De Miller a Miller y tiro porque me toca. Empecé la pasada semana leyendo y decepcionándome un tanto con Presencia de Arthur Miller. Como buena parte de su prosa, la que le he leído al menos, se halla esta colección de relatos muy lejos de las sublimes cotas alcanzadas por La muerte de un viajante o Las brujas de Salem, lo que por otra parte no es de extrañar; pero también de otros dramas como Todos eran mis hijos o Incidente en Vichy. Ni color, vaya.
Y he seguido con Las vidas privadas de Pippa Lee de su hija Rebecca, uno de esos libros pedidos a Círculo de Lectores después de hojear la revista una y otra vez y de no encontrar nada más llamativo. Quizá crean Vds. por el título y el tono provisional de esta entrada que vengo aquí hoy a criticar la endogamia y el nepotismo de la farándula literaria y a acusar a Rebecca Miller de "hija de papá". Pues no.
Lo cierto es que me ha sorprendido para bien esa Pippa Lee casada con un hombre que podría ser su padre y retirada en lo mejor de la vida a uno de esos ghetos de lujo a los que los jubilados americanos de la clase media alta van a pasar los últimos años de su vida participando en clubes de lectura, yendo a clases de cerámica y jugando a minigolf con camisas floreadas y pantalones de chándal; de esa Pippa Lee aparentemente feliz y satisfecha pero en cuya vida las piezas no acaban de encajar. Por lo pronto, ha empezado a levantarse de noche a preparar opíparas cenas o desayunos, a fumar y a conducir hasta el supermercado... mientras duerme.
Por desgracia, el más que prometedor comienzo da paso a un relato un tanto tópico de desmanes y excesos de juventud -ya saben, sexo, drogas y rock & roll- de una Pippa marcada de por vida por la insana dependencia de y para con su madre y por la culpa. O las culpas, debería decir. Y es una pena. No me entiendan mal. La historia es fluida, se deja leer bien y rápido y hasta remonta parcialmente el vuelo cuando se recupera el tiempo de la narración y nos devuelven a Villa Arruga. Pero para entonces una ya tiene la sensación de estar ante una novela vulgar, del montón y está también bastante harta de cierto vicio estilístico que debería haber sido corregido, si no por ella en la revisión -"se escribe el primer borrador con el corazón; se relee con la cabeza" escuché en una ocasión-, sí por su editor: el exceso de símiles. Saben bien que en esto de las letras abogo por una escritura eficaz, sencilla y directa, que no llame la atención sobre sí misma. Prefiero echar de menos antes que de más. En otras palabras, lo bueno, breve. Así que me chirrían y hasta repelen por innecesarios y burdos los símiles o metáforas, del tipo A como B, para más señas, de los que está plagada la novela, según los cuales la gente se esfuerza como el viento para derribar un árbol, las cosas se asimilan como las tortitas absorben la mantequilla, los amantes se devoran como un oso una cesta de picnic -¿quién no se acuerda de Yogui y de Bubu en Yellowstone?- las cosas brillan como el acero inoxidable y las ideas y sentimientos se dispersan como un rebaño de ovejas asustado por la aparición de un coche. Cito de memoria pero no creo dejarme ninguno.
Lo dicho. ¡Qué pena!