“Comprendo vuestro escepticismo. ¿Por qué en tiempos como éstos iban los dioses a volver entre los hombres? Pero el hecho es que nunca os hemos abandonado; sólo que vosotros habéis dejado de tenernos en cuenta. Porque ¿cómo íbamos a desaparecer, nosotros que no podemos estar sino en todas partes? Simplemente dimos la impresión de que nos retirábamos, durante un decoroso intervalo, como diciendo que sabemos cuándo no se desea nuestra presencia.”
Los infinitos
John Banville
Decía hace unos meses Antonio Lozano en su crítica para el Qué Leer que Los infinitos se halla a mitad de camino entre el Banville más Banville, denso, espeso, barroco y difícil, y su negro heterónimo Benjamin Black, de prosa más austera, directa y desprovista de retórica. Y tiene razón. De hecho, esta lectora, que sudó con La carta de Newton, Imposturas y El mar, ha leído mejor que bien este vodevil de estructura clásica, evidentes resonancias plautinas y hasta deus ex machina final en el que Zeus, Hermes y el dios Pan juegan caprichosamente con la familia Goldley, reunida en su casa de la campiña inglesa en un día de verano para despedir al agonizante patriarca. Es cierto, sí, que las entradas y salidas se salpimentan aquí y allá de hondas y sesudas reflexiones sobre la infinitud, la posibilidad de otros mundos, la mortalidad y la alteridad pero el ritmo de la trama no se resiente en exceso y no resultan demasiado gravosas. Al fin y al cabo, una sabe quién es el autor del libro que tiene entre las manos y al igual que Zeus sigue siendo Zeus por más que adopte la figura de Anfitrión o de Adam Goldley Jr., y Hermes sigue siendo Hermes aunque se transfigure en Sosias, Banville sigue siendo Banville.