martes, 28 de julio de 2015

HITCH-22: CONFESIONES Y CONTRADICCIONES (CHRISTOPHER HITCHENS)



En un momento dado de la primera temporada de Orange is the new black (OITNB), la entonces protagonista Piper Chapman mantiene un poco probable debate teológico con la peligrosa redneck Pensatucky y cita como argumento de autoridad en defensa de su ateísmo a Christopher Hitchens, para añadir a continuación “aunque creo que podía ser un poco gilipollas”. Puede parecer una referencia sorprendente en un guion de televisión. Lo es, no hay duda, por mucho que OITNB sea uno de los pesos pesados de Netflix, que no se deba a la publicidad, y que sea una serie que, desde el principio, ha confiado en la inteligencia y referencias culturales de su público. Y lo es, también, por su osadía. Pero no deja de ser cierto que, si uno ha leído a Christopher Hitchens, del que hace un año reseñamos por aquí su Dios no es bueno, puede muy bien llevarse la impresión de que era alguien cuyas posiciones, dada la erudición y lo cabal de sus razonamientos, merece la pena conocer, pero que estaba -¿cómo decirlo?- encantado de haberse conocido.
Puestos a leer una autobiografía, uno agradece, por supuesto, que el autor sea honrado y sincero y no hay pero que objetarle a Hitchens en este sentido. Él mismo reconoce en no pocas ocasiones, desde el mismo subtítulo de la obra, las contradicciones de su trayectoria intelectual. Y en esa “doble contabilidad”, como él dice, se alegra de ser elegido para leer en las ceremonias religiosas de su internado, pese a lo temprano de su ateísmo; reconoce la eficiencia de la, por lo demás, odiada Margaret Thatcher; o admite que cometió un error al infravalorar de inicio los peligros de un Saddam Hussein, al que posteriormente insistió que había que derrocar en cualquiera de los casos, tuviera o no armas de destrucción masiva.
Sin embargo, dada su ambivalencia, se muestra en exceso arrogante a la hora de juzgar los -dice él- errores de los demás. Con la salvedad, quizá, de Martin Amis, por quien tenía un afecto casi incondicional, y, en menor medida, de Salman Rushdie -el capítulo sobre la fatwa es uno de los mejores del libro- y Susan Sontag, nadie escapa a su dedo acusador, a su hoguera, desde el profesor de Oxford que invita a un conferenciante que no debía hasta Edward Said o Noam Chomsky. Se agradece, eso sí, que, aunque ello le haya valido acusaciones de haber derivado hacia la derecha, se muestre crítico con esa izquierda que durante los años ’60 tanto tardó en reconocer los errores y horrores del régimen soviético y que más recientemente se mostró un tanto blanda e inocente respecto al conflicto en los Balcanes o el Golfo.
En cualquier caso, pese a sus excesos y contradicciones, o precisamente por ellos, no cabe duda de que merece la pena saber lo que pensaba, y cómo lo pensaba, Christopher Hitchens. Lean, lean.


sábado, 25 de julio de 2015

CASSANDRA EN LA BODA (DOROTHY BAKER)



Una abre, incauta, Cassandra en la boda de Dorothy Baker (contraseña editorial, 2015), con la equivocada expectativa de que será una comedia ligera y frívola dedicada a los desvelos de la Cassandra del título por evitar la boda de su inseparable hermana gemela con un anodino estudiante de Medicina de Nueva York. Como tal parece confirmarse en sus primeros compases, por obra y gracia, sobre todo, de una voz, la de la epónima protagonista, que se revela desde el comienzo como ingeniosa a más no poder, y de unos diálogos ágiles y vivos, muy vivos, que a quien desde aquí les escribe le recordaron por momentos a los de Levantad, carpinteros, la viga del tejado de Salinger. Ahí es nada.
Sin embargo, algo parece estar tensándose demasiado desde esos mismos comienzos, algo chirría en esa apariencia de frivolidad, y que conste que no hablo aquí de demérito literario -¡nada más lejos!- sino de lo equivocado de mis prejuicios. Pues Cassandra en la boda poco o nada tiene que ver con una comedia de enredo, sino que más pronto que tarde se vuelve una historia inquietante sobre la búsqueda y la pérdida de la identidad y de un lugar en el mundo, y del papel que los demás juegan en el proceso. La escena casi inicial en que Cassandra se mira al espejo y cree estar viendo a su hermana Judith es ya indicadora de que, como el Aristófanes de El Banquete de Platón, se considera la mitad fracturada de una esfera primigenia. Judith es, ciertamente, su media naranja. En este contexto la boda de su otra mitad no puede sino ser una tragedia, una fractura, y no extrañan, por tanto, los tonos sombríos que el relato adquiere según avanza. El lector asiste, con la ironía y ocasionales pinceladas de humor como único escudo, al cataclismo de la protagonista, que solo durante un breve lapso calla para dejar hablar a su hermana, más asentada en el siglo.
Si a todo ello sumamos un elenco de personajes dibujado con maestría y una prosa de lo más elegante, el resultado es una pieza redonda, magnífico ejemplo de que la verdadera Literatura no necesita de grandes hazañas y que una anécdota banal como un simple compromiso sirve para desarrollar cuestiones universales. No se la pierdan y lean, lean...


miércoles, 22 de julio de 2015

VE Y PON UN CENTINELA (HARPER LEE)



Si han permanecido atentos a la prensa cultural durante las últimas semanas, sabrán que la versión oficial identifica Ve y pon un centinela con la primera versión de lo que, tras el rechazo de su editor y la sugerencia a su autora de que alterara el punto de vista, terminaría convirtiéndose en una de las novelas más queridas por los lectores estadounidenses, Matar a un ruiseñor.
En Ve y pon un centinela una veinteañera Jean Louis -Scout- Finch vuelve a casa a Maycombe desde la muy yanki Nueva York para descubrir con horror que su -y nuestro- venerado Atticus poco tiene que ver con aquel hombre probo que dos décadas atrás representó a un negro falsamente acusado de violación y que defendía la igualdad de derechos y privilegios para todos los individuos. El movimiento por la defensa de los derechos civiles se halla en plena ebullición, la Corte Suprema de los EEUU ha decretado la inconstitucionalidad de la segregación y, lejos de encabezar el cambio en el muy profundo Sur, Atticus le otorga credibilidad al consejo ciudadano, nutrido de hombres que, por las noches, se ponen el capirote, queman cruces y cosas peores. Republicano de pura cepa, lamenta Atticus la injerencia federal, que Scout reconoce, pero se ampara, para pasmo de su hija, en argumentos que, siendo muy optimistas, podríamos considerar condescendientes y paternalistas; siendo más realistas, racistas. Y esto, claro está, resulta impensable en Atticus, cuyo papel en Matar a un ruiseñor, según dicen, ha mandado a innumerables estudiantes a las facultades de Derecho de medio mundo. “Nos han arrebatado a un icono”, claman los lectores de Ve y pon un centinela.
En su perspicaz crítica para The New Yorker Adam Gopnik siembra la duda sobre la versión oficial amparándose en argumentos internos. Ve y pon un centinela, señala, no es creíble como primera novela de Harper Lee porque basa su conflicto en la decepción de Scout con respecto a Atticus y, solo por lo leído en esta, este no es ningún pilar. En otras palabras, le falta carisma a Atticus en Ve y pon un centinela para provocar tal cataclismo en Scout y este solo es verosímil si esta novela se lee como complemento a Matar a un ruiseñor. Considerada en solitario, Ve y pon un centinela es una novela fallida. De acuerdo, pero parece no advertir Gopnik que de óperas primas fallidas está el mundo lleno, con lo que volvemos a la versión oficial.
Más convincente me parece el argumento de que el juicio al negro Robinson tiene un papel tan tangencial y anecdótico en Ve y pon un centinela que resulta improbable que un editor le sugiriera a Harper Lee que lo convirtiera en centro de una nueva versión, narrada, en esta ocasión, no por una veinteañera y madura Scout, sino por una inocente niña que tiene su primer encuentro con la maldad. De nuevo, de acuerdo.
Hagamos, no obstante, de abogado del diablo por una vez y hagámoslo acudiendo a un detalle señalado por Michiko Kakutani y que, perdonen la inmodestia, no me pasó inadvertido. En Matar a un ruiseñor el negro Robinson es declarado culpable, pese a los esfuerzos de Atticus y todas las evidencias, y la turba enfervorecida lo cuelga de la rama más cercana al calabozo. En Ve y pon un centinela se comenta de pasada que Robinson es declarado inocente, sin más. No news good news.
Son estas versiones excluyentes y se quiebra así la, por lo demás, evidente complementariedad de ambas novelas. ¿Y qué? Me dirán ustedes. Recuperamos así al heroico Atticus de Matar a un ruiseñor, pues si Ve y pon un centinela deja de tener sentido como secuela, vuelve a ser la novela que no fue -hasta que alguien con no demasiados escrúpulos decidió publicarla; Harper Lee agota sus días prácticamente ciega y sorda en una residencia de Monroeville y cuesta pensar que haya dado una aprobación consciente-. Como en esas novelas de ciencia ficción en que cada viaje en el tiempo anula lo ocurrido en el anterior. Otro gallo habría cantado si se hubiera publicado en su momento. La novela que, en cambio, sí fue, es Matar a un ruiseñor y bien merece una relectura en la que, eso sí, tengamos en cuenta que, por mucho que lo admiremos, Atticus Finch no fue probablemente tan perfecto como siempre hemos creído.


lunes, 20 de julio de 2015

LOS VIERNES EN ENRICO’S (DON CARPENTER)



Mencionaba ayer, a propósito del ensayo de Ariño, que la narrativa estadounidense está plagada de héroes individualistas, quijotes esforzados en busca del sueño americano, ya se identifique este con la caza de una ballena, los laureles deportivos o, por supuesto, la gloria literaria. Precisamente es esta última, la gloria literaria, la máxima aspiración de los personajes que pueblan las páginas de la magnífica Los viernes en Enrico’s de Don Carpenter, editada por Jonathan Lethem. Se ubica esta en San Francisco, Portland y Los Ángeles durante los ’50 y ’60, cuando la generación beat marcaba el ritmo.
Sus protagonistas son Charlie Monel y Jaime Froward, él excombatiente de Corea y aspirante a escritor de una novela-monstruo que, con permiso de la Trampa 22 de Joseph Heller, ha de convertirse en la novela bélica definitiva, ella hija única de una familia burguesa venida a menos que muestra, desde el principio, un mayor talento y, sobre todo, disciplina, que el prometedor Charlie. Y en torno a ellos, como satélites, bien en San Francisco, bien en Portland, el frustrado Dick Dubonet, autor de relatos, o, más bien, de un relato, publicado por el Playboy; Stan Winger, expresidiario reconvertido a autor de éxito de novela pulp; la inalcanzable Linda y un puñado de personajes cuya historia va desgranando la dupla Carpenter-Lethem con efectivos cambios del punto de vista, ágiles diálogos y un brillante uso de la elipsis que quizá debamos atribuir a Lethem, a tenor de lo leído en su emotivo epílogo. Es cierto que de torturados aspirantes a escritor está la ficción llena, pero Los viernes en Enrico’s tiene el nervio y la fuerza de la mejor tradición estadounidense, así que ustedes, ya saben, lean, lean.


domingo, 19 de julio de 2015

CINCO ITINERARIOS PARA UNA NOVELA FUTURA (JUAN MIGUEL ARIÑO)



Abría el otro día un par de cajas de libros de la reciente mudanza en un intento vano de hacerles sitio a unos cuantos y me reencontraba con un pequeño ejemplar tan sobrio y elegante como la firma que lo edita, Shangri-La, que su capitán Jesús Rodrigo me regaló hace ya casi tres años.
Se trata de Cinco itinerarios para una novela futura, en el que su autor, Juan Miguel Ariño, ofrece un hermoso y sentido, sí, pero también lúcido y erudito análisis de cinco hitos de la narrativa del XIX y del XX. En la línea del Saul Bellow de los ensayos recopilados en Todo cuenta: del pasado remoto al futuro incierto (Galaxia Gutenberg, 2005), se reivindica antes como lector que como crítico, reconoce la subjetividad de su análisis -partiendo de la misma elección de su objeto- y cuestiona, con razón, el papel de una crítica lejana y oscura encerrada en su torre de marfil en la guerra que la Literatura con mayúsculas sostiene desde hace años contra la mercantilización y, sobre todo, la banalización.
Su lectura es, ciertamente, personal, pero no hay duda de que está avalada por el conocimiento reposado de lo mejor del canon occidental. Por cierto que, en opinión de quien les habla, acierta al corregir a Harold Bloom y señalar la Odisea de Homero, y no a Shakespeare, como hito fundacional de la narrativa occidental, determinada por el viaje y la aventura. La aproximación de Ariño no parte, seguramente, de ninguna corriente crítica en boga en la Universidad pero, sin duda, es muchísimo más honda y certera que muchas interpretaciones sancionadas por corrientes teóricas. Y se me viene aquí a la cabeza el caso aquel de aquella profesora de estudios de género que negó, por desconocimiento, supongo, el conflicto de Hesíodo con su hermano Perses y alteró sustancialmente, para adecuarlo a sus fines, el episodio de Ulises y las Sirenas.
En ese recorrido felizmente subjetivo elige Ariño, entre otras, dos de nuestras paradas preferidas, La montaña mágica de Thomas Mann y la trilogía de Frank Bascombe de Richard Ford. Presenta a la primera como un epígono de una época extinta en el momento de su redacción y nos obsequia, además, con dos lecturas, la primera más histórica y simbólica, la segunda, más atenta a las vicisitudes de los personajes.
En cuanto al Frank Bascombe de Ford, acierta al presentarlo como un Sancho Panza de las letras estadounidenses, cuyas principales virtudes, señala, son la inmediatez de su prosa y el haber sabido integrar elementos de la cultura popular -no necesariamente banal-. Amén. Bascombe es, ciertamente, un antihéroe, un hombre estático y tranquilo en un escenario que idolatra a héroes de acción y que ha llegado a banalizar a Hemingway de tanto imitarlo. De nuevo, amén.
No les digo más, salvo el consabido lean, lean. Y, por supuesto, ¡muchas gracias, Jesús!