“Para mí es un honor suficiente pertenecer al universo: a un universo tan grandioso y a un plan tan magno de las cosas. Ni siquiera Dios puede privarme de este honor, pues nada puede modificar el hecho de que he vivido; he sido yo, aunque por tan breve espacio de tiempo. Y cuando haya muerto, la materia que compone mi cuerpo será indestructible y eterna, y le ocurra lo que le ocurra a mi “alma”, mi polvo seguirá existiendo siempre y cada átomo de mí desempeñando su función individual, participaré de algún modo en el mundo. Cuando esté muerto, podréis hervirme, quemarme, ahogarme, dispersarme, pero no podréis destruirme: mis pequeños átomos no harán sino reírse de tan severa venganza. La muerte sólo puede matarnos.”
Bruce Cummings, apud David Lodge, La vida en sordina
Nada como la geología y la biología para tomar distancia. Pensar que en el fondo no somos más que átomos, química y conexiones eléctricas ayuda a poner en su verdadero lugar las banales preocupaciones de la vida moderna: ¿qué importan el nepotismo y la venalidad, el desempleo o la incertidumbre del ahora qué, cuando se contrastan con la furia de un volcán islandés capaz de poner en jaque a todo un hemisferio o se consideran a la luz de la perla de reconfortante materialismo que Vds. acaban de leer?
Extraña, eso sí, tanta contundencia, severidad y relevancia en una novela de David Lodge, habitual autor de desopilantes y geniales tramas de campus. El protagonista de La vida en sordina, Desmond Bates, vuelve a ser un profesor de lingüística pero los años pasan para todos, también para los “cuerpos de papel”, y el héroe de Lodge es en esta ocasión un profesor prejubilado que no acaba de adaptarse a su nueva situación y cuya vida parece haberse convertido en una lucha diaria contra su creciente sordera. Es esta tara la que nos depara los momentos más cómicos de esta historia. Y no es de extrañar, pues donde la ceguera es trágica y despierta empatía, la sordera es cómica y no suscita otra cosa que irritación, como inteligentemente señala el propio Desmond al comienzo de esta historia.
No me atrevería, sin embargo, a etiquetar esta novela de comedia, pese a que he reído con ganas en más de una ocasión y a que viene firmada por un maestro del género como David Lodge. Hace un tiempo utilicé por aquí el término de “comitragedia” para reflejar la estructura de la genial Caníbales y misioneros de Mary McCarthy y creo que de nuevo es esta etiqueta la que mejor encaja a la hora de caracterizar esta novela que, según avanza la trama, deja de ser vodevil de enredo para convertirse en una conmovedora reflexión sobre el propio deterioro y el inevitable final que a todos nos aguarda.
En cualquier caso, Vds. lean. Si quieren pasar un buen rato aderezado por alguna que otra reflexión de corte existencialista, lean.
P. S. Si el otro día denuncié los desmanes ortográficos del traductor de las Tormentas cotidianas de Boyd, me parece hoy de recibo subrayar los méritos de la traducción que Jaime Zulaika ha hecho para Anagrama de esta Vida en sordina; méritos que lo son más si se tiene en cuenta que la comicidad de esta novela reposa en su mayor parte en los equívocos lingüísticos generados por la sordera de Desmond Bates.
No hay comentarios:
Publicar un comentario