“Una vez, siendo yo adolescente, mi padre me dijo: “Si temes, no vaciles. Métete en dificultades si ése es el curso honesto a seguir.” Era una hipótesis referida al arte del coraje que me vi obligado a refinar considerablemente en las guerras burocráticas, donde la carta que había que jugar era la paciencia. Pero también sabía que cuando el miedo se volvía paralizante había que esforzarse por hacer ese movimiento o dejar que el alma pagase las consecuencias. Cuando uno topaba con un fantasma, el curso honesto era claro: había que seguirlo.”
El fantasma de Harlot
Norman Mailer
Suele decirse con frecuencia aquello de que “una novela es una mentira que dice la verdad”. En virtud del pacto narrativo o de ficción se suspenden temporalmente las condiciones del mundo anterior a la lectura y se aceptan como buenas aquellas que establece el autor sirviéndose de determinados procedimientos retóricos. He aquí “la mentira”. Si la novela es buena, el resultado es la anagnórisis, el reconocimiento por parte del lector de una “verdad” previamente intuida y en la que este se reconoce –la identificación con lo leído, vaya- o bien la sorprendente constatación de una nueva “verdad”, que choca con convenciones previamente asumidas y hasta entonces nunca cuestionadas. En uno y otro caso se llega a “la verdad” a través de “la mentira”.
Sin embargo, esta mentira es en ocasiones muy difícil de reconocer como tal. No en vano intenta disfrazarse de verdad. Narración en primera persona, identificación del narrador con el autor, uso dramático de personajes y acontecimientos históricos... son sólo algunos de los procedimientos retóricos de los que un autor puede servirse con vistas a reforzar la ilusión poética. Las fronteras entre la verdad fáctica y la narrativa se difuminan entonces y el lector, más o menos ingenuo, es engañado o se deja engañar encantado y fascinado, por cierto, con y por lo que lee.
Pues bien, esto último es lo que me ha ocurrido con El fantasma de Harlot de Norman Mailer, responsable directa, junto con el sol estival, es cierto, del estado de abandono en que he tenido este lugar durante las últimas dos semanas. He sido engañada y me he dejado engatusar por esta reconstrucción monumental, brillante y de pasmosa verosimilitud, de la historia virtual de la CIA durante dos décadas fundamentales de la historia estadounidense y mundial: 1946-1965. El Berlín de la posguerra dividido en sectores y atravesado por túneles secretos –o no tanto-, la Revolución Cubana de Fidel Castro, la crisis de los misiles, la frustrada invasión de la Bahía de Cochinos, el misterioso ¿suicidio? de Marilyn Monroe, Frank Sinatra y sus tratos con la Mafia, los devaneos del Presidente Kennedy, su asesinato y hasta una posible explicación alternativa al Watergate brevemente esbozada al comienzo –bien distinta a los resultados de la investigación de Bob Woodward y Carl Bernstein- son algunos de los escenarios y personajes que habitan las más de 1200 páginas de esta novela.
Norman Mailer no perteneció a la CIA, como él mismo aclara en la más que lúcida nota final de la novela. Su historia ni siquiera responde a lo que un par de amigos de la agencia le hayan podido contar. No lo necesita. Él es novelista y cree, con razón, en la capacidad de los de su gremio para contar historias ajenas a su experiencia más inmediata a partir de su bagaje cultural y de su facultad imaginativa. A ello hay que sumar además una ventaja fundamental:
“Es pretender demasiado, pero, a fin de cuentas, llevo la ventaja de creer que los novelistas tienen una oportunidad única: pueden crear historias superiores en base a la intensificación de lo real, lo no verificado y lo totalmente ficticio.”
“Nota” de Norman Mailer a El fantasma de Harlot
Por más que Norman Mailer sea uno de los grandes representantes del realismo norteamericano contemporáneo, antes es novelista y, en consecuencia, tiene bula de sus lectores para escribir su verdad. Y su verdad es la historia de iniciación de Herrick Hubbard, un agente de la CIA, ingresado en la Agencia de la mano de su condecorado padre y de su poderoso padrino, el gran Harlot –epónimo de la novela-; y la de decenas de directivos, agentes de caso, espías –dobles y triples- esquizoides de profesión y por obligación; y la de la brillante Kittredge, consumida por el ambicioso proyecto vital de demostrar que todos los actos humanos son en última instancia resultado de la tensión y el equilibrio entre dos opuestos que habitan en cada uno de nosotros, Alfa y Omega, etc. Y su verdad es, en fin, una verdad a medias, como las de la vida. Pues sólo en las novelas de Ian Fleming encaja todo a la perfección. Nos queda a aquellos a los que James Bond no nos gusta ni nos convence demasiado, la obligación moral de intentar alcanzar nuevas certezas persiguiendo fantasmas como el de Harlot.
No se la pierdan.