante, que el mismo Roth sea el autor de una obra como Los hechos: autobiografía de un novelista, recientemente publicada en España por Seix Barral (septiembre, 2008), pero de hace ya un par de décadas.

Si lo único que a un lector debe importarle de un novelista es su ficción, como ha repetido hasta la saciedad por medio de Zuckermann, ¿por qué escribir una autobiografía? Roth ha de justificarse, sobre todo ante el propio Zuckermann, su genial “hombre de paja”, a quien condenó a la incomprensión y soledad, al rechazo por parte de los suyos, haciéndole escribir y publicar Carnovsky, para la que en vano reclamó Zuckermann la condición de ficción, de mentira –“que dice la verdad”, pero mentira al fin y al cabo-:
“¿Por qué reclamar ahora la visibilidad biográfica, sobre todo teniendo en cuenta que me educaron en la creencia de que la realidad independiente propia de la ficción es lo único verdaderamente importante, y que los escritores deben permanecer en la sombra?”
(ibidem)
La primera respuesta que Zuckermann recibe en el brillante prólogo –que, como decía el otro día, debería convertirse desde ya en lectura obligatoria de todo curso de teoría y crítica literaria- es un afán de desficcionalizarse, de desmitologizarse, de presentar el mero esqueleto de su vida. Y esa es la tarea que emprende -o más bien dice emprender- aun consciente de que
“los recuerdos del pasado no son recuerdos de los hechos, sino recuerdos de tu imaginación de los hechos. Hay algo ingenuo en un novelista como yo cuando habla de presentarse ‘sin disfraz’ y de describir la vida sin la ficción.”
(ibidem)
Y tanto que sí. Desde el momento en que emprende uno la tarea de contar, de narrar, aunque sea lo realmente acaecido, o lo que uno recuerda como tal, necesariamente manipula. Para empezar y sin ir más lejos, porque selecciona; más aún si encima se trata de contar la propia vida y uno tiene “la preocupación de no causar daño directo”. Como Zuckermann le recrimina a su autor:
“Aquí intentas que pase por franqueza lo que a mí más bien me parece la danza de los siete velos: lo que está en la página es como la contraseña de algo que falta.”
(ibidem)
Pese a todo, Roth se pone manos a la obra y nos entrega unos cuantos episodios de su vida: su infancia en Newark en el seno de un caluroso hogar judío; sus años de universidad; su tormentosa relación con “la chica de sus sueños”; sus desencuentros con la comunidad judía... Y aunque el resultado es un relato cálido y nostálgico, muy agradable de leer, carece de la fuerza de los relatos del otro Roth, el creador de ficciones a las que arroja sin piedad a Zuckermann y en las que hay lugar para lo inadmisible y lo bochornoso, que pueden mostrarse y percibirse en su plenitud. Así se lo dice Zuckermann en el también brillante epílogo:
“Querido Roth:
Dos veces he leído el manuscrito. Ahí va la franqueza que me pides: no lo publiques; te sale mucho mejor escribir sobre mí que informar ‘escrupulosamente’ sobre tu propia vida.”
(ibidem)
Así que volvamos al comienzo: ¿por qué ha escrito Philip Roth una autobiografía? Pues para jugar un poco con nosotros, lectores más o menos ingenuos, y demostrar mediante el contraste con el resto de su obra que cuando de decir la verdad se trata, la ficción es mucho más eficaz. Recuperando de nuevo el colofón de Andrés Neumann a su columna en el Babelia, “no hay nada más sincero que un personaje que nos cuenta quiénes somos”. Y si unos cuantos lectores se han formado en el camino una idea equivocada sobre Roth autor, ¿qué más da? Más a su favor. Habrá cumplido su trabajo de creador de ficciones. Habrá engañado a unos cuantos.
“Claro está que proyectar al mundo unos personajes esencialmente imaginarios de personalidad maníaca, constituye una incitación a que se te malinterprete. Pero el hecho de que algunas personas se equivoquen y no tengan ni idea de quién eres o dejas de ser no me sugiere que tengas que enmendarles la plana. Es exactamente lo contrario: debes considerar un éxito haberlos llevado a esas falsas conclusiones; eso es lo que se supone que debe hacer la ficción.”
(ibidem)

jueves, 23 de octubre de 2008

POR SUS OBRAS LOS CONOCERÉIS

Ha querido la casualidad que esta semana haya leído unas cuantas afirmaciones más que lúcidas e inteligentes sobre la ficción y la autobiografía. Para empezar, las contenidas en Los hechos de Philip Roth, pretendida autobiografía de la que espero poder escribir aquí en breve. Especialmente reseñables son su prólogo y epílogo, en los que el simpar Zuckermann toma la palabra, y cuya lectura debería ser obligatoria para todo estudiante de filología y crítica literaria; o mejor, para todo lector que no quiera pecar de ingenuo.

Para seguir, el “Querido personaje” con el que Andrés Neuman mejoró el Babelia del pasado sábado, 18 de octubre. Su columna comienza bien:
“Que la presencia del yo en la escritura dependa del empleo de la primera persona me parece una de las mayores simplificaciones que han campado por los desiertos del debate literario. La dicotomía entre primera y tercera persona es falsa: cualquier personaje imaginario puede esconder a un álter ego, igual que un monólogo íntimo puede basarse en artificios ficcionales.”

Y aún termina mejor:

“No hay nada más sincero que un personaje que nos cuenta quiénes somos.”

En el mismo número del Babelia la inefable Joyce Carol Oates presenta la autobiografía como “memoria semificcionalizada” siguiendo la misma línea del prolífico genio de Newark –y de nuevo me refiero a Roth, por supuesto-.

Así que hoy me han chirriado aún más, si cabe –y sí, sí cabe- muchas de las cosas escuchadas en el encuentro que Margaret Atwood, galardonada con el Premio Príncipe de Asturias de las Letras, ha protagonizado en la Biblioteca de Humanidades de la Universidad de Oviedo. Y no fue “la Margaret Atwood”, como por accidente se refirió a ella el Rector en la presentación de la presentación, la responsable de las tonterías allí dichas, aunque me pareció un tanto forzada su insistencia en ganarse al público a base de bromas como “¿Es demasiado extremista afirmar que la mujer es un ser humano?”. No, los responsables de los dislates fueron las profesoras y doctorandas que con ella compartieron estrado, algunos de los pocos asistentes que tuvieron la oportunidad de participar en el coloquio y los intérpretes –“lector veroz” y “repagar” fueron algunas de las perlas de las que tomé nota- encargados de la traducción simultánea.



El retorcido, malintencionado y agramatical por contrario a la economía lingüística “queridas colegas y colegas masculinos” con que abrió el acto la entrevistadora principal, profesora de Filología Inglesa y responsable del programa sobre Estudios de género de nuestra Universidad, no auguraba nada bueno y se convirtió en presagio de lo que estaba por venir. Y será verdad que la feminidad es una constante de la obra de Atwood, pero no la única. De hecho, si por algo destacaban las tres piezas que leyó la autora –“Asesinato en la oscuridad”, “La tienda de campaña” y un ingenioso monólogo de Gertrudis, madre de Hamlet- es por la metaficción, piedra angular de la narrativa contemporánea más actual. Sin embargo, buena parte de los presentes insistieron en preguntar sobre lo femenino: “¿Hay esperanza para las mujeres como género?”. En fin... La Atwood, todo hay que decirlo, mantuvo el tipo y respondió muy sensatamente rechazando la generalización, afirmando la individualidad de las mujeres y preguntando a su vez “¿esperanza de qué? ¿a qué estado de cosas quiere Vd. llegar?”.

Y es que además de por su parcialidad, que conculca, por cierto, la vocación universal del arte en general y de la obra literaria en particular, la mayoría de las intervenciones pecaron de intelectualismo y de un abuso de abstracción e interpretación. Otras, en cambio, caían en el tópico –“¿Qué consejo le daría al escritor novel?”- y la obviedad: “¿Han influido su biografía y su bagaje de lecturas en su obra? Y si es así, ¿cuál es el hecho de su biografía que más la ha marcado como escritora?” Una vez más, en fin... Como la propia Atwood contestó muy sensatamente, nadie, salvo el mayor de los egotistas, es capaz de hacerse esa pregunta ante un espejo.

Con todo, la novelista comenzó su intervención con un breve recorrido por su biografía, desde su nacimiento en la muy muy grande Canadá –tan grande, dijo, que se pueden dibujar las islas británicas en uno de sus lagos-, donde la naturaleza es hostil y los errores se pagan con la muerte –hasta dio consejos sobre descenso de aguas rápidas y protocolos a seguir en caso de que uno tenga la desgracia de quedar atrapado con el coche en las densas nieves norteñas- hasta su primera firma de libros en la sección de tienda de ropa interior masculina de unos Grandes Almacenes.

Si de alguna manera esos orígenes condicionan su obra, afirmó la autora, es porque le enseñaron a ser práctica y pragmática. Ese pragmatismo se hallaba tras su brillante denuncia de la irrealidad de la banca, pura convención humana basada en algo tan relativo como la confianza. Uno de los mejores momentos del encuentro, de hecho, fue el del símil que estableció entre la banca mundial y la escena del Peter Pan de Barrie en la que se insta a los niños a aplaudir y a aplaudir si creen en las hadas, para que estas sigan existiendo.

Y ese mismo pragmatismo, añado yo ahora recuperando de nuevo al Roth de Los hechos, es el principio de “todo suceso auténticamente imaginario”, que “empieza por abajo, en los hechos, en lo específico, no en lo filosófico ni en lo ideológico ni en lo abstracto”. Las Crónicas de Narnia de C. S. Lewis surgieron de la imagen de un fauno –el futuro Sr. Tumnus- merendando un bocadillo de sardinas al abrigo de un acogedor fuego y el mismo Harold Pinter afirmaba que sus personajes, simbolizaran lo que simbolizaran, nunca nacían como representaciones alegóricas sino de un contexto concreto y particular.

Así las cosas, poco puede aportar a la lectura de la obra el interrogatorio directo del lector al autor. Me he dedicado hasta aquí a cuestionar las preguntas que se le formularon a Margaret Atwood y alguien me podrá preguntar con malicia qué le hubiera preguntado yo. La respuesta es nada. Absolutamente nada.

El otro día decía Lentitud en su casa que no le importaba la biografía de un autor al margen de cuatro o cinco datos para contextualizarlo y que prefería quedarse con “la mejor y más perfecta mentira que nos ofrece y deja un escritor: sus textos.” Amén a eso. Yo soy de su mismo credo. De hecho y sin que sirva de precedente, ya que nos estamos poniendo religiosos, citemos los Evangelios (Mateo 7, 15) para revestirnos de autoridad: “Por sus obras los conoceréis”. Como añadía Lentitud, “todo lo demás sobra”. “Son puñetas estilo David Copperfield”, que diría el bueno de Holden Cauldfield.


viernes, 17 de octubre de 2008

COMEDIA DE ALLÍ Y DE AQUÍ


Llevo ya cierto tiempo intentando “limpiar” mi librería. Y no me refiero aquí a quitar el polvo, acabar con la carcoma y, aún peor, sus parásitos. Recuérdenme, por cierto, que les cuente algún día acerca de los tormentos que por aquí sufrimos por culpa de unos bichejos semejantes a hormigas cuyo nombre científico es scleroderma domesticum y que en mi familia reciben desde tiempos remotos el más apropiado nombre de “abisinios” –por sus resonancias guerreras, por supuesto; ¡cómo pican los condenados!-. No. Cuando hablo de “limpiar” mi librería me refiero a dar cuenta de todos esos libros que se van acumulando durante meses e incluso años sin que les prestemos la debida atención: regalos o compras que dejamos para más adelante por escasez de tiempo o, sobre todo, por aquello del “ahora mismo no me apetece leerlo”.

Total, que después de la ballardiana El Imperio del Sol, me he dedicado esta semana a un par de lecturas más ligeras y cómicas, como son 1. Trapos sucios de David Lodge y 2. El asombroso viaje de Pomponio Flato de Eduardo Mendoza, que llevaban algún tiempo acumulando polvo por aquí.

1. No descubro nada nuevo al decir que David Lodge es uno de los más destacados autores cómicos –y no sólo cómicos, a tenor de su estupenda ¡El autor, el autor!- de las letras inglesas contemporáneas. Sus divertidas tramas ambientadas en el abotargado mundo académico, protagonizadas por sufridos profesores universitarios de no demasiados escrúpulos, son una buena terapia para momentos de agobio y –por exageradas que parezcan- permiten al lector hacerse una idea cabal de los vicios que acechan hoy día en cualquier departamento universitario que se precie: mezquindad, vanidad, arribismo, venalidad, endogamia, ignorancia, pereza... La lista es larga -y la vida breve-.

En Trapos sucios las víctimas de Lodge no son los académicos, sino escritores y periodistas. Sus pecados, eso sí, son los mismos. Pues esta pequeña novela adaptada a partir de una pieza teatral homónima, también de Lodge, es una sátira inteligente y de agradable lectura sobre el frágil y desmesurado ego de los escritores, su vanidad e inseguridad, y sobre los excesos del periodismo cultural –o no tanto- de los últimos tiempos. Y no hay para mucho más, la verdad. Es ligera y divertida pero también intranscendente, pese a los exultantes comentarios de su contraportada.

2. Mejor me lo he pasado, en cambio, con El asombroso viaje de Pomponio Flato de Eduardo Mendoza, una divertidísima parodia de la novela clásica de detectives que resulta ser una “precuela” evangélica y que juega con las posibilidades cómicas del anacronismo sin caer en los excesos de los Monty Python y su Vida de Brian, por ejemplo. Y ello lo adereza Mendoza con muy ágiles y desternillantes diálogos salpicados de referencias al mundo clásico –a su mitología, a su filosofía, a su literatura e historia- bien traídas y llevadas –lo que visto el panorama actual es una muy notable virtud- y en ningún caso postizas.

Saben Vds. lo que se opina por aquí acerca de la narrativa contemporánea anglosajona y la española, pero como bien dice el Pomponio Flato de Mendoza, “a ninguna regla le faltan excepciones”, así que en esta ocasión y, sin que sirva de precedente, me quedo con la comedia de aquí antes que con la de allí.

domingo, 12 de octubre de 2008

EL IMPERIO DEL SOL (J. G. BALLARD)

Creo que fue Max Aub quien dijo que “uno es de donde hace el bachillerato” y seguramente no andaba muy desencaminado. Pero ¿qué ocurre si precisamente en esa etapa crítica en que nos consolidamos como las personas que seremos, con los intereses a los que nos dedicaremos y los amigos de los que nos rodearemos se nos priva de las tan necesarias certezas y seguridades y se nos arroja a un mundo ambiguo, violento y hasta entonces inimaginable? Eso es lo que le ocurre a Jamie por obra y gracia de la Guerra del Pacífico.

Un día, tan sólo un día –el que siguió al Día de la Infamia; el del bombardeo de Pearl Harbour, ya saben- le basta a Jamie para comprobar la fragilidad del mundo de privilegios que sus padres han construido para él en la zona inglesa del Shanghai ocupado por los japoneses. Tan sólo unas horas bastan para derribar la centenaria jerarquía por la que los ingleses mandan y los chinos obedecen servilmente. Así que cuando, accidental y definitivamente separado de sus padres, recibe la bofetada del ama china de su amigo Patrick, Jamie tiene la certeza de estar pagando ya por algo que él mismo o bien alguno de sus semejantes ingleses ha hecho. Es tiempo de guerra y la guerra poco se parece a las épicas escenas en blanco y negro proyectadas en los cines de Shanghai. No hay buenos y malos –o al menos no se los reconoce con facilidad; de hecho, Jamie admira la disciplina, abnegación y valentía de los japoneses- ni es fácil escoger el bando propio. Menos aún en el caso de Jamie –llamémosle Jim, su nombre de guerra, a partir de ahora-, todo un desarraigado; no sólo por haber sido violentamente separado de sus padres, sino porque la única patria que ha conocido, el Shanghai colonial de bombones de licor, mazurcas de Chopin, piscinas, fiestas y colegios de pago, ha desaparecido y ha sido sustituido por otro donde la propia vida está en peligro por el simple hecho de poseer una bicicleta; y porque Inglaterra, la tan mentada Inglaterra, no es para Jim más que un nombre mítico de tan mágicas asociaciones como Avalon o Camelot.




Pese a todo, pese a la novedad, la ambigüedad, la violencia, la incertidumbre y el desamparo, pese a todo ello, digo, Jim se construye su propio hogar en la frágil seguridad del campo de prisioneros del aeródromo de Lunghua al que es enviado, rodeado de tan diferentes “maestros” como el abnegado Dr. Ransome, el frágil Sr. Maxted, o, sobre todo, el sibilino, pragmático y cínico Basie, de quien aprende el difícil y moralmente ambiguo arte de la supervivencia. Es este último quien le muestra a Jim –casi siempre a su costa; la de Jim, digo- aquello que se ha dado en llamar la “universidad de la vida”. Así que el “bachillerato” de Jim, su hogar –por retomar los términos de Max Aub-, es la guerra. Él mismo se empeña en recordar con nostalgia sus primeros años en el campo de prisioneros. No es de extrañar, por tanto, su reticencia a aceptar el fin de esta tras la epifánica –en la novela, me refiero- explosión de Nagasaki.

Con dicha explosión se inaugura una nueva parte de la novela, más ballardiana que el resto, en la que el entorno se percibe más amenazador si cabe –y sí, sí cabe- y todo, contemplado a través de los febriles ojos de un Jim cada vez más resignado a la propia muerte, aparece difuminado por la acción de ese sol de blanca luz que todo lo ilumina y a todos deslumbra –la bomba nuclear- y desdibujado por la acción del agotamiento, el hambre, la sed, la arena y el polvo, la sangre y el pus. En ese nuevo mundo que la bomba nuclear ha inaugurado, sin embargo, algunas certezas mantienen su vigencia y el hombre, como anunciara Plauto y parafraseara Hobbes, sigue siendo un lobo para el hombre.