“Proud people breed sad sorrows for themselves
Wuthering Heights
Emily Brontë
Ocurre frecuentemente con los clásicos que una cree conocerlos sin haber siquiera abierto sus tapas o visto el reparto inicial. Una escucha los títulos de Casablanca y Cantando bajo la lluvia y cree saber de qué tratan sólo por ser capaz de recitar el “Tócala, Sam” o el “Siempre nos quedará París” o por haber visto a Gene Kelly saltando y volando de felicidad bajo un señor chaparrón; igual que todo el mundo sabe que el Quijote era ese tipo tan tocado del ala que confundió un grupo de molinos con una recua de gigantes. E inevitablemente una prejuzga. Sólo después, cuando da un paso más allá, si es que lo da, comprueba que Casablanca no es sólo una historia de amor, sino también una entretenidísima y emocionante peripecia con lugar para la intriga y, sobre todo, muy nobles sentimientos; que Cantando bajo la lluvia no es un musical bobalicón más, sino una brillante y chispeante muestra de arte y talento capaz de subirle la moral a cualquiera en horas bajas; y que las bondades del Quijote, por supuesto, abarcan mucho más que un par de episodios simpáticos.
Que ¿a qué viene todo esto? a que he dedicado las noches de estas últimas tres semanas a leer las Cumbres borrascosas de Emily Brontë y comprobado, en fin, que la imagen que de ella tenía era resultado de un simple y vulgar prejuicio. De hecho, lo más seguro es que no la hubiera leído siquiera, si no hubiera sido por E., compañera de instituto, “zuritos” y excursiones, con quien, mientras andábamos perdidas por el bosque –y esto no es una licencia poética, créanme-, discutí hace algún tiempo sobre las bondades de Emily Brontë y Jane Austen. Se alineaba ella del lado de la primera y yo de la segunda pero, cuando ella me reconoció que sólo había leído Mansfield Park y no Emma u Orgullo y Prejuicio, me tocó a mí aceptar que no había leído Cumbres Borrascosas. Sí, sabía que era la tortuosa historia de amor imposible entre Heathcliff y Cathy en el tormentoso páramo inglés, pero se me antojaba poco más que una historia sentimentaloide y cursi típica del xix.
Nada más lejos, como he tenido ocasión de comprobar tras leerla en la preciosa edición –en inglés, por supuesto; ¿adivinan de qué da clase?- que me regaló a la vuelta de las Navidades. Y, sí, Cumbres borrascosas es la tortuosa historia de amor imposible entre Heathcliff y Cathy, pero nada hay en ella de cursi o sentimentaloide. Al contrario, si exceptuamos las volubles efusiones de Cathy Jr., que, por otro lado, bien caro acabará pagando, todo se calla y se enquista de un modo perverso en esta historia de locura, culpas y faltas heredadas, más cercana a una tragedia griega que a la literatura romántica, o peor, rosa, con la que tan a menudo y tan injustamente se la vincula. Y es que con su torrente de tumultuosas emociones –calladas y por eso mismo más intensas-, sus parajes tormentosos y desolados, sus personajes al límite o bastante más allá de la locura y, es inevitable, su conveniente ración de tisis, Cumbres borrascosas es antes Romántica que romántica y es, en fin, un clásico por derecho propio que merece, como los más arriba citados, ser leído a fondo, al margen de la pátina que los prejuicios de unos y otros le hayan atribuido. Así que, como ya les recomendé en alguna u otra ocasión, esperen una buena noche de tormenta o temporal –hoy mismo pueden-, acomódense en el sofá junto a la calefacción y bajo una buena manta y, por supuesto, lean, lean Cumbres borrascosas.