“Un árbol crece en Brooklyn. Algunos lo llaman el árbol del cielo. Caiga donde caiga su semilla, de ella surge un árbol que lucha por alcanzar el cielo. Crece en solares delimitados por tablas entre montones de basura amontonada. Es el único árbol que crece en el cemento. Crece exuberante... sobrevive sin sol, sin agua, hasta sin tierra, en apariencia. Podríamos decir que es bello, si no fuera porque hay tantos de su misma especie.”
Aunque estas palabras ocupan el lugar habitualmente destinado a la dedicatoria del autor o a una inspiradora cita, son de facto el comienzo mismo de Un árbol crece en Brooklyn de Betty Smith. Resultan, al menos, de lo más programático y oportuno, pues “el árbol del cielo” del párrafo recién citado no es sino un símbolo -evidente y predecible, pero no por ello menos lírico y pertinente- de la pequeña Francie Nolan, que como la Mick Kelly de Carson McCullers o la Scout Finch de Harper Lee se merece formar parte del elenco de grandes personajes que en la Historia de la Narrativa Norteamericana han sido.
La pequeña Francie y su hermano Nellie son hijos de Johnny Nolan, marido enamorado y padre cariñoso pero demasiado dado a la botella, y de Katie Rommery, ingeniosa, correosa y pertinaz. Ellos son los Nolan, pobres de solemnidad, que sobreviven a duras penas en el Brooklyn de comienzos del siglo XX. A duras penas y gracias al tesón y al ingenio de Katie, capaz de crear innumerables platos a base de pan duro, de ingeniar una ficción con que entretener a sus famélicos hijos -convertidos cuando no hay comida que llevarse a la boca en exploradores del Polo Norte a los que no termina de llegar el auxilio- y de obligarlos a leer cada noche antes de acostarse una página de la Biblia y otra de las Obras Completas de Shakespeare. Katie no acabó la escuela elemental, sus hermanas y su madre ni siquieran saben leer y escribir pero si algo tienen claro las Rommery es que la educación es el único modo de salir de pobre y de tener acceso a una vida mejor.
Y pese al hambre, al frío, la obligación de trabajar después de la escuela, el orgullo constantemente herido por la brutalidad y la ignorancia de sus vecinos, la pequeña Francie es aún capaz de disfrutar de la vida y de apreciar los pequeños detalles que hacen que esta sea digna de ser vivida. Pues como señala cerca del final de la novela, la felicidad no es algo lejano y abstracto, sino que se consigue mediante cosas concretas y sencillas como un zaguán en el que guarecerse de un aguacero en la compañía adecuada, una taza de café bien amargo o un buen libro que leer en la escalera interior con algunos caramelos al alcance de la mano. Como “el árbol del cielo” atestigua, también hay lugar para la belleza entre la mugre y la pobreza. Así lo siente Francie, lúcida, despierta y orgullosa, y así lo defiende ante un arrogante médico o una profesora de lengua bienintencionada pero terriblemente corta de miras, incapaz de apreciar el verdadero talento:
“- Pero la pobreza, el hambre y la embriaguez son temas desagradables. Todos admitimos que estas cosas existen, pero no se escribe sobre ellas.
- Entonces, ¿sobre qué se escribe? [...]
- Hay que sondear la imaginación en busca de belleza. El escritor, como el artista, debe procurar siempre alcanzar la belleza.
- ¿Qué es la belleza? -preguntó la niña.
- No puedo sugerir una mejor definición que la de Keats: “Belleza es verdad, verdad es belleza”.
[...]
- Esos cuentos son la verdad.
- ¡Qué disparate! -estalló la señorita Garnder. Luego, suavizando su tono, continuó-: Por verdad entendemos cosas como las estrellas que están siempre en el cielo, el esplendor del sol naciente, la nobleza de la humanidad, el amor materno y el amor a nuestra patria -terminó con descendente convicción.
-Ya veo -dijo Francie.”
He aludido más arriba a El corazón es un cazador solitario de McCullers y a Matar un ruiseñor de Harper Lee. Betty Smith nació en el mismo Brooklyn y no pertenece al gótico sureño, pero Un árbol crece en Brooklyn es pariente directo de historias como estas, así como también de las de Eudora Welty e incluso del primer Truman Capote. Pues no sólo está protagonizada por una niña lista, sensible y despierta y tiene una indudable altura literaria, sino que se incardinan en ella de modo indisoluble lo trágico y lo cómico para confirmarnos una vez más que, como en su día concluyera el bueno de Edmundo Dantés, no hay ventura ni desgracia en el mundo sino comparación de un estado con otro y podemos y debemos en esta dura vida “confiar y esperar”.