miércoles, 30 de diciembre de 2009

FIN (DAVID MONTEAGUDO)

“Diez negritos se fueron a cenar.

Uno de ellos se ahogó y quedaron

Nueve.

Nueve negritos trasnocharon mucho.

Uno de ellos no se pudo despertar y quedaron

Ocho

Siete negritos cortaron leña con un hacha.

Uno se cortó en dos y quedaron

Seis.

Seis de ellos jugaron con una avispa.

A uno de ellos le picó y quedaron

Cinco.

Cinco negritos estudiaron derecho

Uno de ellos se doctoró y quedaron

Cuatro.

Cuatro negritos fueron a nadar.

Uno de ellos se ahogó y quedaron

Tres.

Tres negritos se pasearon por el Zoológico.

Un oso les atacó y quedaron Dos.

Un negrito se encontraba solo.

Y se ahorcó y no quedó...

¡Ninguno!”

Diez negritos

Agatha Christie

Se multiplican últimamente en la blogosfera y en la prensa escrita las referencias a Fin de David Monteagudo, de la que Acantilado acaba de lanzar la cuarta edición cuando aún no se han cumplido tres meses desde su lanzamiento. Supongo que en una editorial en cuyo fondo destacan, entre otros, autores como Stefan Zweig o Arthur Schnitzler no deben estar habituados a tan fulgurantes arranques y que quizá influya en el número de ediciones de Fin una corta tirada inicial. No lo sé, simplemente estoy conjeturando. De lo que no me cabe ninguna duda es de que la sorprendente opera prima de Monteagudo será objeto aún de unas cuantas reediciones, de lo cual me alegro muchísimo. Pues por más que el punto de partida de esta novela sea típico y convencional hasta decir basta –el de las reuniones de antiguas pandillas de adolescencia constituye todo un subgénero narrativo-, Monteagudo nos dirige por otros derroteros para sumergirnos de lleno en una escalofriante pesadilla de terror sobrenatural. Es más, el convencionalismo y, casi diría, costumbrismo del primer tercio de la novela cumple un papel instrumental contribuyendo a subrayar aún más si cabe –y sí, sí cabe- lo extraño, lo preternatural del estado de cosas posterior al “apagón” –no sólo analógico en este caso-. Así, al menos, parece haberlo entendido también el autor de la contraportada, cuando muy acertadamente dice aquello de

“La reunión sigue fielmente el guión habitual de estos casos, pero, en plena celebración, un acontecimiento externo alterará por completo sus planes.”

Aciertan también los críticos, reseñadores y lectores en general que han detectado en Fin ecos de Cormac McCarthy, Stephen King o, por qué no, M. N. Shyamalan. Me extraña, sin embargo, no haber visto señalada en ninguna parte la inmensa deuda –estructural, al menos- de esta historia para con los Diez Negritos de la gran Agatha Christie, aunque en esto de los ecos e influencias uno nunca sabe hasta qué punto son reales o fruto de una proyección del bagaje previo del lector –yo añadiría a los mencionados al Saramago del Ensayo sobre la ceguera, al Franz Werfel de Reunión de bachilleres y Una letra femenina azul pálido, por aquello de los efectos devastadores de la culpa, y el imaginario de Lost para el último tercio de la novela-. En cualquier caso, lo fundamental no son las deudas sino lo que con los materiales preexistentes ha sido capaz de hacer el autor; como he dicho más arriba, una escalofriante pesadilla de terror sobrenatural. Créanme, no exagero. Hacía mucho mucho tiempo que no pasaba tanto miedo y a la vez me divertía tanto con una novela.

No me queda más, pues, que felicitar a su autor por tan sobresaliente debut y a Acantilado por su buen gusto y que emplazarles a Vds., como casi siempre, a que lean, a que lean Fin de David Monteagudo.


domingo, 27 de diciembre de 2009

ESTACIÓN DE TRÁNSITO (CLIFFORD D. SIMAK)

“Si el universo es lo suficientemente grande, todo lo que puede pasar pasará, de modo tal que si pudiéramos ver lo suficientemente lejos, acabaríamos descubriendo una réplica exacta de nosotros mismos. Esto lo había leído en el periódico. En el Science Times. Era como una versión cósmica del número infinito de manos que con el tiempo suficiente acaban escribiendo El rey Lear. Lo cual, en términos evolutivos, era un hecho científico, si te parabas a pensarlo.”

Al pie de la escalera

Lorrie Moore

Mi amigo J., comentarista habitual de este lugar y cáustico e iconoclasta anfitrión de aquel otro, con quien intercambio heterogéneas lecturas y disculpas por no escribir más a menudo, me envió la semana pasada su generoso regalo de Navidad: Alimentar la mente de Lewis Carroll y Estación de tránsito de Clifford D. Simak. Es el primero una deliciosa y divertidísima curiosidad editorial y tan sólo cabe lamentar que no haya sido objeto de una revisión ortográfica más cuidada. En cuanto al segundo, diré en primer lugar que lo más seguro es que no lo hubiera leído por propia iniciativa. Esa es, de hecho, la dinámica que de una manera tácita hemos adoptado J. y yo en nuestros envíos: regalar títulos interesantes para cada cual por uno u otro motivo y que el otro no leería de otra manera. Así fue como leí la maravillosa Solaris de Lem, la divertidísima Galápagos de Vonnegut o esta Estación de Tránsito de Clifford D. Simak que aquí me trae hoy y sobre la que no puedo sino darte la razón, J.:

1. la traducción no es ciertamente la más adecuada

2. el aliento poético de Simak es más que notable

El primer punto no deja de ser circunstancial, así que centrémosnos en el segundo, el aliento poético. Y como botón de muestra del conmovedor lirismo de Simak debería bastar el comienzo de la novela. La presentación de Enoch Wallace, milagroso superviviente de la terrible masacre de Gettysburg, es digna de ser enmarcada, sin más. De hecho, elevó las expectativas de esta lectora a cotas que, mucho me temo, no consiguió alcanzar el resto de la historia:

“Luego todo terminó y reinó el silencio.

Pero el silencio era una nota extraña que no estaba en concordancia con aquel campo ni con aquel día, y no tardaron en romperlo los gemidos y los gritos de dolor, las voces pidiendo agua y las súplicas de muerte... el llanto, las llamadas y los gemidos que proseguirían durante horas bajo el sol del estío. Luego aquellas siluetas acurrucadas se quedarían quietas y tranquilas, se esparciría un hedor que causaría náuseas a todos cuantos por allí pasaran, y las tumbas no serían profundas.

Habría trigo que no sería nunca segado, árboles que no florecerían cuando volviese la primavera, y en la ladera que subía hasta el farallón, quedarían las palabras sin pronunciar, las gestas sin realizar y los bultos empapados que pregonaban el vacío y el despilfarro de la muerte.

Había hombres orgullosos que aún se habían cubierto de más gloria, pero que no eran más que nombres cuyo eco resonaría a través de las edades... la Brigada de Hierro, el V de New Hampshire, el I de Minnesota, el II de Massachusetts, el XVI de Maine.

Y también estaba Enoch Wallace.

Aún empuñaba el mosquetón hecho pedazos y tenía ampollas en las manos. Su cara estaba tiznada de pólvora. Tenía los zapatos cubiertos de polvo y sangre reseca.

Pero aún vivía.”

Estación de tránsito

Clifford D. Simak

Enoch Wallace no aparenta más de 30 años pero, como un nuevo Rip Van Winkle, hace ya bastante que ha pasado de la centena. Vive retirado del siglo y de sus vecinos, a excepción de la diaria conversación que sostiene con su cartero y de los ocasionales encuentros con su vecina sordomuda –cuyo estelar destino, por cierto, es demasiado previsible-. Podría parecer uno más de tantos excéntricos de lo más recóndito de los EEUU, si no fuera porque esta leyenda local ha llamado la atención de la CIA. Y no es de extrañar, pues el bueno de Enoch se ha pasado su más que centenaria vida dentro de su peculiar e inaccesible residencia recibiendo y despachando –es un decir- a los “extranjeros” de muy diversos lugares de la galaxia que en su casa quisieran hacer parada y fonda. Sin embargo, el statu quo está a punto de cambiar, para empezar, por las injerencias de la CIA y de los fanáticos de la vecindad; para seguir, porque los cósmicos visitantes de nuestro héroe tampoco están libres de pecados que una creería exclusivamente humanos: la ambición desmedida, la codicia o la estrechez de miras, por ejemplo.

El relato del conflicto de Enoch, desarraigado y puesto entre la espada y la pared, lo adereza Simak con inevitables reflexiones sobre la incapacidad del Hombre para conocer aquello que está más allá de su Humanidad -¡ay! la falacia del antropocentrismo- y con edulcoradas y un tanto infantiles opiniones de índole moral. Este es, en mi opinión, el mayor lastre de esta Estación de tránsito -junto con la cierta falta de verosimilitud de un agente de la Agencia demasiado bien dispuesto y bienintencionado-. Y es que a mitad de camino Simak se olvida de narrar y se dedica a predicar. Con una sorprendente falta de concreción, además. Y cuando falta el detalle concreto, la historia tropieza y cae. No hay más.

Pese a ello, yo que Vds. leería y me dejaría llevar por el innegable lirismo de determinados pasajes. Y yo que Vds., sobre todo, me buscaría un corresponsal tan generoso, lúcido e inteligente como J., cuyo sedicente pesimismo es en realidad el disfraz de alguien que no ha perdido aún del todo la esperanza en el Hombre. Él no lo va a reconocer pero es lo que me dicen los libros de Lem, Vonnegut, Lewis y Simak que ha querido que lea.

jueves, 24 de diciembre de 2009

OUT OF THE BLACKOUT (ROBERT BARNARD)

“Surely gravestones held the highest proportion of written untruths, outside the popular press”

Out of the blackout

Robert Barnard

Diluvia por aquí y no se me ocurre mejor manera de ocupar el tiempo hasta la hora de la cena que tumbarme en el sofá bajo unas cuantas mantas y con una buena novela de misterio. Sir Arthur Conan Doyle, Agatha Christie o Dorothy L. Sayers son nombres más que recomendables para este plan, aunque no he venido aquí hoy a hablarles de ninguno de estos tres titanes, sino de Robert Barnard, que sin ser un clásico del género escribió una más que notable y entretenida novela de misterio de estructura clásica, Out of the Blackout.

La novela se abre de forma modélica en 1941 en una pequeña estación de tren de la campiña inglesa, adonde llega un grupo de niños que huyen de la trampa mortal en la que se ha convertido Londres por causa del Blitz. Entre ellos viaja Simon Thorn, un misterioso niño de cinco o seis años, apodado por sus compañeros the boy from nowhere, que apenas recuerda nada de su vida londinense. No recuerda o no quiere hacerlo, lo que no es de extrañar; pues a tenor de las pesadillas que de él se apoderan en sueños, es más que probable que el tímido, educado e inteligente Simon se subiera a aquel tren para escapar de algo más que los bombardeos.

Lo que sigue, por supuesto, es el ágil y bien hilvanado relato del intento de casi toda una vida -la de Simon- por saber qué ocurrió en Londres durante sus primeros cinco años de vida; por salir del apagón, vaya, como reza en el programático título. Y como en toda novela de misterio que se precie, Barnard distribuye alguna que otra pista falsa por aquí y por allá pero también una o dos anticipaciones que nos dejan intuir que el primer cierre de la novela no es tal y que los malos malísimos de esta historia no lo son sólo por brutales, cobardes y ruines, sino también por egoístas, autoindulgentes, amorales y hasta me atrevería a decir sociópatas. Tan sólo un pero le pondría a esta novela. Le sobra página y media. La coda final sirve únicamente para restarle verosimilitud y rotundidad al conjunto, pues anagnórisis como esas –y hasta aquí puedo leer-, muy empleadas en el teatro clásico griego, se entienden hoy en día tan sólo como parodia.

Pese a este resbalón, Vds. lean. Si la encuentran, lean. Como mínimo, entretendrán de la mejor manera posible unas cuantas tardes de lluvia.

Y, por cierto, tengan Vds. una más que Feliz Navidad.

domingo, 20 de diciembre de 2009

EL PROYECTO LÁZARO (ALEKSANDAR HEMON)

“Había un código de honor en torno a los relatos: no podías sabotear la historia de nadie si el público parecía satisfecho, o te exponías a que te hiciera lo mismo en otra ocasión; la incredulidad quedaba suspendida hasta nueva orden, pues nadie esperaba extraer la verdad ni una información veraz de aquellos relatos, sino tan sólo el placer de sentirse atrapado por la narración y, quizás, de volver a contarla como propia. En América era distinto: la incesante perpetuación de fantasías colectivas hace que la gente anhele la verdad y nada más que la verdad. La veracidad es la materia prima más buscada en América.”

El Proyecto Lázaro

Aleksandar Hemon

Cuentan los Manuales de Literatura Griega que Milman Parry corroboró sus teorías sobre la composición de los poemas homéricos y la dicción formular tras un viaje a la antigua Yugoslavia. Allí comprobó que, bien entrado el pasado siglo XX, aún quedaban aedos a la más vieja usanza, capaces de improvisar durante horas y horas un relato épico gracias a la concatenación de materiales previos transmitidos por la más que milenaria tradición oral. Igual que Homero en otro tiempo.

Mucho de ese talento del lugar para el relato se atisba en El Proyecto Lázaro de Alexsandar Hemon, que narra la historia del martirio de Lázaro Averbuch en el Chicago de inicios del XX y la odisea de Vladimir Brik, que un siglo después intenta reconstruir la historia del primero en un viaje que lo devuelve a una desolada, brutal y zafia Europa del Este. Se atisba ese talento, digo, en las dos líneas principales de la trama, que se entrecruzan, por cierto, con perfecta técnica, pero, sobre todo, en las maravillosas e increíbles anécdotas e historietas de Rora, el cínico y desencantado, al que el cándido Brik, ávido de información, insiste en creer.

Además, poderosos ecos épicos y bíblicos –empezando por el mismo título- resuenan de principio a fin de esta novela: el trágico destino de Lázaro Averbuch, huido de los pogromos del Este para ser asesinado en Chicago simplemente por aparecer en el lugar equivocado en el peor de los climas posibles; el periplo de Brik, que ha de esquivar a sus particulares Escilas y Caribdis, Cíclopes y sirenas y que, como Odiseo, es un desarraigado; o el patetismo de Olga Averbuch, doliente hermana que cual nueva Antígona lucha por devolverle a Lázaro parte de la dignidad perdida.

Todo ello, aderezado con una sorprendente dosis de humor y de ironía, hace de esta historia sobre el desarraigo una magnífica novela a la que puedo poner tan sólo un “pero”, que resulta además, según creo, de una de sus virtudes. Hacía referencia más arriba a la perfecta técnica de Hemon. Pues bien, su precisión deriva en ocasiones en cierta contención, en cierta frialdad, aliviada tan sólo por el pintoresquismo local en la línea del presente y el citado patetismo de Olga en la línea del pasado. Le falta, creo, a El Proyecto Lázaro un punto de emoción pero, por supuesto, Vds. lean.

domingo, 13 de diciembre de 2009

ÁNGULO DE REPOSO (WALLACE STEGNER)

“Cuando los historiadores de la frontera teorizan sobre los personajes sin raíces, sin ley, sin peculio y socialmente aislados que fundaron el Oeste, no hablan de personas como mi abuela. Las mujeres como ella tuvieron que renunciar a todo lo que se amaba o se le tenía cariño; y cuanto más renunciaban, más se lo llevaban sin remedio con ellas. Era un proceso como el de la ionización: lo que se sustraía de un polo se añadía al otro. Para esa clase de pioneros, el Oeste no era un nuevo territorio que se estaba creando, sino uno antiguo que se reproducía; en ese sentido, nuestras pioneras siempre fueron más realistas que nuestros pioneros. Nuestros contemporáneos, con su escaso bagaje del tipo de cosas que Shelly llamaba “meramente culturales”, que ni siquiera viven con aire tradicional, sino que respiran en sus escafrandas espaciales una mezcla científica de gases sintéticos (y además contaminados) son los auténticos pioneros. Sus circuitos no parecen incluir ningún sentimiento doméstico atávico, les han practicado una empatiectomía, sus computadores no ronronean con ninguna fantasmal retroalimentación que diga “Hogar, dulce hogar”. ¡Qué maravillosamente libres son! ¡Qué absolutamente plenos!”

Ángulo de reposo

Wallace Stegner

Creo que ya he dicho por aquí alguna vez, y, si no, lo digo ahora, que me cuesta bastante salir de viaje. Me agobian las cuestiones de logística y, sobre todo, me angustia la incertidumbre de la novedad. Es por esto que siempre me han admirado aventureros como la monja Egeria, que en el siglo IV marchó en peregrinación a Palestina desde su Galicia natal; como Pizarro y Magallanes, como el Capitán Cook, como los colonos del Mayflower y, por supuesto, los pioneros y “civilizadores” del Oeste americano. Recuerdo ver de cría clásicos como Caravana de mujeres o, mejor, La conquista del Oeste y maravillarme ya entonces del arrojo y capacidad de renuncia de aquellas gentes que abandonaban el conocido y “viejo” Este para conquistar un pedazo de las llanuras del Oeste, aunque ello trajera consigo arrostrar la incomodidad de las carretas, la sed y, por supuesto, exponer la cabellera al tomahack. No me lo tomen a mal. Hasta que leí El último mohicano de Cooper y Winnetou de Karl May, una no podía tener otra imagen de apaches, sioux y compañía que la proyectada por los westerns que la Primera echaba los sábados por la tarde.



Viene esto a cuento de Ángulo de reposo de Wallace Stegner, en buena medida responsable del estado de abandono en que he tenido este lugar las últimas dos semanas. En ella nos regala Stegner la titánica historia de Susan Burling Ward, tal cual la reconstruye y en parte la imagina su nieto Lyman desde su retiro estival, adonde se ha apartado con su cuerpo dolorido y maltrecho. No le interesa a nuestro cronista, sin embargo, elaborar una biografía exhaustiva, sino explorar tan sólo aquello que se refiere al encuentro de Susan Burling, mujer cultivada del Este, ilustradora de prestigio y narradora de renombre, con Oliver Ward, honrado, sosegado, orgulloso, ingeniero, topógrafo y, ante todo, un hombre del Oeste. El historiador y el nieto se combinan en Lyman Ward para investigar, reconstruir y, sí, también juzgar cual “Némesis en silla de ruedas” el comportamiento y los motivos de la abuela Ward en ese matrimonio desigual determinado por el sentimiento de superioridad de una respecto al otro:

“Admiro históricamente a Susan Burling, y cuando era una señora ya anciana la quise mucho. Pero me gustaría haber podido cogerla de la oreja y llevármela aparte y decirle unas cuantas cosas. Como Némesis en una silla de ruedas, y conociendo el futuro, podría haberle dicho que para una novia es peligroso creer que debe pedir disculpas por su marido.”

Ibidem

Pero seamos justos con la abuela Burling, la gran heroína de la novela de Stegner, cuyo cierto esnobismo no le impidió renunciar a todo lo que tenía en pos de un sueño que no era el suyo y que los inevitables golpes de la vida difirieron una y otra vez condenándola a una eterna vida preparatoria e interina:

“Tendrían que pasar tantos años hasta que se convirtiera en algo bonito o civilizado, tanto que la mayor parte de sus vidas tendrían que pasarla con los duros preparativos de vivir [...] En mis series de la vida en el Lejano Oeste incluiré estos preparativos del futuro, porque de eso trata la vida en el Lejano Oeste.”

Ibidem

Nostalgia del pasado y esperanza en el futuro fueron las notas de la vida de esta mujer que sólo de anciana consiguió alcanzar ese ansiado -o no, según se mire- ángulo de reposo, ese punto en el que los guijarros y la arena dejan de moverse, en que las líneas se apoyan y forman un falso arco que, si no la paz, concede una cierta tregua.

Ángulo de reposo obtuvo el Premio Pulitzer en 1972 y no me cuesta imaginar por qué. Se trata de una excelente novela, conmovedora, poderosa y con ambición en la que lo particular, los destinos de Susan Burling y Oliver Ward, se combina con lo general, la forja de ese gran sueño llamado América, en otro tiempo soñada tierra de las oportunidades; toda una novela histórica, vaya, que Vds. harían bien en leer.

viernes, 27 de noviembre de 2009

AL PIE DE LA ESCALERA (LORRIE MOORE)

“Los granjeros no son gente de dinero-. La verdad es que mi padre ni siquiera tenía tantas tierras. En una ocasión, de pie en el porche, abrió los brazos y dijo: “Hijos, algún día todo esto será vuestro.” Recuerdo que se dio con los nudillos en los pilares del porche. Ni siquiera el porche era tan grande. -Los granjeros se hacen ricos cuando mueren- añadí.”
Al pie de la escalera

Lorrie Moore

Hace años que vengo leyendo por aquí y por allá referencias al genio de Lorrie Moore, que, hasta ahora, siempre me habían parecido un tanto exageradas. Me gustaron El hospital de ranas y algunos relatos de sus Pájaros de América, como su “Gente así es la única que hay por aquí: farfullar canónico en oncología pediátrica”, pero sin aspavientos. No me parecía que hubiera para tanto.

Pues bien, me estoy planteando muy seriamente releer ambos títulos y hacerme además con su Autoayuda, Como la vida misma y Anagramas para empaparme de arriba a abajo del talento de esta, me he convencido, genial autora que en su momento no supe apreciar en su justa medida.

El detonante de tal cambio de opinión no es otro que su recién publicada novela Al pie de la escalera, cuya traducción –magnífico trabajo, por cierto, a cargo de Francisco Domínguez Montero- acaba de publicar Seix Barral. En ella se encarga Moore de poner en tela de juicio y lanzar unas cuantas cargas de profundidad a la biempensante y bienintencionada clase media americana políticamente correcta pero de ética más que dudosa. Sí, ya lo sé, Sam Mendes hace ya tiempo que sacó a la luz los trapos sucios de las zonas residenciales estadounidenses. Anne Tyler ya trató en su Propios y extraños de la adopción interracial, aunque, eso sí, con menor crudeza. Pero el mérito de esta novela no radica tanto en su originalidad, que también, pues la voz de su protagonista Tassie es auténtica y singular, como en el inteligentísimo humor y la finísima ironía con la que Lorrie Moore envuelve e intenta proteger a la citada Tassie, y a nosotros con ella, de los terribles golpes de la vida y de la muerte. Un dolor violento y quasi –esta va por ti, Tassie- insoportable se adueña, de hecho, de los últimos capítulos de la novela, que parecen avanzar al solemne y elegíaco ritmo de un órgano de iglesia y que ponen en la garganta de cualquier lector con un mínimo de sensibilidad un nudo que tarda días en deshacerse.

Y por si la inteligencia, el humor, la sutil ironía y la emoción que suscita esta inolvidable novela no fueran méritos suficientes para colocar a su autora en lo más alto, ahí está su prosa, precisa, brillante, ágil, redonda y adornada siempre en el punto justo con imágenes elegantes y divertidas como las que abren y cierran esta entrada.

Con ellas les dejo. No me queda más que decir aparte de que lean, por favor. Lean, lloren y rían con Al pie de la escalera de Lorrie Moore.

“Hay algo que conecta la tierra con el cielo, y ese algo es el caramelo –dijo-. Le añades unos copos de sal de Normandía recogida a mano y... voilá!

Así que esto es lo que los norteamericanos estaban haciendo en Normandía ahora que había sido liberada de los nazis: recoger sal marina, lágrimas de soldados transportadas en barco miles y miles de kilómetros, y rociadas sobre una hoja frita. ¡Mira al Día D a la cara y dile eso!"

Ibidem



martes, 17 de noviembre de 2009

LO MEJOR DE LA VIDA (RONA JAFFE)

"No me gustaría ir dando tumbos por la vida, desde luego, pero soy lo bastante joven para buscar durante un tiempo algo que sepa hacer bien."
Lo mejor de la vida

Rona Jaffe

Las Musas nos libren de los escritores bienintencionados. En el gratuito y más que nada dañino epílogo de Lo mejor de la vida (Lumen, 2009), que Rona Jaffe escribió poco antes de su muerte en 2005, describe la propia Jaffe la génesis de la que fue su única novela y dice:

"Pensé que si era capaz de ayudar aunque fuera a una sola muchacha que, encerrada en su minúsculo apartamento, sintiera que estaba completamente sola y que era una chica mala, entonces el libro habría valido la pena. No tenía ni idea de que llegaría a tocar la fibra sensible de tantos millones de mujeres."

Saben bien que suelo defender la identificación con lo leído como uno de los mayores placeres que puede ofrecer la Literatura, que, como dijo Saul Bellow, es un maravilloso antídoto contra la vulgaridad que nos rodea. O como dijo C. S. Lewis -o, al menos, el Anthony Hopkins de Tierras de Penumbra-, "leemos para saber que no estamos solos". Me parece estupendo que un lector busque consuelo en un libro; todos lo hacemos de un modo u otro, aunque no debiéramos tampoco rechazar las lecturas que desafían nuestra visión del mundo ni, por supuesto, nuestros principios y valores -sean estos cuales sean-.

No creo, sin embargo, que un escritor deba tener el consuelo del lector entre sus objetivos cuando de contar una historia se trata. ¿Por qué? Porque el resultado no será sincero ni fresco, sonará quizá a impostado y forzado y más que probablemente rezumará moralina de principio a fin. La propia Rona Jaffe habla de la moraleja de su novela en el mentado epílogo, aunque me estoy adelantando, creo. El caso es que cuando de literatura se trata, elijo siempre al escritor caprichoso, maligno, obsesivo... del que habla Philip Roth en Engaño -le tomo prestada la cita, Sr. Krmpotic'-:

"Como si fuese pureza lo que hay en el fondo de la naturaleza de un escritor. ¡Que el cielo proteja a semejante escritor! Como si Joyce no hubiera husmeado inmundamente en las bragas de Nora, como si Svidrigailov nunca susurrara en el alma de Dostoievski. El capricho es lo que hay en el fondo de la naturaleza de un escritor, exploraciones, fijaciones, aislamiento, malignidad, fetichismo, austeridad, frivolidad, perplejidad, infantilismo, etcétera. La nariz en la costura de la prenda interior... ésa es la naturaleza de la vida del escritor. Impureza."

¿A qué viene todo esto? Pues a cuento de la lectura de Lo mejor de la vida de Rona Jaffe, que esta semana creí compartir con nuestra particular Reina de las Nieves, aunque recientemente me ha confesado llegar tarde por obra y gracia de Frank Bascombe, por lo que no puedo sino perdonarla y envidiarla, claro está. En cualquier caso, aquí te espero, Angéline.

Lo mejor de la vida es la historia de un grupo de cándidas e inocentes veinteañeras que trabajan de mecanógrafas, lectoras y editoras en una gran editorial -por el volumen; que no por la calidad de sus publicaciones- en el ajetreado Nueva York de los '50 de oficinistas industriosos y de pocos escrúpulos que tan bien retrató Billy Wilder en la genial El apartamento. Y estas cándidas e inocentes veinteañeras no hacen sino estrellarse una y otra vez en su afán de hallar un príncipe azul en esos ejecutivos, más que previsibles lobos con piel de cordero, que en el mejor de los casos buscan a una matrona que críe a su prole y les lleve las zapatillas al llegar a casa. Y no es de extrañar tal aspiración, pues la misma parecen tener todas y cada una de las protagonistas de la historia, hasta las que en apariencia son más independientes, como Caroline Bender. En principio, no tengo excesivos problemas con ello. Como acabo de decir, no deberíamos desdeñar una novela porque contradiga o simplemente no refrende nuestra visión del mundo. Pero lo cierto es que Caroline, April, Barbara y Gregg son convencionales hasta decir basta, incluso demasiado para los '50. Son estereotipos, o mejor dicho, un solo estereotipo, de modo que Lo mejor de la vida resulta un tanto típica y tópica y bastante previsible, además de un tanto reiterativa y edulcorada.

Y es una pena, porque a tenor de la ironía que derrocha el párrafo final de la novela, ironía dramática e ironía a secas, Lo mejor de la vida podría haber sido mucho mejor. De hecho, con materiales semejantes escribió nuestra muy admirada Mary McCarthy El grupo, una novela infinitamente superior, con más nervio, mejor estilo, menos almíbar, personajes más reales y, sobre todo, muchísima más mala leche.

domingo, 8 de noviembre de 2009

RETRATOS DE WILL (ANN BEATTIE)

Que Ann Beattie es una gran escritora, dueña de una prosa fluida, a la vez natural y sofisticada, de diálogo ágil y espontáneo, inteligente y mordaz, pero no agresiva, más dada a sugerir que a aseverar, lo sabíamos ya por aquí gracias a sus desencantadas pero entrañables Postales de Invierno. Merced a estos Retratos de Will sabemos ahora además de su acutísima perspicacia en el "revelado" de los más íntimos deseos, desvelos y pensamientos de sus personajes, ya se trate de un simpático crío de cinco años -el Will del título-, de su talentosa madre Jody, su encantador novio Mel, su egoísta y desastroso padre Wayne, o la generosa y convencional nueva mujer de este, Corky. Seguramente no tienen estos personajes el carisma de los Charles, Laura o Sam de aquellas Postales, ni hay tanto lugar aquí para la sonrisa y la empatía -algo más en la primera mitad de la novela que en la segunda-, pero Retratos de Will bien merece ser leída para apreciar, además de todas las virtudes ya mentadas, la capacidad de su autora para crear arte a partir de ceremonias domésticas como un baño infantil entre burbujas, Gi-Joes y Bugs-Bunnies de goma o de los terrores nocturnos que a todos nos han acosado merced a la universal tendencia infantil a la literalidad. Para muestra, como siempre, un botón:

"Es un error dejar a un niño solo a oscuras bajo el peso de la manta y el peso todavía mayor de tus palabras tranquilizadoras cuando él sabe perfectamente que el monstruo sigue en la habitación. Mientras las persianas permanezcan abiertas -y así deben permanecer para que la luz de la luna pueda colarse dentro-, la rama del árbol quedará transformada para siempre en la sombra de un murciélago cuyas alas empezarán a moverse al viento en cuanto la puerta se cierre. En caso de que el niño sea tan insensato como para cerrar los ojos, el albornoz que cubre la silla -bien extendido para que la capucha no proyecte en la pared la silueta de una inmensa punta de flecha- se convertirá en una momia resuelta a sorberle el aliento, a arrebatárselo. [...] Para los niños no existe el símil, sino la metáfora, y por la noche ven, sin soñarlo, lo que vemos nosotros. Cuán interesante resulta advertir siempre el potencial: la cosa transformada antes incluso de que podamos aprehenderla."

Retratos de Will

Ann Beattie

miércoles, 4 de noviembre de 2009

CUATRO HERMANAS (JETTA CARLETON)

"Reflexionó acerca de la futilidad de la vida: sembrar y cosechar estación tras estación, en un ritmo constante en el que la abundancia y la escasez se sucedían, y todo a un nivel elemental, mientras que lejos, en alguna parte, sucedían cosas sin que uno pudiera enterarse de ellas. Peor aún: era imposible saber qué había sucedido ya. Corrían rumores de mundos antiguos y nuevos planetas, de viajes y guerras; pero allí en el campo, pasando la grada hecha de leños del seto, no había manera de enterarse de aquellos rumores."

Cuatro hermanas

Jetta Carleton

De historias rurales y familiares formadas a partir de la superposición de pequeñas piezas o retales de recuerdo, como si de una colcha se tratara, están llenas la Historia del Cine y de la Literatura. Si el tiempo real de la narración se sitúa en verano los ejemplos no menguan lo más mínimo; hasta crecen. Y lo mismo cabe decir del hecho de que las protagonistas de tales historias sean mujeres con relativa frecuencia. El esquema es casi siempre el mismo: joven adulto regresa por motivos diversos al hogar donde tan felices vacaciones estivales pasó en su infancia y le regala al lector una más o menos edulcorada, más o menos naïf, más o menos cribada y aderezada por la acción de la nostalgia, colección de estampas familiares de entonces que contrasta con la inevitablemente peor realidad del ahora. Nada tiene de nuevo, pues, la estructura de Cuatro hermanas de Jetta Carleton (Libros del Asteroide, 2009).

Sin embargo, la historia de los Soames, el abnegado maestro de escuela Matthew, su mujer Callie y sus cuatro hijas, conmueve. Me muevo aquí en terreno resbaladizo. Ya cité en su día a propósito de En lugar seguro de Wallace Stegner aquellas palabras del maestro James que decían algo así como que si tienes que tomar notas sobre cómo o por qué te ha impresionado algo, lo más seguro es que no te haya impresionado tanto. Cierto es. Me atreveré, no obstante, a lanzar una hipótesis sobre los méritos que hacen que esta novela te agarre para no soltarte y que su editor original, Robert Gottlieb de Knopf diga de ella:

"De los cientos de novelas que ha editado, Cuatro hermanas es realmente la única que he releído en varias ocasiones desde su publicación y, cada vez que la leo, me emociono tanto como la primera vez",

tal como reza en su contraportada.

Allí donde tantas otras historias de este pelaje pintan una acuarela en tonos pastel y caen en el sentimentalismo, más o menos digno y muy eficaz pero sentimentalismo al fin y al cabo, Jetta Carleton se resiste al empuje de ese potentísimo motor narrativo que es la nostalgia y al tiempo que nos encandila con episodios marcados por el amor, la amistad, la piedad, la generosidad y el altruismo, nos sacude con otros en que la vida -y la muerte- revelan su lado más fiero, cruel, estúpido, injusto e ingrato. Ignorancia, contumacia, egoísmo e intolerancia tienen también su lugar, y no pequeño, por cierto, en esta historia sobre cuatro hermanas, sus padres y algún que otro familiar y amigo, cuyos contrastes y claroscuros los hacen de carne y hueso y que por las maravillosas, extraordinarias sorpresas que nos deparan hasta el final, son más que merecedores de la veneración debida a los mejores "cuerpos de papel", que dice el poeta.

Así que, por supuesto, lean.

martes, 27 de octubre de 2009

LAS VIDAS PRIVADAS DE PIPPA LEE: POR QUÉ REBECCA MILLER DEBERÍA CAMBIAR DE EDITOR

De Miller a Miller y tiro porque me toca. Empecé la pasada semana leyendo y decepcionándome un tanto con Presencia de Arthur Miller. Como buena parte de su prosa, la que le he leído al menos, se halla esta colección de relatos muy lejos de las sublimes cotas alcanzadas por La muerte de un viajante o Las brujas de Salem, lo que por otra parte no es de extrañar; pero también de otros dramas como Todos eran mis hijos o Incidente en Vichy. Ni color, vaya.

Y he seguido con Las vidas privadas de Pippa Lee de su hija Rebecca, uno de esos libros pedidos a Círculo de Lectores después de hojear la revista una y otra vez y de no encontrar nada más llamativo. Quizá crean Vds. por el título y el tono provisional de esta entrada que vengo aquí hoy a criticar la endogamia y el nepotismo de la farándula literaria y a acusar a Rebecca Miller de "hija de papá". Pues no.

Lo cierto es que me ha sorprendido para bien esa Pippa Lee casada con un hombre que podría ser su padre y retirada en lo mejor de la vida a uno de esos ghetos de lujo a los que los jubilados americanos de la clase media alta van a pasar los últimos años de su vida participando en clubes de lectura, yendo a clases de cerámica y jugando a minigolf con camisas floreadas y pantalones de chándal; de esa Pippa Lee aparentemente feliz y satisfecha pero en cuya vida las piezas no acaban de encajar. Por lo pronto, ha empezado a levantarse de noche a preparar opíparas cenas o desayunos, a fumar y a conducir hasta el supermercado... mientras duerme.

Por desgracia, el más que prometedor comienzo da paso a un relato un tanto tópico de desmanes y excesos de juventud -ya saben, sexo, drogas y rock & roll- de una Pippa marcada de por vida por la insana dependencia de y para con su madre y por la culpa. O las culpas, debería decir. Y es una pena. No me entiendan mal. La historia es fluida, se deja leer bien y rápido y hasta remonta parcialmente el vuelo cuando se recupera el tiempo de la narración y nos devuelven a Villa Arruga. Pero para entonces una ya tiene la sensación de estar ante una novela vulgar, del montón y está también bastante harta de cierto vicio estilístico que debería haber sido corregido, si no por ella en la revisión -"se escribe el primer borrador con el corazón; se relee con la cabeza" escuché en una ocasión-, sí por su editor: el exceso de símiles. Saben bien que en esto de las letras abogo por una escritura eficaz, sencilla y directa, que no llame la atención sobre sí misma. Prefiero echar de menos antes que de más. En otras palabras, lo bueno, breve. Así que me chirrían y hasta repelen por innecesarios y burdos los símiles o metáforas, del tipo A como B, para más señas, de los que está plagada la novela, según los cuales la gente se esfuerza como el viento para derribar un árbol, las cosas se asimilan como las tortitas absorben la mantequilla, los amantes se devoran como un oso una cesta de picnic -¿quién no se acuerda de Yogui y de Bubu en Yellowstone?- las cosas brillan como el acero inoxidable y las ideas y sentimientos se dispersan como un rebaño de ovejas asustado por la aparición de un coche. Cito de memoria pero no creo dejarme ninguno.

Lo dicho. ¡Qué pena!

viernes, 23 de octubre de 2009

INTERREGNO (V)

"Según Darcourt, el racionalismo era una forma atractiva de ocultar intelectualmente bajo la alfombra muchas cosas significativas e inquietantes; sin embargo, las connotaciones del rito no desaparecían sólo porque algunas personas muy inteligentes no las apreciaban."

La lira de Orfeo

Robertson Davies

Acabo estos días un trabajo sobre una peculiar noticia del Medievo acerca de un industrioso y piadoso león que se hizo cargo en una sola noche del enterramiento de varias decenas de miles de mártires cristianos a los que Cosroe pasó a hierro y fuego en 614 durante la destrucción de Jerusalén. Al tiempo que cuestiono ciertas interpretaciones racionalistas del episodio y defiendo que este comparece en los relatos sobre Tierra Santa en tanto que milagro[1], aprovecho para reivindicar la importancia de la denotación. Y es que a veces, las palabras significan lo que aparentan y no hay más, por más que sus significados choquen con nuestras modernas exigencias. La función de la crítica, como en su día dijo Susan Sontag en Contra la interpretación, debería consistir en mostrar "cómo [el arte] es lo que es, incluso que es lo que es, y no en mostrar qué significa." O como les decía C. S. Lewis a sus colegas de Oxford cuando, sorprendidos de que un erudito como él "desperdiciara" su tiempo en cuentos fantásticos para niños, se empeñaban en ver en la Narnia de sus Crónicas una parábola de algo más profundo... es más simple que todo eso. Es magia, simplemente magia. Pueden contemplar a su derecha la magnífica recreación de esta escena en Shadowlands de Richard Attenborough.

Y todo esto viene a que echando un vistazo a la portada del TLS me he encontrado con una reseña de un trabajo de Michael Ward titulado Planet Narnia en el que precisamente se leen los libros del buen Lewis en clave simbólica planetaria. No niego la mayor o no me atrevo a hacerlo, al menos, sin haber leído tal ensayo. Lo que me chirrían son las palabras de Tom Wright, autor de la reseña de Planet Narnia para TLS cuando dice que merced a tal interpretación las historias de Narnia y su autor merecen ser tomados mucho más en serio en términos literarios, culturales y filosóficos. Dejemos la filosofía y hasta la cultura a un lado y quedémonos con lo literario.

Pues bien, me niego a aceptar que Lewis, el mismo Lewis que afirma entusiasmado aquello de It's just magic! Magic! y que reconoció en De este y otros mundos que el germen de Narnia fue la imagen de un fauno cargado de paquetes corriendo a la luz de un farol, vaya a ser un autor más serio o mejor porque Narnia pueda interpretarse en clave simbólica. No, señor. Decía el otro día a propósito de Robertson Davies que si fue -o es- grande en el oficio o "negocio" de escribir es porque contaba historias como el mejor. Historias profundas, historias hermosas, historias violentas pero, ante todo, historias que enganchan; que "entretienen", por citar a otro tipo listo, de nombre Michael y apellido Chabon, para más señas.

"I read for entertainment and I write to entertain"

dice en Maps and Legends.

El entretenimiento no tiene nada de malo, menos aún si con Chabon lo consideramos como "todo placer que surge del encuentro de una mente atenta con una página de literatura". Y sea Aslan o no una recreación del Mesías y pueda leerse o no el León, la bruja y el armario en clave planetaria, lo cierto es que es una buena historia aunque al final resulte ser tan sólo un cuento de hadas.

Pues eso, que a veces las palabras significan lo que aparentan y no hay más. Y no por ello las historias que conforman son menos serias ni menos "literarias".



[1] Aviso a navegantes y muy especialmente a ocasionales lectores de cierta asociación católica con la que ya he tenido algún encontronazo y que insisten en malinterpretar mis palabras y en ignorar mis mensajes. No defiendo la historicidad de la anécdota ni creo que un león enterrara a miles de mártires en una noche. Lo que defiendo es la posibilidad de que los autores que se hicieron eco de tal leyenda creyeran en tal milagro. Avisados quedan.


martes, 13 de octubre de 2009

LA LIRA DE ORFEO (ROBERTSON DAVIES)

"La seguridad no es lo primero. La Bondad, la Verdad y la Belleza están por delante. Seguidme."

La plenitud de la Srta. Brodie

Muriel Spark

Fin de fiesta, se acabó lo que se daba. La trilogía de Cornish de Robertson Davies ha llegado a su fin y lo ha hecho del mejor modo de los posibles, con una magnífica, una colosal novela, de la que se pueden decir muchas y muy buenas cosas; para empezar, que sabe a Davies desde la primera a la última página. No en vano La lira de Orfeo nos trae de vuelta a María Theotoky y a Arthur Cornish, convertidos en mecenas de un magno proyecto: la reconstrucción y recreación del Arturo o el cornudo magnánimo -ópera de E. T. A. Hoffmann- que ha de llevar a cabo como trabajo de tesis doctoral la brillante y huraña Hulda Schnakenburg. Y al padre Simon Darcourt, factótum de la cuadrilla, encargado de la redacción del libreto, y a Mamusia y a Jerko, y, en cierta manera, también al difunto Francis Cornish, le beau ténébreux. A todos ellos y a nuevos personajes que, como la genial Hulda, bien merecen su momento de gloria, por fugaz que este sea.

Pero cuando digo que La lira de Orfeo sabe a Davies de principio a fin no me refiero tan sólo al regreso de viejos conocidos del universo de Cornish -¡y hasta de Deptford!- sino también a muy característicos tópicos del autor que se reconocen en su estructura interna -perdónenme la jerga estructuralista, por favor-. Vuelve el narrador de otro mundo, en este caso un Etah -acrónimo de E. T. A. Hoffmann- sito en el limbo de los creadores que no han logrado finalizar sus grandes obras y que ejerce de espectador global que todo lo ve pero poco comprende. Vuelve la erudición como un elemento fundamental de la trama. Y vuelve, sobre todo y ante todo, el lema programático de la obra. Si Ángeles rebeldes se construía en torno al aforismo de Paracelso alterius non sit qui suus esse potest -"que no sea del otro quien pueda ser dueño de sí"- y Lo que arraiga en el hueso tomaba el título del dicho osse radicatum raro de carne recedit -"lo que arraiga en el hueso no se desprende de la carne"-, en La lira de Orfeo la magna empresa de la reconstrucción y puesta en escena de Arturo o el cornudo magnánimo se plantea como el snark de Lewis Carroll, donde la escurridiza criatura simboliza no tanto la ópera como la superación del ideal de seguridad del filisteo gato Murr -también creación de Hoffmann- y la búsqueda de la Verdad y la Belleza. Así contado suena pedante e insoportable, lo sé. Nada más lejos de la realidad.

Quizá La lira de Orfeo no sea ni tan divertida ni sofisticada como Ángeles rebeldes, ni tan honda y redonda como Lo que arraiga en el hueso, pero si las dos entregas anteriores de la trilogía funcionaban como novelas perfectamente autónomas, o al menos podían hacerlo, esta Lira de Orfeo se convierte en un delicado y delicioso engrudo con el que ligar todos los brillantes pigmentos empleados previamente en la paleta. Y no, la metáfora no es gratuita. El resultado es un colosal tríptico, que, como el de Las bodas de Caná, no sólo deparará múltiples sorpresas a algunos de los personajes principales de la trama -pocas a los lectores de Lo que arraiga en el hueso; cosas de la ironía dramática-, sino que se erige en todo un testamento artístico. Y para llevar a cabo la actualización de su poética -en el sentido aristotélico- no podía Robertson Davies elegir otro estilo que el clásico. En tiempos de retórica vanguardista y epifánico desconcierto, no siempre justificado, por cierto, ese maestro del oficio de aspecto bonachón nos devuelve a los orígenes del "negocio" literario y ejerce de lo que deberían ejercer todos los narradores que se precien, de contador de historias. ¡Y qué historias!

Así que, por supuesto, lean.

martes, 6 de octubre de 2009

LA CIENCIA ESPAÑOLA NO NECESITA TIJERAS

Desde la aldea irreductible se nos viene animando a todos estas últimas semanas a adherirnos a la iniciativa "La ciencia española no necesita tijeras". Como no me parece de recibo que el partido en el Gobierno haya decidido recortar la inversión en I+D -Investigación y Desarrollo, para más señas- después de haber repetido hasta la saciedad hasta hace no demasiado tiempo que la de I+D es precisamente la fórmula para salir de la tan traída y llevada crisis, aquí estoy con mi pequeño grano de arena.

Sin embargo, no quisiera mostrar mis cartas -que, como verán, son en realidad de otros- sin antes precisar ciertas cosas. Entiendo Ciencia en sentido relajado -sensu lato, que dirían los latinos- como "conocimiento, saber y erudición" y no como "conjunto de conocimientos relativos a las ciencias exactas, fisicoquímicas y naturales" y en oposición a Letras. Digo esto porque la prensa se ha llenado estos días de declaraciones de científicos de bata blanca que desde sus laboratorios clamaban -con toda la razón del mundo, desde luego- contra el inminente recorte y el consiguiente desastre pero nadie parece haberse acordado de que no sólo en los laboratorios se cultiva la ciencia, sino que también hay investigadores en bibliotecas, archivos y museos. Y los que nos dedicamos a los saberes humanísticos hace ya mucho que trabajamos olvidados por las Instituciones públicas. Para nosotros, I+D suele ser igual a N+O por el mero hecho de dedicarnos a la investigación básica, encima de Letras.

Dicho lo cual, dejo aquí unas cuantas perlas de gente con muchísmo más talento que yo que tuvo la suerte de poder dedicar su tiempo a dejar constancia del mismo y de verlo reconocido:

"Mira, no hay éxito sin esfuerzo"

Electra, Sófocles

"Hacía años que me interesaba ese proyecto. Encarnaba una grandiosidad y un heroísmo pasados de moda, no servía para fines militares ni comerciales inmediatos y estaba movido por un sencillo y noble impulso: saber y entender más."

Amor perdurable, Ian McEwan

"Y cuando, por mucha reverencia con que lo hagamos, hemos matado una palabra, también hemos hasta donde nos ha sido posible, emborronado en nuestro intelecto eso que la palabra designaba en su origen. Los hombres no continúan pensando por mucho tiempo en aquello que ya no saben cómo decir."

De este y otros mundos, C. S. Lewis

"No hay modo alguno de mantenerse informado que no exija un esfuerzo, tanto si nos referimos a lo que sucede en el mundo, como a la física, a la liga nacional de béisbol o a cualquier otro asunto. La comprensión de las cosas no es gratuita."

Sobre democracia y educación, Noam Chomsky

"La seguridad no es lo primero. La Bondad, la Verdad y la Belleza están por delante. Seguidme."

La plenitud de la Srta. Brodie, Muriel Spark

"Rabelais era maravillosamente culto porque el saber le divertía y ésa es, a mi juicio, la mejor justificación del estudio. No la única, pero sí la mejor."

Ángeles rebeldes, Robertson Davies

"Y los que, como yo, se sienten oscuramente motivados por la convicción de que la existencia no vale la pena si no la convertimos en un viraje decisivo, estamos destinados a las letras, la filosofía, la poesía, la pintura, los juegos infantiles de la humanidad que tuvieron que abandonarse en los comienzos de la era científica. A medida que se vaya acercando el final, se recurrirá a las humanidades para elegir el papel pintado de la cripta."

Mueren más por desamor, Saul Bellow

"El progreso debería basarse en los principios, mientras que nuestro moderno progreso se basa sobre todo en los precedentes."

Lo que está mal en el mundo, G. K. Chesterton

"Es absolutamente necesario que los hombres lleguen a preservar algo más que lo que les sirve para hacer suelas de zapatos, o máquinas de coser, que dejen un margen, una reserva, donde puedan refugiarse de vez en cuando. Sólo entonces se podrá empezar a hablar de una civilización. Una civilización únicamente utilitaria llegará siempre hasta el final, es decir, hasta los campos de trabajos forzados. Debemos dejar un margen."

Las raíces del cielo, Romain Gary

"A la pregunta del valor práctico que tiene el saber que los neutrinos poseen masa, el doctor Dieter von Reichstag del Instituto Mains de Heidelberg reconoció que, aparte de no tener la más mínima idea, lo que realmente lo asombraba era que en un planeta de menor importancia (la tierra) que gira alrededor de un astro de tamaño medio, una especie se hubiera desarrollado tanto como para plantear esa pregunta."

Acción de Gracias, Richard Ford

"Se dice que Oxford es la morada de las causas perdidas; si el amor al saber por el saber mismo es una causa perdida en el resto del mundo, encarguémonos de que, al menos, encuentre aquí su lugar permanente."

Los secretos de Oxford, Dorothy L. Sayers

Todo lo cual viene a decir, en el fondo, aquello de:

Omnia disce, videbis postea nihil esse superfluum

["Apréndelo todo; verás después que nada es inútil"]

Hugo de San Víctor

Pues eso, que a buen entendedor...