miércoles, 27 de julio de 2011

LOS INFINITOS (JOHN BANVILLE)

“Comprendo vuestro escepticismo. ¿Por qué en tiempos como éstos iban los dioses a volver entre los hombres? Pero el hecho es que nunca os hemos abandonado; sólo que vosotros habéis dejado de tenernos en cuenta. Porque ¿cómo íbamos a desaparecer, nosotros que no podemos estar sino en todas partes? Simplemente dimos la impresión de que nos retirábamos, durante un decoroso intervalo, como diciendo que sabemos cuándo no se desea nuestra presencia.”

Los infinitos

John Banville

Decía hace unos meses Antonio Lozano en su crítica para el Qué Leer que Los infinitos se halla a mitad de camino entre el Banville más Banville, denso, espeso, barroco y difícil, y su negro heterónimo Benjamin Black, de prosa más austera, directa y desprovista de retórica. Y tiene razón. De hecho, esta lectora, que sudó con La carta de Newton, Imposturas y El mar, ha leído mejor que bien este vodevil de estructura clásica, evidentes resonancias plautinas y hasta deus ex machina final en el que Zeus, Hermes y el dios Pan juegan caprichosamente con la familia Goldley, reunida en su casa de la campiña inglesa en un día de verano para despedir al agonizante patriarca. Es cierto, sí, que las entradas y salidas se salpimentan aquí y allá de hondas y sesudas reflexiones sobre la infinitud, la posibilidad de otros mundos, la mortalidad y la alteridad pero el ritmo de la trama no se resiente en exceso y no resultan demasiado gravosas. Al fin y al cabo, una sabe quién es el autor del libro que tiene entre las manos y al igual que Zeus sigue siendo Zeus por más que adopte la figura de Anfitrión o de Adam Goldley Jr., y Hermes sigue siendo Hermes aunque se transfigure en Sosias, Banville sigue siendo Banville.

miércoles, 20 de julio de 2011

A LANDING ON THE SUN (MICHAEL FRAYN)

“I should say that happiness is being where one is and not wanting to be anywhere else.”

A landing on the sun

Michael Frayn

No extraño demasiado mis años en el Alma Mater Ovetensis. Si acaso echo algo de menos, además de algún que otro amigo, claro está, es ese estado de expectante ilusión y hasta de euforia obsesiva que se adueñaba de una cuando iniciaba un trabajo nuevo y todo era aprender. Pronto llegaban los callejones sin salida aparente, las dudas ante el terreno resbaladizo pocas veces o nunca antes pisado pero hasta entonces... ¡qué maravilla!

Algo similar le ocurre a Brian Jessel, protagonista y narrador de esta novela del nunca bien ponderado Michael Frayn. Funcionario del gobierno británico y encargado por sus superiores de investigar las circunstancias que décadas atrás rodearon la extraña muerte de Summerchild, a la sazón también funcionario y padre de una amiga de su infancia, se embarca Jessel en un trabajo modélico para todos los doctorandos que en el mundo son. Pues no sólo muestra Jessel una dedicación exclusiva y hasta obsesiva con el objeto de su trabajo, sino también imaginación, ingenio, intuición y una capacidad de empatía que roza lo inquietante. Que los hallazgos de Jessel poco tengan que ver con secretos militares, la carrera espacial y defecciones al bando ruso durante la Guerra Fría y nos descubran, más bien, una historia extraordinaria por su banalidad y cotidianeidad, es lo de menos. Al fin y al cabo, viene esta novela firmada por Michael Frayn, maestro de la comedia al que las editoriales españolas insisten en ignorar. Y por más que esta historia nos deje un regusto melancólico y que no haya posibilidad alguna de happy end, por más que haya más lugar para la sonrisa que para la carcajada, lo improbable, que no inverosímil, de la investigación de Jessel y el proyecto de Summerchild, sólo pueden entenderse como lo que son: una increíble, soberbia y maravillosa comedia que nadie se debería perder.

Así que ya saben... lean, lean.


viernes, 15 de julio de 2011

PICNIC EN HANGING ROCK (JOAN LINDSAY)

Se inicia esta historia con la descripción de un locus amoenus en el estival febrero australiano. Es el Día de San Valentín de 1900 y las encopetadas señoritas del internado Appleyard se disponen a realizar una excursión que las llevará, en principio, hasta el pie mismo de Hanging Rock; sólo en principio. La naturaleza australiana poco tiene que ver, en realidad, con la placidez insinuada en las primeras líneas y no puede domeñarse como los arriates de un jardín inglés. Es salvaje, agresiva y violenta y no entiende de corsés, miriñaques y níveos guantes. De hecho, la volcánica montaña se traga a tres de las adolescentes y a una de sus profesoras en circunstancias más que extrañas y lo que hubiera podido ser el relato pacífico y agradable de un día de campo se torna más pronto que tarde en una desasosegante distopía digna del mismísimo William Golding de El señor de las moscas. Joan Lindsay se muestra, eso sí, capaz no sólo de la violencia más cruda y extrema –no por anunciado y previsible deja el final de la historia de sacudir al lector- sino también de tratar con afecto a algunos de sus personajes, en un juego de justicia y retribución del que algunos consiguen salir milagrosamente indemnes.

Así que yo, en su lugar, leería. Aunque se le quiten a una las ganas de salir de excursión, leería.


martes, 12 de julio de 2011

THE ITALIAN SECRETARY (CALEB CARR)

Desde el cada vez más inclemente verano gijonés les hago hoy una breve visita para tratar por duplicado del más célebre azote de criminales victoriano, el gran Sherlock Holmes. Para empezar y antes de que se me olvide, déjenme que les recomiende más que vivamente la divertidísima –que diría Chabon- revisión moderna que Steven Moffat & Mark Gatiss han hecho para la BBC de algunos casos de la pareja de Baker Street, a la que yo llegué por recomendación del siempre certero Milo Krmpotic’.

Para seguir, les diré que igual de bien me lo he pasado con The Italian Secretary, una nueva aventura del un tanto insufrible detective, escrita con mucha solvencia por Caleb ‘el Alienista’ Carr. Divertimento sin pretensiones, bien planteado y de trama bien trabada y resuelta, es esta una lectura ideal para días como los precedentes, en que una negrura sin igual y la pertinaz e insistente lluvia desaconsejan “bajar” a la playa.

Así que ya saben, Vds. vean y lean y, si sus pagos lindan con el Cantábrico, échenle paciencia.


sábado, 9 de julio de 2011

STONER (JOHN WILLIAMS)

Las comparaciones, dice el refranero popular, son odiosas pero a quien desde aquí les escribe se le antojan poco menos que inevitables. Será cosa probablemente de sus muchos años de formación en la Universidad de Oviedo pero una no puede sino declararse estructuralista y, en consecuencia, describir la lengua y ¡el mundo! no sólo por lo que es sino también por lo que no es; en función de las relaciones que mantiene con aquellos elementos con los que convive, vaya. Esta semana La herencia de Nicholas Shakespeare ha precedido inmediatamente a Stoner de John Williams entre mis lecturas. De la primera les diré tan sólo por ahora que es una novela condenadamente mal construida. Tendrán más detalles en el Qué Leer del próximo mes de septiembre. De la segunda les diré que es increíblemente buena y es todo aquello que la primera debió ser. Para empezar, sencilla, que no simple.

Stoner tiene la rotundidad y la fuerza de la sencillez bien entendida: un único protagonista, una única línea temporal –la de la vida-, tan sólo un par de conflictos –uno personal y el otro laboral- pero ¡tan bien planteados y desarrollados...! Esta lectora devoró los capítulos dedicados al enfrentamiento entre Stoner y su némesis en el Dpto. de Inglés de la Universidad de Missouri y tan sólo lamentó no haber sabido de esta novela cuando hace ya tres años sufrió una postergación parecida en su alma mater. Todo es vivísimo y vibrante, sincero y honesto en el retrato de este hombre. No hay impostación alguna y, al terminar, una se descubre pensando que, por una vez, los paratextos de la contraportada tienen razón: “¿Por qué no es más conocido este libro?”; y, sobre todo, ¿por qué sus editores de Baile del Sol no le han hecho justicia con una traducción más cuidada y desprovista de faltas de ortografía?.

En cualquier caso, Vds. lean, lean.



lunes, 4 de julio de 2011

DISTURBIOS (J. G. FARRELL)

“... saboreando el conocimiento agridulce de que nada es invulnerable al paso del tiempo, al cambio y a la decadencia; ni siquiera los recuerdos que uno ha atesorado más ferozmente.”

Disturbios

J. G. Farrell

Recién llegada de mis más que queridos y ya añorados pagos meneses, hago un alto en mi rutina vacacional de playa, siesta, Tour de Francia y mejores o peores lecturas para dejarles por aquí la crítica del Booker perdido de J. G. Farrell, Disturbios, que ningún nostálgico impenitente ni lector con capacidad para apreciar la Literatura con mayúsculas debería perderse. Si además compaginan, como yo, su lectura con problemas domésticos como los generados por una lavadora que no centrifuga y que expulsa el agua a través del tambor, un enjambre de abejas, una caldera que se niega pertinazmente a calentar el agua y, por supuesto, un techo que se viene abajo por obra y gracia del agua acumulada durante años en el tejado, podrán apreciar en su justa medida el alivio proporcionado por la identificación con lo leído. Así que, por supuesto, Vds. lean, lean.

“Disturbios”

Autor: J. G. Farrell

Traductor: J. M. Álvarez Flórez

Editorial: Acantilado

544 páginas. 25 euros

[Cinco tinteros]

Resulta, como mínimo, curioso, que un cambio de reglamento privara a esta magnífica novela, como a otras publicadas en 1970, de participar en la carrera por el galardón más preciado de las Letras Inglesas. Y es que Disturbios de J. G. Farrell, flamante Booker perdido desde el pasado año, trata precisamente del cambio y de la pérdida. Ambientada en la Irlanda inmediatamente posterior a la Gran Guerra, a la deriva en la mar gruesa del ejército inglés, de un lado, y la violencia creciente del recién creado Sinn Féin, de otro, es ésta una historia de epígonos de una era más que extinta; en la línea, en cierta manera, de La montaña mágica de Thomas Mann, pero con mucha mayor cabida para el humor.

No deben Vds., sin embargo, llevarse a engaño. Incluso en sus pasajes más divertidos, que los hay, y muchos, se percibe que una cuerda se está tensando demasiado, una nota discordante, un acorde menor. Los megalómanos delirios de Spencer, el director del hotel, las rutinas de sus pintorescos huéspedes, la idiosincracia del ¿servicio? o la ruina de un edificio ocupado por la vegetación y ¡los gatos! no sólo nos hacen reír, sino que además nos conmueven. Pues la ruina del Majestic –símbolo evidente, aunque nada grueso, el nombre es de todo menos casual- es también la del Imperio Británico y el cambio, incluso si es para mejor, conduce a la melancolía y a la nostalgia; hasta tal punto, de hecho, que cuarenta años después el jurado del Booker ha mirado atrás y hecho justicia a esta historia.

Publicado en Qué Leer, nº 167 (julio-agosto, 2011)