domingo, 16 de marzo de 2014

LA UTILIDAD DE LO INÚTIL (NUCCIO ORDINE)



Se lo decía ya en otro formato hace no demasiado tiempo. Todo estudiante de Humanidades que se precie se verá obligado a contestar, antes o después, a la, al parecer, inevitable pregunta de “para qué”. En estos tiempos de pragmatismo extremo en que todo el mundo parece moverse por el mantra de la inmediatez y el dichoso emprendimiento, aquellos que nos movemos en los márgenes de la “inutilidad”, vivimos de modo perpetuo en el filo de la navaja, no ya de la incomprensión y del desdén, sino de la misma extinción. Lean, si no me creen, el texto de la inminente lomce y comprueben el papel residual que concede, como migajas en el mantel, a materias como Música, Educación Plástica, Filosofía y, por supuesto, Latín y Griego. Peor aún, en el borrador de Real Decreto que se publicó hace unos meses, se incluyen supuestas justificaciones de tales materias que, en el mejor de los casos, provocan la carcajada y, en el peor, vergüenza ajena. Y es que, por más que nos empeñemos, la Historia de la Filosofía, amigos míos, poco o nada tiene que ver con el emprendimiento pero, al igual que el estudio de las lenguas clásicas, estructura la mente y satisface la curiosidad intelectual. Entre otras cosas. A mí me basta. Lástima que a los tecnócratas del Ministerio y las Consejerías que en el mundo están no.

Así las cosas, la lectura de un ensayo como La utilidad de lo inútil de Nuccio Ordine (Acantilado, 2013), así como la del ensayo de Abraham Flexner que incluye como apéndice, proporcionan el alivio que ofrece una cara amiga y cómplice entre desconocidos hostiles y ofrecen, sobre todo, una batería de argumentos y anécdotas relevadoras en defensa de la investigación básica, las disciplinas humanísticas y artísticas. Para que se hagan una idea, cuenta, por ejemplo, cómo ya en los siglos iv-iii a. C., Euclides, el célebre matemático, tuvo que sufrir que un alumno le preguntara para qué servían sus teoremas. Euclides, al parecer, llamó a un esclavo y le ordenó que le diera una moneda a tan insolente alumno, ya que, al parecer, “este necesitaba obtener un beneficio de lo que aprendía”. Ahí queda eso. Llevamos ya un par de milenios en las trincheras, así que Vds. pertréchense bien y lean, lean a Nuccio Ordine. Yo, entre tanto, iré preparando la cartera.


viernes, 7 de marzo de 2014

EL REGRESO DE TITMUSS (JOHN MORTIMER)



Hace ya unos cuantos años que llegan a las librerías buenas noticias en forma de las coloridas y cuidadas ediciones de Libros del Asteroide. Gracias a ellos hemos podido disfrutar en castellano del genial Robertson Davies, el soberbio Wallace Stegner, la ácida Ann Beattie, entre otros, y, desde el año pasado, John Mortimer. Precisamente este último es el autor de El regreso de Titmuss, que trae de vuelta a algunos de los pintorescos pobladores del Rapstone de Un Paraíso inalcanzable, sobre la que aquí les hablamos hace algún tiempo.


El tiempo ha pasado y aquel niño relamido, chivato y antipático que hizo carrera en el partido conservador durante el thatcherismo más férreo y que se convirtió en el sorprendente beneficiario del testamento del párroco socialista del pueblo, se halla mejor que bien situado en el Ministerio de Territorio, Urbanismo y Fomento. Como maniobra para atraer a Jenny Sidonia, futurible esposa, adquiere la mansión de Rapstone Manor. Los especuladores, sin embargo, esperan su momento para convertir la mansión, el pueblo y su salvaje reserva natural en un adocenado parque temático rodeado de parkings y centros comerciales. Lo que sigue, claro está, es el conflicto de intereses entre la tradición y las raíces, por un lado, y las neoliberales convicciones políticas, por otro; no muy acusado, eso sí, pues El regreso de Titmuss es, ante todo, una comedia, donde el otrora repelente Titmuss casi llega a caernos simpático y donde todos acaban consiguiendo, más o menos, aquello que se merecen. 

En el camino vuelve a brillar Mortimer como un gran pintor de caracteres, a los que trata a un tiempo con afecto y sin piedad y ello redunda, faltaría más, en diversión a raudales para el lector. De hecho, a quien desde aquí les habla poco más le queda por decir salvo el no por consabido menos entusiasta ¡lean, lean!