domingo, 1 de diciembre de 2013

EL ÚNICO Y VERDADERO REY DEL BOSQUE (IBAN BARRENETXEA)



Resguardada bajo la manta del frío y la oscuridad burgalesa y a la cálida luz de la lámpara -no tengo aquí chimenea que complete la estampa invernal, qué se le va a hacer-, dedico la tarde del domingo a El único y verdadero rey del bosque, magníficamente editada por A buen paso, con la que Iban Barrenetxea confirma que no solo es un brillante ilustrador, sino que además se maneja a las mil maravillas como prosista, al menos en las distancias cortas. Así lo demostró con los chispeantes párrafos descriptivos que acompañaban a su herbario-bestiario Bombástica Naturalis y con el posterior El cuento del carpintero.
 
La historia del talentoso Firmín y del belicoso Von Bombus era un perfecto ejemplo, además, de que, cuando de contar una historia se trata, los pelos en la lengua y la tiranía de lo políticamente correcto no son buenos compañeros de viaje. Una buena historia necesita de conflicto, por más que sus destinatarios sean niños. Barrenetxea es más que consciente de ello y en sus textos, como en los cuentos populares o en los mejores títulos de Roald Dahl, hay cabida para cierta crueldad, la muerte -no se me asusten, tampoco en demasía- y humor negro en grandes dosis. 



En la misma línea abunda El único y verdadero rey del bosque. Se sitúa su peripecia en un brumoso bosque de abedules poblado por fabulosos seres como el gigante Magnus, tres cuervos chivatos, a los que una prácticamente consigue oír graznar, y un avispado y saleroso zorro, dispuesto a demostrar su valía y a salvar la vida de las torpes tentativas de caza de tres torpes hermanos. La recurrencia del tres, la personificación de zorro, cuervos, gallo y gallinas, el castigo o la retribución de malos o buenos comportamientos, etc. nos sitúan con claridad en el ámbito de la literatura didáctica, pero ¡ojo! no en la línea de los intragables y zafios textos redactados ad hoc para niños y jóvenes, que hasta incluyen en sus contraportadas etiquetas que identifican la moralina; ¡nada más lejos! la fábula de Iban Barrenetxea entronca, más bien, con los jugosos textos de Esopo y Fedro, pero, aderezada con influencias de los hermanos Grimm, y narrada con un estilo luminoso y alegre que recuerda al ya citado Dahl, resulta condenadamente divertida y es todo un regalo para los ojos y los oídos.
 
Así que Vds. ya saben. Señoras y señores, niñas y niños, lean, lean a Iban Barrenetxea.

Post Scriptvm: Esta reseña opta a los premios Libros y Literatura 2013, cuya web se enlaza aquí mismo y cuyas bases, las del concurso, pueden consultarse haciendo ‘click’ en el banner inferior.

http://www.librosyliteratura.es/premios-libros-yliteratura-2013.html

viernes, 29 de noviembre de 2013

EL REY DE LOS TEJONES (PHILIP HENSHER)



Hace ya unos cuantos años que los amigos de Libros del Asteroide se dedican a darnos a conocer en cuidadísimas ediciones a joyas de las letras como Wallace Stegner o Robertson Davies, a cuya recopilación de Cuentos de fantasmas, por cierto, no puedo esperar para hincar el diente. Se añade ahora a la nómina el británico Philip Hensher, al que hasta El rey de los tejones conocía tan solo por un magnífico artículo de The Guardian, del que procede la estupenda cita que pueden leer a la derecha bajo el lema de "Se dice por ahí..."

Es esta una novela de personajes, en la que la desaparición de China, una niña de 8 años, le da una excusa al autor para trazar un agudo, preciso, irónico y lúcido retrato del aparentemente apacible, ético y estético pueblecito de Hanmouth. Solo en apariencia, claro está, pues la pandilla de biempensantes viudas, reputados profesores, fanáticos de la patrulla vecinal, bohemios artistas y dueños homosexuales de tiendas de delicatessen, no son lo que aparentan. No es un punto de partida novedoso, cierto es, y el planteamiento inicial es sorprendentemente similar al de la fallida Una vacante imprevista de J. K. Rowling, pero donde esta se hundía en el fárrago del tópico, la superficialidad y un esquema demasiado evidente, El rey de los tejones de Hensher sorprende y vuela alto; muy alto, de hecho. Lo consigue merced a sus agilísimos diálogos y a una caracterización brillante, así como a un gran talento en el manejo del tempo narrativo y de la comicidad. Y es que esta novela con título de cuento para niños puede contener, en efecto, secuestros y abusos y tratar males de la vida moderna como la falta de privacidad o la soledad pero resulta también condenadamente divertida. 

Aquí les dejo por hoy, amigos míos, no sin antes recomendarles como acostumbro que, por supuesto, lean, lean a Philip Hensher.


jueves, 7 de noviembre de 2013

OPERACIÓN DULCE (IAN MCEWAN)



Nunca he sido gran defensora de aquello de “bien está lo que bien acaba”, quizá porque me parece tan solo una variante optimista y bienintencionada del muy expeditivo “el fin justifica los medios”. Sí estoy conforme, en cambio, al menos en lo que a literatura se refiere, con un posible corolario del primero, “mal está lo que mal acaba”. Y es que, como dijo ya hace más de dos milenios el maestro Aristóteles, un mal final es capaz de hundir en la miseria cualquier historia, por mucho que esta haya podido ofrecer. Viene esto a propósito de la última novela de McEwan, Operación Dulce, sobre la que, como mi buen amigo Milo Krmpotic’, llevo algunos días vacilando. 

El caso es que, como me suele suceder con las novelas de McEwan, disfruté de lo lindo; al menos con tres cuartos de la misma, una historia más o menos clásica de espionaje de segunda fila que participa de unos cuantos loci de la Bildungsroman y puede leerse también como una trama nupcial. ¡Ahí es nada! Está esta protagonizada por Serena Frome en los primeros ’70, cuando las traiciones de Burgess y MacLean -aprovecho, por cierto, para recomendarles la magnífica serie The Hour, cómo no, firmada por la BBC- sonaban ya un tanto lejanas y el país se paralizaba por las primeras huelgas mineras. La misión de Serena puede parecer y, de hecho, es, un tanto peregrina: reclutar para la Operación Dulce -claro está, sin que este lo sepa-, a Tom Haley, un escritor incipiente que colabore, junto con otros autores, en la campaña anticomunista del MI5. Lo pasé como los indios, es cierto, hasta su mismo final, donde el autor peca, creo, de ingenuo y comodón y se sirve de un cierre idéntico al de una novela previa. Y hasta aquí puedo leer... El caso es que, por repetido, el final se convierte en una ruptura de la ilusión poética y en un atentado en toda regla contra el pacto de ficción y el lector reacciona con enfado y, por bien que se lo haya pasado por el camino, se siente casi casi tan estafado como si todo hubiera sido un sueño... 

miércoles, 23 de octubre de 2013

EL VINO DE LA JUVENTUD (JOHN FANTE)



Leía estos días El vino de la juventud de John Fante y en sus relatos de inmigrantes italianos y filipinos de primera o segunda generación, de violentos albañiles frustrados por la incapacidad de realizar su trabajo, de pícaros monaguillos que negocian con su conciencia y de estrictas monjas de escuela, capaces tan solo de suavizarse por el talento demostrado con el bate o el guante de béisbol, reconocía todo aquello que me hizo engancharme sin remedio tiempo ha a una de las tradiciones narrativas más vivas y potentes que en el mundo son y han sido, la de las barras y estrellas.

Así que Vds. ya saben, si quieren disfrutar de pequeñas dosis concentradas de lo mejor de una literatura que ha alumbrado a Bellow y a Roth, a Salinger y a Vonnegut, a Sherwood Anderson y Richard Ford, a Updike y Lorrie Moore, lean, lean a John Fante.


domingo, 6 de octubre de 2013

EL LIBRO DE LOS PEQUEÑOS MILAGROS (JUAN JACINTO MUÑOZ RENGEL)



Por más que la distinción entre fondo y forma resulte de lo más práctico en el ámbito escolar -¿quién no ha hecho un comentario de texto intentando responder a las cuestiones “¿qué dice?” y “¿cómo lo dice?”- quien desde aquí les habla lleva ya unos años convencida, desde que leyó Contra la interpretación de Susan Sontag, para más señas, de que tal distinción no es del todo real. Según lo veo yo, no solo el estilo sino también el formato, el continente, condicionan la recepción y la interpretación de lo leído. No en vano, no son pocas las veces que he visto cómo una anotación marginal, una mala puntuación o la falta de una cursiva han generado interpretaciones fallidas sobre el contenido de este o aquel manuscrito medieval.
Viene esto a propósito de la preciosa e impecable edición que Páginas de Espuma ha hecho de El libro de los pequeños milagros de Juan Jacinto Muñoz Rengel, con guardas volantes de color verde, a juego con la portada y un par de ilustraciones del interior; con un índice de lo más prolijo que juega a ser analítico y a presentar el volumen como un texto de consulta; y con un título y un subtítulo de lo más descriptivos, plasmados en forma de triángulo invertido que, al margen de la ligereza de este librito, vienen claramente inspirados por los de aquellos magníficos volúmenes in folio y encuadernados en piel presentes en las bibliotecas más venerables de los sabios más reputados. 
¡Forma, forma, forma...! protestarán Vds. ¿Y el contenido qué? Y yo les digo que la forma, amigos míos, encaja a la perfección con esta colección de piezas presentadas con acierto como bestiario y colección de prodigios, que trascienden las pocas líneas en que están narrados y enfrentan al lector con un mundo de realidades subvertidas donde tienen cabida la metaficción, una insuperable y minimalista historia de la escritura, el terror, las más irresolubles paradojas, la gran falacia del antropocentrismo, la sátira teológica, la nostalgia y, no es sorprendente en el autor de la descacharrante El asesino hipocondríaco, la ironía y el humor.
Es cierto que, como es habitual en colecciones tan heterogéneas, algunas piezas no están a la altura del resto -“Razones” resulta de lo más simplón y “Love doll” parece demasiado inspirada por un chiste leído en Huérfanos de Brooklyn de Jonathan Lethem- pero El libro de los pequeños milagros es una obra singular y original que, salvando las distancias, hace justicia en espíritu y ejecución a los Vonnegut o Perucho que la inspiran. Ahí es nada.

Lean, lean...