sábado, 31 de diciembre de 2011

EL CONTABLE HINDÚ (DAVID LEAVITT)

Hace unos cuantos otoños, cuando las exigencias del Alma Mater Ovetensis me llevaron a estudiar e intentar enseñar sánscrito, leí no recuerdo dónde que el aprendizaje memorístico de esta lengua, flexiva y compleja hasta decir basta -ocho tipos de presente, cinco tipos de aoristo, ocho casos cuyas desinencias juegan a disfrazarse por aquello del sandhi o fonética sintáctica, etc.-, predisponía la mente de los niños hindúes de tal modo que no era de extrañar que tantos de ellos resultaran luego genios en cálculo mental.

El contable hindú,
de David Leavitt, se ocupa de uno de los más célebres: Srinivasa Ramanujan, llegado al Trinity College de Cambridge a principios del s. XX por mediación del gran Hardy, para, combinando el genio autodidacta de uno y la educación más tradicional del otro, hallar una demostración -o intentarlo, al menos- a la hipótesis de Riemann sobre los números primos. Quien desde aquí les escribe se ha sentido, sin embargo, parcialmente estafada. Para empezar, porque por mucho que se enuncie en el título y se anuncie a bombo y platillo en la contraportada, Ramanujan no es el verdadero protagonista de esta historia. Es más, su retrato es poco menos que deficiente. Su genio puede afirmarse una y otra vez pero no se nos demuestra y el lector no acaba de percibir dónde se halla su grandeza. Para seguir, porque el autor no ahonda en la relación entre Hardy y Ramanujan, ocupado el primero en perseguir a cuanto efebo le sale al paso por el campus y el segundo en hacerse con los ingredientes necesarios para cocinar un buen rasam o sopa de lentejas y en afrontar la enfermedad que terminaría por acabar con él.

Le falta nervio a esta novela. Y no por la falta de sustancia de los mimbres con los que se ha construido. Los conflictos académicos, sentimentales, sexuales, políticos de los personajes que comparecen en la trama bien habrían dado para construir una historia épica, pero Leavitt parece haberse despistado en su afán por mostrar una y otra vez cuán gay era Hardy. Y no es la primera vez. Una pena, pues.

martes, 27 de diciembre de 2011

LA JUGUETERÍA ERRANTE (EDMUND CRISPIN)

Dice una de las solapas de la cuidadísima edición que Impedimenta ha hecho de La juguetería errante que su autor, Edmund Crispin, sentía antipatía por las novelas policíacas psicológicas y realistas. Se le nota. El escenario de esta deliciosa, elegante y frívola historia clásica de detectives es un arcádico Oxford poblado de tipos dignos de las historietas de Woodehouse: inocentes, divertidos, pintorescos, inofensivos y un tanto anacrónicos. Hasta los villanos, aunque asesinen movidos por un móvil tan viejo y gastado como es la avaricia, parecen salidos de una partida de Cluedo. En un momento dado, hasta se nos obsequia con un plano que sitúa a cada uno de los sospechosos en una habitación distinta y la peculiar pareja de detectives que protagoniza esta historia no sólo tendrá que desvelar el quién, sino el cómo y el dónde, pues, como fácilmente puede deducirse del título, el lugar del crimen es móvil. Lo dicho, una partida de Cluedo, ese clásico de la infancia que todos deberíamos recuperar para las tardes de invierno. Si, además, los encargados de hallar la solución al enigma son un Catedrático de Lengua Inglesa del Alma Mater oxoniense y un poeta en busca de emociones fuertes, dignos herederos del Peter Wimsey de Dorothy L. Sayers, la diversión, al más puro estilo británico, está asegurada. Así que háganme Vds. caso y lean, lean.



domingo, 18 de diciembre de 2011

SORBED MI SEXO: UN TRAYECTO A LAS VIDAS DE PAUL BOISSEL (MILO J. KRMPOTIC)

“Pues en eso consiste la infancia, de ello se nutre. La credulidad y una ristra de miedos que en nuestra mano estará superar.”

Sorbed mi sexo, Milo Krmpotic

He vuelto a hacerlo. Hace cosa de año y medio justifiqué mi flagrante violación del teórico código deontólogico del crítico amparándome en la cronología relativa del asunto -primero la elogiosa crítica, luego la amistad- en una entrada dedicada a Las tres balas de Boris Bardin. Aquí estoy de nuevo. No hay en esta ocasión excusa que valga, pues Sorbed mi sexo es obra no ya de Milo J. Krmpotic, sino de mi buen amigo Milo. ¿Qué fue del tantas veces repetido mantra de “los lectores no deberían conocer a los escritores”? Dirán algunos de Vds. Adiós a la objetividad del crítico, protestarán otros quizá. Si lo desean, pueden borrarme de su lista de Favoritos o Marcadores, pueden citarme como ejemplo de compadreo o golpearme con ejemplares del New Yorker, si así lo prefieren. El caso es que este es un blog personal, mi blog, y que me apetece dejar constancia aquí de un par de cosillas a propósito de esta novela. [Fin de la captatio benevolentiae]

Digamos, para empezar, que el estilo de las novelas de Milo J. Krmpotic es, por momentos, muy exigente; demasiado, quizá, en los comienzos. En cuanto levanta las cubiertas, el lector se choca con un muro de prosa alambicada, abigarramiento de tropos y sintaxis algo dislocada por una puntuación un tanto inusual. Se lo dije en su momento, creo. Me sobran comas y me faltan puntos. La rotunda y redonda peripecia narrada en Las tres balas… compensaban el esfuerzo. En esta ocasión, eso sí, la recompensa se hace de rogar, pues Sorbed mi sexo presenta una estructura fragmentaria y, aunque ésta es un acierto, si se considera a la luz del conjunto, todo resulta, de inicio, un tanto farragoso.

Superada esa barrera, sin embargo, se encuentra el lector con una broma metaliteraria trabada mejor que bien, en la que el propio Milo interviene como biógrafo entregado a la causa de uno de esos Artistas totales, torturados y geniales, bendecidos o malditos por un don: Paul Boissel. Y si el primer tercio de la novela mueve con frecuencia a la risa, pronto se halla el lector inmerso en un registro bien distinto, el de la melancolía y la amargura. No podía ser de otra manera, dado el desesperado, castrante e inevitable acto final. Es cierto que la novela se halla todo el tiempo al borde del abismo de lo inconexo y deslavazado, pero el funambulista nunca llega a perder pie. Por cierto que la cronología del final, al tiempo que cumple su papel en el juego metatextual, ayuda a dotar de estructura al conjunto.

Terminemos diciendo que, aunque esta lectora prefiere, de lejos, la estructura clásica y más redonda de Las tres balas de Boris Bardin, ha disfrutado, reído -y sí, también llorado- con esta Sorbed mi sexo, su predecesora, novela compleja y exigente, sí, pero también sofisticada, divertida y conmovedora.

Me ha gustado, Milord.


martes, 6 de diciembre de 2011

DEADEYE DICK (KURT VONNEGUT)

“We all see our lives as stories, it seems to me, and I am convinced that psychologists and sociologists and historians and so on would find it useful to acknowledge that. If a person survives an ordinary span of sixty years or more, there is every change that his or her life as a shapely story has ended, and all that remains to be experimented is epilogue. Life is not over, but the story is.”

Deadeye Dick

Kurt Vonnegut

Sucede algo curioso con las novelas de Kurt Vonnegut. Ya traten de la carnicería de Dresde, de un propagandista nazi, de una invasión alienígena o de cómo la Humanidad se extinguió como tal como resultado del azar y un proceso evolutivo de lo más darwiniano, resultan de lo más terapéutico. Por más que el panorama del que partan sea de lo más desolador y resulte este casi siempre de la zafiedad de nuestros congéneres, tienen el innegable y paradójico mérito de reconciliarnos con la especie humana, como uno termina por aceptar y querer a la oveja negra de la familia. Y todo ello sin incurrir en sentimentalismos y cursilerías kitsch tan en boga en los estantes de Autoayuda. Háganme caso. Olvídense de los Coelho, Bucay y Byrne y lean a Vonnegut.

¿Cómo lo consigue? Con una prosa sencilla, directa, clara y honrada y sirviéndose casi siempre de un narrador que cuenta “a toro pasado”, cuando el conflicto, cualquiera que este fuera, ya se ha resuelto, apocalipsis mediante. Y cuando ya no hay nada que podamos hacer… ¿para qué vamos a preocuparnos? Menos aún por las nimiedades que, con frecuencia, nos quitan el sueño. Si desde una perspectiva interestelar o geológica no somos más que polillas efímeras que pronto vuelven a ser una mota indeferenciada de la Nada, ¿de verdad tienen sentido nuestros desvelos? No, no lo tienen.

La perspectiva de los narradores vonnegutianos es la de la voz de un Epílogo, la del intérprete de la peripecia, no la de sus protagonistas. Y así, esta Deadeye Dick, historia de un “hombre neutro” cuya vida comenzó y terminó siendo niño el día en que por un accidente inevitable del Destino se convirtió en asesino, se vuelve una suerte de Poética de la ficción de nuestro admirado hoosier. Lean, si no, el párrafo que abre esta entrada. Eso sí, en esta ocasión, por más que una bomba de neutrones haya borrado del mapa a los, por lo general, mezquinos habitantes de Midland City (Ohio), y que el conflicto esté más que resuelto al inicio de la historia, cuesta más de lo habitual alcanzar esa paz de espíritu que antes les mencionaba. Las chispas de Humanidad y Humanismo que habitualmente iluminan la prosa de este grandísimo autor, son escasas. Quizá porque al término de la narración el fantasma de Will Fairchild está aún buscando su paracaídas y porque, como explicita el propio protagonista, Rudy Waltz, vivimos aún en la Edad Oscura:

“You want to know something? We are still in the Dark Ages. The Dark Ages -they haven’t ended yet.”

En cualquier caso, Vds. lean. Olvídense de los gratuitos juicios de carácter que estos días pueden leerse en las páginas de The Guardian y lean a Vonnegut por favor.