domingo, 30 de enero de 2011

WUTHERING HEIGHTS (EMILY BRONTË)

“Proud people breed sad sorrows for themselves
Wuthering Heights
Emily Brontë

Ocurre frecuentemente con los clásicos que una cree conocerlos sin haber siquiera abierto sus tapas o visto el reparto inicial. Una escucha los títulos de Casablanca y Cantando bajo la lluvia y cree saber de qué tratan sólo por ser capaz de recitar el “Tócala, Sam” o el “Siempre nos quedará París” o por haber visto a Gene Kelly saltando y volando de felicidad bajo un señor chaparrón; igual que todo el mundo sabe que el Quijote era ese tipo tan tocado del ala que confundió un grupo de molinos con una recua de gigantes. E inevitablemente una prejuzga. Sólo después, cuando da un paso más allá, si es que lo da, comprueba que Casablanca no es sólo una historia de amor, sino también una entretenidísima y emocionante peripecia con lugar para la intriga y, sobre todo, muy nobles sentimientos; que Cantando bajo la lluvia no es un musical bobalicón más, sino una brillante y chispeante muestra de arte y talento capaz de subirle la moral a cualquiera en horas bajas; y que las bondades del Quijote, por supuesto, abarcan mucho más que un par de episodios simpáticos.

Que ¿a qué viene todo esto? a que he dedicado las noches de estas últimas tres semanas a leer las Cumbres borrascosas de Emily Brontë y comprobado, en fin, que la imagen que de ella tenía era resultado de un simple y vulgar prejuicio. De hecho, lo más seguro es que no la hubiera leído siquiera, si no hubiera sido por E., compañera de instituto, “zuritos” y excursiones, con quien, mientras andábamos perdidas por el bosque –y esto no es una licencia poética, créanme-, discutí hace algún tiempo sobre las bondades de Emily Brontë y Jane Austen. Se alineaba ella del lado de la primera y yo de la segunda pero, cuando ella me reconoció que sólo había leído Mansfield Park y no Emma u Orgullo y Prejuicio, me tocó a mí aceptar que no había leído Cumbres Borrascosas. Sí, sabía que era la tortuosa historia de amor imposible entre Heathcliff y Cathy en el tormentoso páramo inglés, pero se me antojaba poco más que una historia sentimentaloide y cursi típica del xix.

Nada más lejos, como he tenido ocasión de comprobar tras leerla en la preciosa edición –en inglés, por supuesto; ¿adivinan de qué da clase?- que me regaló a la vuelta de las Navidades. Y, sí, Cumbres borrascosas es la tortuosa historia de amor imposible entre Heathcliff y Cathy, pero nada hay en ella de cursi o sentimentaloide. Al contrario, si exceptuamos las volubles efusiones de Cathy Jr., que, por otro lado, bien caro acabará pagando, todo se calla y se enquista de un modo perverso en esta historia de locura, culpas y faltas heredadas, más cercana a una tragedia griega que a la literatura romántica, o peor, rosa, con la que tan a menudo y tan injustamente se la vincula. Y es que con su torrente de tumultuosas emociones –calladas y por eso mismo más intensas-, sus parajes tormentosos y desolados, sus personajes al límite o bastante más allá de la locura y, es inevitable, su conveniente ración de tisis, Cumbres borrascosas es antes Romántica que romántica y es, en fin, un clásico por derecho propio que merece, como los más arriba citados, ser leído a fondo, al margen de la pátina que los prejuicios de unos y otros le hayan atribuido. Así que, como ya les recomendé en alguna u otra ocasión, esperen una buena noche de tormenta o temporal –hoy mismo pueden-, acomódense en el sofá junto a la calefacción y bajo una buena manta y, por supuesto, lean, lean Cumbres borrascosas.

viernes, 21 de enero de 2011

INTERREGNO (XI): UNA DE LENGUA

Mi padre, que me conoce bien y debe andar un tanto preocupado por lo desatendido que he tenido este lugar durante las últimas semanas, me envió ayer un pequeño pero dañino panfleto, editado por el Instituto Asturiano de la Mujer, dedicado, cómo no, a eso que en los últimos tiempos ha dado en llamarse “el lenguaje no sexista”. Y una, que desde siempre ha sido una hija obediente e intuye que lo que su señor progenitor pretende es provocar precisamente esta reacción, aprovecha la coyuntura para poner un par de puntos –y alguna que otra tilde, ya verán- sobre las íes.

Ya se imaginarán que el susodicho panfleto abunda en la idea de que se hace necesario luchar contra la invisibilidad del género femenino y hacer presentes a las mujeres a base de recursos varios como la utilización de dobletes –os/-as, abstractos y términos genéricos en lugar del, dicen ellos, masculino. Les pondría por aquí una muestra pero tal panfleto tiene 14 carillas a todo color –calculen ahora el gasto del Gobierno del Principado de Asturias-, y estoy cansada. Sé, en cualquier caso, que se hacen una idea. Seguro que el bárbaro “miembros y miembras” de Bibiana Aído resuena aún en sus oídos.

Pues bien, al margen de que en el ya famoso panfleto se emplee repetidamente “lenguaje” donde debería utilizarse “lengua”, la mayor parte de sus recomendaciones están viciadas por un gravísimo error de principio, como es la confusión entre género gramatical y género léxico. Me explico. Este último viene motivado por el carácter inanimado o animado del referente y, en este último caso, por su sexo masculino o femenino. Para que nos entendamos, la palabra “mujer” tiene género léxico femenino porque su referente es del sexo femenino, en tanto que la palabra “varón” tiene género léxico masculino porque su referente es de dicho sexo. La palabra “mesa”, a su vez, tiene género léxico inanimado porque es un ente inerte. El género gramatical, por su parte, no tiene por qué coincidir con el léxico, como bien verán con un par de ejemplos. Porque, vamos a ver... ¿por qué la mesa y la silla y la pared y una piedra son femeninos, en tanto que el sillón, el sofá, el monte, etc., son masculinos, si son seres inanimados? O ¿por qué en alemán “la muchacha” –das Mädchen- es de género neutro, como atestigua su artículo y die Kätze, el gato, es femenino? Pues porque una cosa es el género léxico, coincidente con el sexo, o ausencia del mismo, de su referente y otra el género gramatical. Y este último, amigos míos, lo determina tan sólo la concordancia con el artículo o adjetivo. O sea, que “mesa” es femenino porque concuerda con la forma femenina del artículo y del adjetivo, al margen de que su referente sea inanimado y, llegando por fin al quid del asunto, “miembro” tiene género gramatical masculino porque concuerda con formas masculinas, pero puede aplicarse a referentes de sexo masculino o femenino. Lo mismo vale para otras palabras como “concejal” o incluso “profesor”, “niño”, etc. en determinados contextos. En una oración como “El gremio de los profesores está muy descontento”, “profesores” no se aplica tan sólo a los docentes de sexo masculino. Una cosa es que su género gramatical –el que determina la concordancia, insisto- sea masculino y otra que no pueda –que sí puede- aplicarse también a referentes de sexo femenino. Así que cuando decimos, a lo Ibarretxe, “ciudadanos y ciudadanas”, “vascos y vascas”, “trabajadores y trabajadoras”, gastamos saliva en vano y atentamos de paso contra uno de los primeros principios de la lengua: la economía lingüística.

Se va haciendo tarde y no quiero resultar pesada pero con todo lo anterior no estoy negando la existencia de usos sexistas de la lengua –que no del lenguaje-. Haberlos haylos, pero no están en la gramática sino en el léxico; y tan sólo porque este sirve para representar el mundo. Lo sexista no es que se diga “los políticos” sin especificar la existencia de mujeres entre los designados. Lo sexista es que hombre público signifique ‘político’ y mujer pública ‘prostituta’; y que Zapatero sea Zapatero, Rajoy sea Rajoy y, en cambio, la ministra de Exteriores sea Trini.

Así lo veo yo, al menos. Y lo que también veo yo es que resulta vergonzoso que un panfleto intitulado “Cuida tu lenguaje, lo dice todo”, presente en su primera página una falta de ortografía:

“Cuando el documento es abierto y no se sabe quien [sic] es la persona concreta a la que nos referimos conviene reflejar las dos posibilidades: El/La Jefe/Jefa del Servicio, La Directora/El Director.”

Lo dice todo, ciertamente. Para empezar, que el redactor de turno no ha detectado que “quién” introduce una oración sustantiva interrogativa indirecta y que, como tal, debe llevar tilde o acento gráfico. En fin... es el signo de los tiempos, supongo. Ahora les dejo. Espero haberles convencido. Volveré pronto, espero, para tratar de temas más agradables, menos densos pero no menos tormentosos. Pues si les tengo un tanto abandonados últimamente no es por mi labor de lingüista justiciera, sino porque ando más que entretenida por las borrascosas cumbres del páramo inglés de Emily Brontë.

¡Ya he acabado, papá!

domingo, 9 de enero de 2011

LAS VARIACIONES BRADSHAW (RACHEL CUSK)


Dice la contraportada de Las variaciones Bradshaw de Rachel Cusk que su estructura “recuerda a las famosas variaciones Goldberg de Bach”. Francamente, se me escapa el símil. Lejos, muy lejos quedan ya las clases de piano de la infancia y tengo tan solo un vago recuerdo de dichas variaciones, salido, además, de Hannah y sus hermanas de Woody Allen. A lo que sí me ha recordado esta novela es a la narrativa de Virginia Woolf; a Las Olas, más en concreto, pues cada capítulo adopta el punto de vista de un miembro de la familia –sensu lato- Bradshaw, que interpreta pequeños episodios domésticos y cotidianos de un modo un tanto exaltado. Y como le ocurre con frecuencia a la narrativa de Woolf, también la prosa de Cusk se resiente aquí de cierto exceso de densidad y pretenciosidad, pese a la indudable elegancia del conjunto. Cusk sabe sobreponerse, de hecho, a la amenaza del melodrama televisivo casi al final de la pieza, sorteando el peligro con sobriedad y con humor. ¿Les había dicho ya que es inglesa?

jueves, 6 de enero de 2011

POBRE GEORGE (PAULA FOX)

“La gente se amolda a sus posibilidades –dijo la señora Palladino-. Eso no es lo mismo que cambiar”

Pobre George

Paula Fox

Llevo poco más de tres meses en esto de la enseñanza secundaria y mantengo aún intacta la ilusión. Soy de natural optimista, también en lo que se refiere al futuro de nuestros bachilleres. Entiendo, sin embargo, que el de profesor puede ser un oficio de lo más frustrante. Créanme, la impermeabilidad de nuestros adolescentes puede llegar a desesperar al más paciente de los Jobs. Es entonces cuando, con suerte, un alumno con una sensibilidad especial, inteligente o, al menos, más intuitivo que el resto de sus compañeros, puede erigirse en tabla de salvación del docente. Pero... ¿y si no hay tal? ¿si esa inteligencia no es más que mera proyección de nuestros deseos? Entonces el panorama es de lo más desalentador y lo que debería y puede llegar a ser un trabajo estimulante se vuelve mera mecánica y rutina, como todo lo demás.

Tal es lo que le ha ocurrido a George, profesor de Literatura en una escuela privada de Nueva York y dedicado a sobrellevar una vida anodina en compañía de una mujer que nunca le ha gustado, atendiendo las intempestivas emergencias de su hermana mayor y asistiendo a fiestas de vecinos adocenados a los que, es natural, no soporta. La historia de George es la ya universal historia del burgués desencantado del extrarradio, llámese este Babbit –epónimo de uno de los tipos literarios más importantes del pasado siglo xx- o Harry ‘Conejo’ Armstrong.

Justo a tiempo aparece en su vida Ernest, díscolo adolescente, desahuciado por el sistema, que entretiene su tiempo allanando las fincas del barrio de George. En un impulso altruista, o no tanto, según se mire, este último sustituye la esperable llamada a la policía por la sorprendente oferta de ayudar al chico con sus estudios, para pasmo e incomprensión de todos sus conocidos. Lo que sigue no es, sin embargo, el relato amable y generoso de una salvación mutua, sino que Pobre George toma bien pronto un rumbo bien distinto, el del cinismo y el desengaño, que conducen a un catártico final, digno en lo formal de aparecer en todo manual de teoría literaria y rebosante de justicia poética. Así que, aunque probablemente no sea esta la mejor de las opciones para comenzar el año ni para estados carenciales, lean; cuando puedan y quieran, faltaría más, lean.




domingo, 2 de enero de 2011

EL PÁJARO ESPECTADOR (WALLACE STEGNER)

“Seguridad, dice Karen Blixen con desdén. A ella le fastidia oxidarse sin gruñir cuando lo que quiere es relumbrar por el uso. Finge que pensar su vida en palabras, eso que la ha convertido en una figura internacional, tiene menos sustancia que la vida de acción que vivió en otros tiempos. En todo caso, al final volvió a casa. Incluso en ella persisten los ecos de la tortuga y el caracol; acarrea la seguridad sobre sus espaldas. La seguridad es un deseo humano... legítimo -¿no es así?- y el hogar, dice el viejo hombre sabio Robert Frost, es el lugar donde, cuando uno llega, es acogido.”

El pájaro espectador

Wallace Stegner

Con la salvedad, quizá, de Cicerón, si es que como tal puede ser considerado, nunca he disfrutado de la lectura de los clásicos del estoicismo. De hecho, recuerdo el estudio de Séneca como una de las tareas más pesadas de mis años de estudiante de Filología Clásica. Y ello, pese a que me identifico con buena parte de su ideario; o precisamente por ello, pues, como a la hermana huraña de aquella brillante comedia francesa, tampoco a mí me gustan demasiado las personas que tienen los mismos defectos que yo. Sin embargo, no es poco lo que disfruto leyendo a Wallace Stegner.

Digo “sin embargo” y digo bien, porque no hay duda de que su narrativa es la de un estoico. Para empezar, en El pájaro espectador, novela que aquí me trae hoy, se cita de modo explícito a Marco Aurelio, Epicteto y al propio Cicerón. Para seguir, sus narradores son hombres maduros o ancianos que soportan con más o menos resignación –después de todo, Séneca también fue un viejo con terrible salud de hierro- la herrumbe del propio cuerpo, simple carcasa del alma. Todo muy estoico, sí señor. Pero donde Séneca, Marco Aurelio y Epicteto se me atragantan, Stegner, a un tiempo sombrío y luminoso, intelectual y sincero, severo y sentido, se alza con brillantez.

Puede que no despierte El pájaro espectador, más gótica y europea, las mismas emociones que la vitalista y americana En lugar seguro, pero se halla estrechamente emparentada con ella. Es más, las palabras “en lugar seguro” se repiten como una fórmula homérica a lo largo de toda la novela y uno de sus conflictos motores es la necesaria y difícil elección entre la Felicidad y la Seguridad, muchas veces en sentidos opuestos en la encrucijada de la vida. Como botón de muestra, ahí tienen el brillante párrafo sobre la baronesa Blixen que abre esta entrada, o bien este otro:

“Y me obliga a recordar qué poco cambia la vida: cómo, sin sucesos dramáticos ni resoluciones elevadas, sin tragedias, incluso sin pathos, un hombre razonablemente dotado y razonablemente bienintencionado puede cruzar la gran cocina del mundo de un extremo a otro y llegar hambriento a la puerta trasera.”

(ibidem)

Poco más tengo que decir, salvo desearles que, como yo, abran el nuevo año con buenas lecturas y, por supuesto, invitarles a que lean, lean a Wallace Stegner.