"Fue aquella una fecha memorable para mí, pues a ella debí grandes cambios en mi existencia. Pero en la vida de todos sucede lo mismo. Suponed que se suprime de ella un día determinado, y pensad cuán distinto habría sido. Los que estáis leyendo esto meditad por un instante sobre la larga cadena de hierro o de oro, de espinas o de flores, que nunca os habría sujetado de no haber sido por un primer eslabón que se formó en un día memorable."
Grandes esperanzas
Charles Dickens
Hace ya unos cuantos años que anoté estas líneas de las Grandes esperanzas de Dickens. Me parecieron entonces de lo más certero, quizás porque siempre he tenido memoria de elefante y acostumbro desde cría a remontarme en el tiempo en busca de las causas de los efectos. Hoy no tengo las cosas tan claras. Las palabras del buen Dickens pecan, creo ahora, de un exceso de optimismo, lo que no es de extrañar y además se agradece. No en vano señala con razón el gran gurú de la crítica occidental, Harold Bloom, que leer a Dickens es volver a la infancia, "a ser tal como éramos antes de perder la inocencia", es "volver a casa". Pero lo cierto es que a veces no hay un hito, un mojón al que atar la cadena de hierro o de flores, que otras lo inventamos a posteriori aquejados de esa fiebre llevadera, agradable y por eso mismo peligrosa que es la nostalgia, y que otras, en fin, hay un día sin duda memorable, pero aquello que lo hizo especial duele, avergüenza o atormenta de tal manera, que lo desterramos al olvido para poder seguir adelante.
"La memoria es dinámica, está viva. Si falta algún detalle y hay agujeros negros, la memoria llena los huecos hasta 'rememorar' por completo algo que no ha sucedido"
dice Ori, psicólogo y mejor amigo del protagonista de Vals con Bashir, Ari Folman. Folman, director de la película y coautor del cómic que aquí nos ocupa, estuvo en Beirut en 1982. Se hallaba entre los soldados israelíes que permanecieron inertes y con los brazos bajados mientras la milicia cristiana entraba en los campos de refugiados de Sabra y Chatila y masacraba a cuanto palestino -anciano, hombre, mujer o niño- se le ponía por delante. Folman estuvo allí pero no lo recuerda. Durante más de veinte años no "ha querido" recordarlo. La única imagen que desde entonces le acompaña es la de sí mismo saliendo desnudo del mar junto con dos camaradas de armas. Y es una alucinación, un delirio, burdamente interpretado al final de la historia, por cierto. Pues si algo lastra esta poderosa historia de reconstrucción de la memoria de un hombre culpable -por omisión, pero culpable al fin y al cabo- es la psicología barata que se adueña del último tramo.
Que la cadena de hierro de los judíos de hoy parte de Auschwitz y similares nadie lo pone en duda. Que en su enfrentamiento con los palestinos en Oriente Próximo han adoptado roles cercanos a los de sus verdugos de antaño se ha dicho muchísimas veces en las últimas décadas. Por eso no creo que haga falta repetirlo de un modo un tanto zafio desde el diván del psicólogo. Al fin y al cabo, siempre se ha dicho que una imagen vale más que mil palabras y Vals con Bashir es un cómic, ¿no?
No estoy demasiado gárrula hoy pero no le haría justicia a la soberbia antología de cuentos de Tobias Wolff Aquí empieza nuestra historia, si no les dejara, al menos, un botón de muestra como este:
"La bala ya está en el cerebro; no puede hacerse que siga para siempre ni detenerla por encantamiento. Al final hará su trabajo y dejará el cráneo atrás, arrastrando su cola de cometa de memoria y esperanza, talento y amor hasta el interior del templo de mármol del banco. No se puede evitar eso. Pero Anders todavía puede ganar tiempo. Tiempo para que las sombras se alarguen sobre el césped, tiempo para que el perro atado ladre a la pelota que vuela, tiempo para que el chico del lado derecho se golpee el guante de béisbol negro de sudor y recite suavemente: 'haiga más, haiga más, haiga más'".
“Una vez, siendo yo adolescente, mi padre me dijo: “Si temes, no vaciles. Métete en dificultades si ése es el curso honesto a seguir.” Era una hipótesis referida al arte del coraje que me vi obligado a refinar considerablemente en las guerras burocráticas, donde la carta que había que jugar era la paciencia. Pero también sabía que cuando el miedo se volvía paralizante había que esforzarse por hacer ese movimiento o dejar que el alma pagase las consecuencias. Cuando uno topaba con un fantasma, el curso honesto era claro: había que seguirlo.”
El fantasma de Harlot Norman Mailer
No creí que fuera a tener material sobre el que escribir esta semana. No he podido leer todo lo que hubiera querido estos días y ando todavía a mitad de camino de la voluminosa Aquí empieza nuestra historia de Tobias Wolff; y encantada de ello, por cierto. Pero de las virtudes de Wolff trataré otro día, cuando haya dado cumplida cuenta de su recién publicada antología. Si hoy he terminado apareciendo por aquí es para dar rienda suelta de la indignación, cabreo, mala sangre... llámenlo como quieran, que me ha producido ver aparecer una reseña aquí publicada hace unos meses en una base de datos dedicada a recopilar artículos sobre "catequesis, doctrina católica, ética y antropología".
La reseña en cuestión es la de En lugar seguro de Wallace Stegner y aparece firmada por una servidora, tal cual se publicó en su día. ¿Tal cual? No del todo. Minime! que diría el narrador de las hazañas de los irreductibles galos de Uderzo y Goscinny. Aparece bajo la desconcertante nota de "matrimonio y familia", precedida de una vergonzante glosa en la que se justifica mi entusiasmo ante la novela de Stegner y premura a la hora de recomendarla por haber descubierto en ella una especie de fuente inagotable de valores humanos como el amor, la amistad, el sacrificio... frente al confort material; valores, por cierto, que no sé con qué autoridad tienden a reclamar como propios y en exclusividad ciertos sectores del catolicismo más ferviente, aunque esa es otra cuestión.
Y como ilustración de la glosa y la reseña no comparece ya la sobria imagen de la señal de Vermont que yo seleccioné en su día, sino dos pastiches indescriptibles que muestran a sendas parejas felices y sonrientes a más no poder; una de recién casados y la otra acompañada por un pelotón de vástagos -he contado 13 pero cualquiera sabe- más rubios y con dientes más blancos aun que sus padres, si cabe -y como suele suceder, ¡sí! sí cabe-. Aquí mismo pueden contemplar el desastre.
Me dirá quizá alguno de Vds. que estoy exagerando. No lo creo. Es de sobra sabido por los lingüistas que la pragmática y su adorado dios, el Contexto, llegan adonde no son capaces de llegar las ecuaciones lógicas y matemáticas del estructuralismo. Vamos, que el "dónde se dice" importa -¡y mucho!- en la comunicación. El responsable del "rapto" de mi reseña no sólo ha hecho una lectura interesada y sesgada de la misma -la novela de Stegner ni la habrá leído seguramente- sino que la ha desquiciado al hacerla aparecer junto a artículos titulados "la sociedad contra el aborto", "algunas orientaciones sobre la ilicitud de la reproducción humana artificial", "to clone or no to clone", "ser concebido o ser producido", "la trivilización del sexo", "el bostezo, la sonrisa o el hipo de un bebé", "la indigestión laicista", "mujeres jóvenes, preparadas y en casa" -¡por favor!-, "sobre el llamado matrimonio homosexual" y un largo etc.
Cuando escribí sobre En lugar seguro de Stegner pretendía hablar de literatura. Nada más. Saben Vds. que no suelo tratar de otras cuestiones en este lugar donde, como Holden Cauldfield por Manhattan, intento pasar mis "vacaciones" del mejor modo posible. Y si no lo hago yo, no veo por qué nadie tiene que servirse de mis palabras para hacerlo y, lo que es peor, sin preguntar primero; mucho menos la Asociación Arguments con la que nunca he tenido ni tendré nada que ver. Pues no es que le importe a nadie por aquí ni por allí... pero no estoy bautizada, soy atea, creo en el laicismo más absoluto del estado, en la libertad individual de cada cual para elegir cómo y con quién vivir la propia vida y, cómo no, a leer lo que me venga en gana y comentarlo con amigos y lectores casuales en las procelosas aguas de la blogosfera sin verme de repente un día en un puerto como ese, adonde nunca pretendí ni quise llegar.
"Más tarde, pensó que la rana de la cacerola era un buen ejemplo del modo como la gente deja que ciertas cosas a las que está acostumbrada duren muchísimo tiempo, sin darse cuenta de que son precisamente esas cosas a las que está habituada las que la están matando. Y ahora se preguntaba, sentado en el coche de Benhardt, cuándo llegabas exactamente a ese punto y cómo te dabas cuenta de que estabas cerca de él, y en el caso, poco corriente, de que te dieras cuenta o intuyeras lo que iba a pasar, qué habías de hacer para no quemarte." La última oportunidad
Richard Ford
Creo que ya he dicho por aquí en más de una ocasión, y si no, lo digo ahora, que me encanta la trilogía que Richard Ford le dedicó a ese hombre tranquilo que es Frank Bascombe. No voy a hablarles hoy de este tipo tan singular, encantado con las pequeñas cosas de la vida. Eso lo haré, según creo, en la carrera estival de esa otra nave en la que de un tiempo a esta parte me enrolo encantada de vez en cuando.
Si aquí he traído hoy al bueno de Frank ha sido en un arranque de estructuralismo, según el cual, como saben, cuando de definir algo se trata, tan importante es lo que ese algo tiene como lo que no tiene. El contraste, vamos. Y si, como digo, El periodista deportivo, El Día de la Independencia y Acción de Gracias, me parecen magníficas novelas, la segunda de ellas rayana en la genialidad, el resto de la producción de Ford no me acaba de "llegar", ya se trate sus colecciones de relatos Rock Springs, Pecados sin cuento, De mujeres con hombres o de novelas como Un trozo de mi corazón o esta La última oportunidad que hoy traigo aquí.
Me explico. Lo intento, al menos. No es que no haya disfrutado con La última oportunidad, una notabilísima novela negra, con sus ritmos lentos de calores, drogas y alcohol -mezcal, para más señas-, con su suspense en aumento y con su "héroe" cínico y desencantado -no del todo aún, pues no es banal ni gratuito el título de esta historia- que en un intento de recuperar a Rae, la única mujer a la que ha amado, llega a una violenta y cada vez más hostil Oaxaca para sacar de la cárcel a su -su "de ella"- hermano Sonny antes de que lo maten. Una Oaxaca, por cierto, digna del mejor Malcolm Lowry; una casi espera ver salir el fantasma de su cónsul británico de cualquier esquina.
Claro que la he disfrutado. Pero por más que sepa que no hay que juzgar una novela por aquello que no es ni su autor quiso que fuera, como en su día señalara Updike en sus recomendaciones para escribir una buena reseña, la sombra de Frank Bascombe sigue siendo muy muy alargada y, pese a la indudable calidad de esta novela, como también de gran parte de los cuentos de Ford, no consigo evitar cierta decepción cada vez que leo algo de la prosa que Ford no ha dedicado a su hombre tranquilo.
"Evitamos decirlo, por pudor, pero en algunos momentos pensamos muy bien de nosotros mismos. Y sin embargo, bien mirado, nuestro fervor es puro camelo No queremos conquistar el cosmos, sólo queremos extender la Tierra hasta los lindes del cosmos. Para nosotros, tal planeta es árido como el Sáhara, tal otro glacial como el Polo Norte, un tercero lujurioso como la Amazonia. Somos humanitarios y caballerescos, no queremos someter a otras razas, queremos simplemente transmitirles nuestros valores y apoderarnos en cambio de un patrimonio ajeno. Nos consideramos los caballeros del Santo-Contacto. Es otra mentira. No tenemos necesidad de otros mundos. Lo que necesitamos son espejos. No sabemos qué hacer con otros mundos. Un solo mundo, nuestro mundo, nos basta, pero no nos gusta cómo es. Buscamos una imagen ideal de nuestro propio mundo; partimos en busca de un planeta, de una civilización superior a la nuestra, pero desarrollada de acuerdo con un prototipo: nuestro pasado primitivo. Por otra parte, hay en nosotros algo que rechazamos; nos defendemos contra eso, y sin embargo, subsiste, pues no dejamos la Tierra en un estado de prístina inocencia, no es sólo una estatua del Hombre-Héroe la que parte en vuelo. Nos posamos aquí tal como somos en realidad, y cuando la página se vuelve y nos revela otra realidad, esa parte que preferimos pasar en silencio, ya no estamos de acuerdo."
Solaris
Stanislav Lem
Que "el hombre es la medida de todas las cosas" lo dijo ya Protágoras de Abdera en el siglo V a. C., primera formulación explícita del relativismo moral. Pero más importante aún es, creo yo, el hecho de que con esta afirmación y por primera vez en Occidente se considere al hombre -y no al aparato divino o a una Naturaleza deificada- no sólo el centro de todas las miradas sino también el responsable de las mismas. El hombre contempla y es contemplado a la vez, con las consecuencias que ello acarrea para el Conocimiento. Ya saben, aquello de la pescadilla que se muerde la cola o lo de que no se puede ser a un tiempo juez y parte. Nos servimos, por ejemplo, de la lengua y las matemáticas para describir y ordenar realidades externas a nosotros pero ¿en qué medida pueden dar cuenta de realidades no humanas constructos como aquellos, artificiosos, abstractos, convencionales y, por tanto, exclusivamente nuestros? La del homo mensura es a un tiempo una realidad inevitable y una arrogante falacia. Como hombres proyectamos sobre todas las realidades, conocidas o no, humanas o no, las categorías que sabemos o creemos válidas, sin ser conscientes de que, al hacerlo, incurrimos en un pecado capital: la soberbia; o hybris, que dirían los trágicos griegos.
Pues bien, Solaris de Stanislav Lem es una escalofriante y a un tiempo hermosa fábula sobre la ya mentada falacia del antropocentrismo, la imposibilidad del Conocimiento y, en última instancia, el poder redentor del amor y la esperanza. Es posible, sin embargo, que de nuevo haya comenzado por el final. El principio es la aventura estelar de Kris Kelvin, psicólogo, llamado a la estación espacial Prometheus. Por cierto que no creo casual este nombre, pues, según relata Hesíodo, Prometeo fue el titán amigo de los hombres que engañó a los dioses no una, sino dos veces. Si eso no es hybris, que baje Zeus y lo vea. Dicha estación se halla sobre Solaris, un enigmático e inquietante planeta, a años luz de la Tierra, cuyos designios parecen regidos por un Océano inteligente que ha dado lugar a infinita literatura científica -creada y recreada por Lem con absoluta maestría-. Papel mojado, no más, según se nos revela, pues las incontables horas que Kelvin pasa en la biblioteca de la estación revisando la bibliografía esencial de la ciencia solariana no hacen sino confirmar que, pese a todos los desvelos, esfuerzos y sacrificios, muchas veces fatales, el hombre sigue sin saber nada de la naturaleza, origen o intención -si es que la hay, pues "donde no hay hombres, no hay motivos humanos"- del único habitante del planeta. Este último, el Océano, ha reaccionado a ciertos experimentos encarnando para los responsables de los mismos, Gibarian, Snaut y Sartorius, y después para el propio Kelvin, fantasmas de su inconsciente -su "de ellos", digo-, dando vida a "quistes psíquicos" de su memoria:
"Algo, un fantasma, pudo haber surgido en él alguna vez, hace diez o treinta años, algo que él rechazó y ha olvidado; algo que no temía, pues sabía que nunca permitiría que cobrara fuerzas, que se manifestara de algún modo. Imagínate ahora que de pronto, en pleno día, vuelve a encontrar ese pensamiento encarnado, clavado en él, indestructible. Se pregunta dónde está... ¿y tú sabes dónde está?
-¿Dónde?
-Aquí -susurró Snaut-, en Solaris."
Otro magistral torpedo disparado por Lem a nuestra línea de flotación. El horror, el verdadero horror -que diría el Kurtz de Conrad- se halla en nosotros mismos si desaparecen las fronteras entre acción y pensamiento, certeza y posibilidad, realidad y fantasía, como lo hacen en Solaris.
Pero pese a la seguridad de la irremediable ignorancia, al "sólo sé que no sé nada" socrático -ya que de filósofos griegos parece ir hoy la cosa-, a lo absurdo del sufrimiento provocado por ese Océano pueril, dios imperfecto que simplemente es y actúa sin un fin concreto, al terror al propio 'yo'... pese a todo ello, hay aún lugar para la Esperanza, esa a la que para bien o para mal -las opiniones son de lo más variado- liberó Epimeteo, hermano de Prometeo, de la jarra de Pandora.
"El arte no es una forma de ganarse la vida. Es más bien una forma muy humana de hacer la vida más soportable. Practicar un arte, bien o mal, es una forma de hacer crecer el alma. Por el amor de Dios, canten en la ducha. Bailen con la música de la radio. Cuenten cuentos. Escriban un poema para un amigo o para una amiga, aunque sea pésimo. Háganlo tan bien como sepan y obtendrán una enorme recompensa. Habrán creado algo".
Kurt Vonnegut, Un hombre sin patria
"Sometimes it's hard, trying to make art you know you can sell without feeling that you are selling it out. And then sometimes it's hard to sell the art that you have made honestly without regard to whether or not anyone will ever want to buy it. You hope to spend your life doing what you love and need and have been fitted by nature or God or your protein-package to do: write, draw, sing, tell stories. But you have to eat."
Michael Chabon, Maps and legends
"In all sorts of areas of our life, we enhance the quality of our lives by going for the slow option, the path which takes a little bit of effort."
Philip Hensher "Why handwriting matters" The missing ink
Declaración de intenciones...
"It's just magic! Magic!"
C. S. Lewis-A. Hopkins en "Shadowlands" Richard Attenborough
"¿Qué pasa si no existe Dios y nosotros sólo vivimos una vez y se acabó? ¿No te interesa? ¿No te interesa esa experiencia?"
"Hannah & her sisters" Woody Allen
But it's exactly that vitriol and its unacceptable nature that Twain intended to capture in the book as it stands. Perhaps this is not a book for younger readers. Perhaps it is a book that needs careful handling by teachers at high school and even university level as they put it in its larger discursive context, explain how the irony works, and the enormous harm that racist language can do. But to tamper with the author's words because of the sensibilities of present-day readers is unacceptable. The minute you do this, the minute this stops being the book that Twain wrote.
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