martes, 30 de diciembre de 2008

UN ÁRBOL CRECE EN BROOKLYN (BETTY SMITH)


“Un árbol crece en Brooklyn. Algunos lo llaman el árbol del cielo. Caiga donde caiga su semilla, de ella surge un árbol que lucha por alcanzar el cielo. Crece en solares delimitados por tablas entre montones de basura amontonada. Es el único árbol que crece en el cemento. Crece exuberante... sobrevive sin sol, sin agua, hasta sin tierra, en apariencia. Podríamos decir que es bello, si no fuera porque hay tantos de su misma especie.”

Aunque estas palabras ocupan el lugar habitualmente destinado a la dedicatoria del autor o a una inspiradora cita, son de facto el comienzo mismo de Un árbol crece en Brooklyn de Betty Smith. Resultan, al menos, de lo más programático y oportuno, pues “el árbol del cielo” del párrafo recién citado no es sino un símbolo -evidente y predecible, pero no por ello menos lírico y pertinente- de la pequeña Francie Nolan, que como la Mick Kelly de Carson McCullers o la Scout Finch de Harper Lee se merece formar parte del elenco de grandes personajes que en la Historia de la Narrativa Norteamericana han sido.

La pequeña Francie y su hermano Nellie son hijos de Johnny Nolan, marido enamorado y padre cariñoso pero demasiado dado a la botella, y de Katie Rommery, ingeniosa, correosa y pertinaz. Ellos son los Nolan, pobres de solemnidad, que sobreviven a duras penas en el Brooklyn de comienzos del siglo XX. A duras penas y gracias al tesón y al ingenio de Katie, capaz de crear innumerables platos a base de pan duro, de ingeniar una ficción con que entretener a sus famélicos hijos -convertidos cuando no hay comida que llevarse a la boca en exploradores del Polo Norte a los que no termina de llegar el auxilio- y de obligarlos a leer cada noche antes de acostarse una página de la Biblia y otra de las Obras Completas de Shakespeare. Katie no acabó la escuela elemental, sus hermanas y su madre ni siquieran saben leer y escribir pero si algo tienen claro las Rommery es que la educación es el único modo de salir de pobre y de tener acceso a una vida mejor.

Y pese al hambre, al frío, la obligación de trabajar después de la escuela, el orgullo constantemente herido por la brutalidad y la ignorancia de sus vecinos, la pequeña Francie es aún capaz de disfrutar de la vida y de apreciar los pequeños detalles que hacen que esta sea digna de ser vivida. Pues como señala cerca del final de la novela, la felicidad no es algo lejano y abstracto, sino que se consigue mediante cosas concretas y sencillas como un zaguán en el que guarecerse de un aguacero en la compañía adecuada, una taza de café bien amargo o un buen libro que leer en la escalera interior con algunos caramelos al alcance de la mano. Como “el árbol del cielo” atestigua, también hay lugar para la belleza entre la mugre y la pobreza. Así lo siente Francie, lúcida, despierta y orgullosa, y así lo defiende ante un arrogante médico o una profesora de lengua bienintencionada pero terriblemente corta de miras, incapaz de apreciar el verdadero talento:

“- Pero la pobreza, el hambre y la embriaguez son temas desagradables. Todos admitimos que estas cosas existen, pero no se escribe sobre ellas.

- Entonces, ¿sobre qué se escribe? [...]

- Hay que sondear la imaginación en busca de belleza. El escritor, como el artista, debe procurar siempre alcanzar la belleza.

- ¿Qué es la belleza? -preguntó la niña.

- No puedo sugerir una mejor definición que la de Keats: “Belleza es verdad, verdad es belleza”.

[...]

- Esos cuentos son la verdad.

- ¡Qué disparate! -estalló la señorita Garnder. Luego, suavizando su tono, continuó-: Por verdad entendemos cosas como las estrellas que están siempre en el cielo, el esplendor del sol naciente, la nobleza de la humanidad, el amor materno y el amor a nuestra patria -terminó con descendente convicción.

-Ya veo -dijo Francie.”

He aludido más arriba a El corazón es un cazador solitario de McCullers y a Matar un ruiseñor de Harper Lee. Betty Smith nació en el mismo Brooklyn y no pertenece al gótico sureño, pero Un árbol crece en Brooklyn es pariente directo de historias como estas, así como también de las de Eudora Welty e incluso del primer Truman Capote. Pues no sólo está protagonizada por una niña lista, sensible y despierta y tiene una indudable altura literaria, sino que se incardinan en ella de modo indisoluble lo trágico y lo cómico para confirmarnos una vez más que, como en su día concluyera el bueno de Edmundo Dantés, no hay ventura ni desgracia en el mundo sino comparación de un estado con otro y podemos y debemos en esta dura vida “confiar y esperar”.

viernes, 26 de diciembre de 2008

LA INTERPRETACIÓN DEL ASESINATO (JED RUBENFELD): ¿MALA...? NO, PEOR


He dedicado los primeros días de las vacaciones navideñas a la lectura de La interpretación del asesinato de Jed Rubenfeld, que el año pasado fue bastante leída y recibió, al parecer, entusiastas críticas en el ámbito anglosajón. En ella parte el debutante Rubenfeld del viaje que en agosto de 1909, y junto a sus seguidores Jung y Ferenczi, realizó Freud a los Estados Unidos de América y desarrolla a continuación una historia de inquietantes y terribles crímenes que el narrador de la historia, Stratham Younger -o no; luego volveré sobre esto- intentará resolver psicoanalizando a una de las víctimas, la joven y seductora Nora Acton.

A simple vista la trama prometía suspense y entretenimiento fácil pero desde ya digo que si por algo destaca esta novela es por lo mala que es; mala con avaricia. Para empezar, los personajes se multiplican sin orden ni concierto y sin que muchos de ellos cumplan papel alguno en el desarrollo de la trama; tan sólo le restan espacio a aquellos que habrían merecido una mayor dedicación de parte del autor: el de Freud, sin ir más lejos. Las tramas se superponen y se interrumpen unas a otras sin ningún tipo de ilación entre ellas y sin que las secundarias sirvan al desarrollo de la principal. En esta última además el autor juega continuamente al despiste, como en las malas películas de suspense, y multiplica los giros de la historia -cada vez más rocambolescos- para acabar con un final imposible en que se descubren pasadizos secretos, agresiones fingidas, pruebas manipuladas, inversos complejos de Edipo, pederastia, sádicos locos huidos de manicomios de mínima seguridad y, cómo no, una sociedad secreta autodenominada el Triunvirato. Y en esa multiplicidad de tramas hay lugar también para discursos varios con vueltas y revueltas sobre el To be or not to be de Hamlet, envidias intelectuales, o policías y psiquiatras protagonizando en el Hudson una escena al más puro estilo de Silvester Stallone -en Daylight para más señas-.

El autor cambia continuamente el punto de vista sin que ello parezca fruto de una decisión consciente y si bien parece que la narración corre a cargo de Stratham Younger, uno de los protagonistas, este es sustituido en no pocas ocasiones por un narrador omnisciente que saber lo sabrá todo, pero decir dice más bien poco -y mal- y se hace del todo insoportable y sabihondo con sus intentos de dejarnos en suspense cada vez que cambia el foco de su atención. Todos los capítulos se cierran con algo del estilo de “si el policía apostado a la entrada principal hubiera mirado entonces hacia el parque, habría visto al hombre que en aquel momento saltaba la verja...” Y por si todo esto fuera poco, todo ello viene envuelto en una prosa vulgar y prefabricada con lindezas como las que siguen:

1. “Sólo un gentil puede llevar el psicoanálisis a la tierra prometida. Tenemos que lograr que Jung no ceje en su defensa de die Sache. Todas nuestras esperanzas dependen de él.
Lo que Freud dijo en alemán significa la causa. No sé por qué empleó esas palabras Freud, en lugar de las inglesas. Durante varios minutos nadie habló. Empezamos a desayunar. Brill, sin embargo, no comió nada. Se mordía las uñas. Di por supuesto que la conversación sobre Jung había terminado, pero volvía a equivocarme.”
2. “A las diez de aquel viernes por la mañana, un mayordomo recibió el correo de Banwell en el vestíbulo. En un sobre se veía la bonita y curvilínea letra de Nora Acton. Estaba dirigida a la señora Clara Banwell. Por desgracia para Nora, George Banwell estaba aún en casa. Por fortuna, el mayordomo tenía por costumbre llevarle el correo a la señora Banwell en primer lugar, y es lo que hizo aquella mañana. Por desgracia, Clara aún tenía en la mano la carta de Nora cuando entró en el dormitorio su marido.”

Creo que los ejemplos hablan por sí mismos. No me resisto, sin embargo, a comentarlos. El pobre Sigmund no sabrá por qué le han hecho decir die Sache en lugar de la Causa pero a mí se me ocurre una explicación más que plausible y es que el señor Rubenfeld ha querido dejar patente que es un tipo documentado que ha estudiado a base de bien para escribir esta novela. De hecho, insiste sobre su labor de documentación en la pretenciosa nota final, dedicada a separar ficción y realidad y en la que con falsa modestia da las gracias a sus hijas por haber detectado “errores que nadie más supo ver (ya desde la primera página)”. Estoy segura de que así fue, así como de que se dejaron unos cuantos más, quizás por miedo a provocar un drama familiar y a herir la autoestima de su padre. Por cierto que el propio Rubenfeld invita a sus lectores a dejar constancia en la web de la novela de cuantos errores aprecien.

En cuanto a la segunda perla, o Rubenfeld se cree un tipo divertidísimo o no relee lo que escribe, o quizás un poco de cada. Uno de tantos.

Leía ayer en el prólogo de Constantino Bértolo a La cena de los notables (Periférica) que en su opinión lo que vertebra el hecho literario es la responsabilidad, ya se trate de la del autor, del lector, del crítico o del editor. Estoy de acuerdo. Y aunque autor y editor no han cumplido con la suya, yo intentaré cumplir con la mía. Así que por primera vez, no lean, no lean, por favor.

miércoles, 17 de diciembre de 2008

EN LUGAR SEGURO (WALLACE STEGNER)

“No me importa lo que especulen o las respuestas que se den. Vivimos como podemos, hacemos lo que debemos hacer, y no todo se rige por parámetros freudianos o victorianos.”

En lugar seguro, Wallace Stegner

En un momento dado de En lugar seguro de Wallace Stegner (Libros del Asteroide) uno de los personajes cita vagamente a Henry James:

“Henry James dice en algún sitio que si tienes que tomar notas sobre cómo te ha impresionado una cosa, lo más probable es que no te haya impresionado.”

Antoni Marí afirma, a su vez, en el prólogo a La figura de la alfombra del propio James (Impedimenta) que no hay ningún lenguaje capaz de hacer comprensible la verdad del arte, de exponer con conceptos sus ideas, ni de sustituir la obra por su comentario.” Cierto es -¡por suerte!, aunque ello me lleve a cuestionarme el “para qué” de este lugar- y no porque esté tarado el lenguaje por una incapacidad intrínseca o deontológica de referencia, como hace algún tiempo discutíamos por aquí a propósito de Guerra y Lenguaje de Kovacsics, sino porque por mucho que racionalicemos los logros y deméritos de esta o aquella obra de arte, en último término el arte y la literatura de verdad apelan a algo que está más allá de la razón, que es mucho más visceral y primario.

Se preguntarán Vds. qué es lo que justifica tan densa y abstracta obertura. Pues bien, la secuencia que da respuesta a su pregunta es la siguiente: 1.- he leído En lugar seguro de Wallace Stegner; 2.- me ha impresionado; 3.- no sé del todo por qué. Intentaré, no obstante, aventurar unos cuantos porqués no con la intención de descifrar la clave del enorme talento de Stegner, ni mucho menos de ofrecer un pobre sucedáneo en forma de comentario o reseña -¡nada más lejos!-, sino simplemente para invitarles a leer esta redonda y rotunda historia de amistad protagonizada por dos matrimonios, los Morgan -Larry y Sally- y los Lang -Sid y Charity- durante unas cuantas décadas del pasado siglo XX.

Humildes y, sobre todo, desarraigados, los Morgan llegan a Madison (Wisconsin) en plena Gran Depresión. En el mismo Departamento de Literatura que Larry trabaja Sid Lang, un carismático profesor -no tan buen académico- casado con Charity, embarazada como Sally. Pero si los Morgan son humildes y no tienen familia en que ampararse, los Lang ni siquiera necesitan trabajar para vivir y cuentan con una amplísima familia radicada en lo mejor de Vermont, Nueva Inglaterra. La simetría es absoluta y la atracción entre ambos matrimonios instantánea. Identidad y contraste. La amistad es inevitable. Y no se trata de una amistad efímera o superficial sino de la amistad por la que aboga Cicerón en su Laelius, de amicitia (22), en otros tiempos traducido por todos los estudiantes de Letras en su primer año de Universidad:

“Y no hablo ahora de la común o la mediocre, aunque esta también agrada y resulta útil, sino de la auténtica y acabada, como fue la de muy pocos. Pues la amistad vuelve más espléndidas las circunstancias favorables y, las adversidades, al compartirlas, las hace más llevaderas.”

He mencionado antes la simetría interna de la novela, que va mucho más allá de lo dicho, por cierto. Dicha simetría es refrendada por la estructura externa. En lugar seguro se abre y se cierra en Vermont, en el tiempo real de la narración. Entremedias, recuerdo, recuerdo y más recuerdo, de incomparable viveza y con su inevitable punto de invención, por supuesto. El recuerdo es, de hecho, el motor narrativo de la novela. Y más concretamente se trata del recuerdo de Larry, el narrador con más talento del grupo, llegado a Vermont junto con Sally para reunirse por última vez con Sid y Charity, aquejada de un cáncer terminal. Nihil novum sub sole, es cierto. La muerte de un amigo o inminencia de la misma ha sido con frecuencia detonante de este tipo de historias. Mutatis mutandis, pienso ahora en The Big Chill de Lawrence Kasdan (1983), en Los amigos de Peter de Kenneth Branagh (1992) o en Las invasiones bárbaras de Denys Arcand (2003).

¿En qué radica pues el mérito de En lugar seguro de Wallace Stegner? En su rotundidad y sinceridad, en la viveza, encanto y carisma de sus cuatro protagonistas, a los que cualquiera querría tener por amigos -y que conste que yo no tengo queja de los míos; al contrario-, en la elegancia y contención con que el autor escribe sobre uno de los mayores dones de la vida, la amistad, y, para no extenderme más, en imborrables escenas como la que cierra la historia.

Pero esto es sólo lo que yo digo. Lo que Vds. deberían hacer es apresurarse a leer. Así que una vez más, corran, corran... y lean, lean... por favor.

miércoles, 10 de diciembre de 2008

SHANGRI-LA: DERIVAS Y FICCIONES APARTE

“Alegres hijos del placer, el mar, la húmeda patria, nos ha mecido haciéndonos dichosa la vida.”

Allan Cunningham

Desde El Arrecife de Donovan y por obra y gracia de Max y Lemmy, nuestros bravos y cada vez más esforzados capitanes, acaba de arribar a puerto Shangri-La tras una larga singladura. Si yo fuera Vds. no me perdería la nueva entrega del cuaderno de bitácora, que incluye la Carpeta Memoria/s de Auschwitz, en la que esta humilde grumete que desde aquí les escribe ha tenido el honor de participar.

Lean, lean... aquí.




lunes, 8 de diciembre de 2008

Y POR FIN... LINCOLN (GORE VIDAL)

Ha querido la casualidad que termine de leer Lincoln de Gore Vidal en estos días en que Barack Obama se prepara para la toma de posesión del próximo mes de enero y en que conmemoramos solemnemente la forja de nuestra Constitución y la Declaración Universal de los Derechos Humanos, que cumplirá 60 años el próximo miércoles 10 de diciembre. Seguramente ha sido esta misma acumulación de efemérides y las inquietantes aunque previsibles noticias sobre los vuelos ya-no-tan-secretos de la CIA las que han inspirado la columna titulada “Degradante” con la que Manuel Vincent cerró la última edición dominical de El País. En ella se cuestiona Vincent la actualidad, o mejor, la vigencia, de logros como el habeas corpus del Derecho Romano, la Carta Magna de Juan Sin Tierra -tan denostado por el imaginario colectivo, Robin Hood mediante-, la Declaración de Independencia y la Constitución de los Estados Unidos de América, entre otros.

Y me parece una coincidencia porque, para empezar, Lincoln llegó al poder, como Obama, prometiendo ser un presidente “del pueblo, por el pueblo y para el pueblo”. Si este se fogueó de joven entre los estratos más desfavorecidos y marginales de Chicago y ha repetido hasta la saciedad que su máxima preocupación no es Wall Street sino Main Street, aquel y su círculo alimentaron largo tiempo la imagen de hombre sencillo, quasi paleto de Kentucky, trabajador del ferrocarril. Y, para seguir, porque si Lincoln ha pasado a la historia rodeado de la muy digna y envidiable aura de Gran Libertador -no en vano fue el responsable último de la proclama de emancipación por la que se liberó a los esclavos del Sur durante la Guerra de Secesión; por los motivos equivocados, me temo, como luego veremos- lo cierto es que al menos a tenor de la novela que aquí nos ocupa, nunca fue oro todo lo que tanto relucía. Como, por otro lado, suele suceder.

La novela de Gore Vidal está por entero dedicada, desde su mismo título, rotundo y absoluto, al bíblico presidente, al Viejo Abe, al Tycoon, a Lincoln. Arranca con su clandestina y nocturna llegada a la insalubre, crispada y mayoritariamente secesionista Washington y termina con su teatral asesinato -nunca mejor dicho- a manos de John Wilkes Booth, “el astro más joven de América”, poco después del término de la cruentísima guerra y de la al fin lograda reelección.


Entremedias se entrega el autor a la ardua tarea de desmontar una leyenda, la del Gran Libertador, para descubrir al hábil político y al pertinaz hombre, cuyo compromiso para con la Unión -una e indisoluble- y no la abolición de la esclavitud, como tiende a sugerirse, le llevó a arrastrar a su país a una terrible guerra civil; y como suele suceder en circunstancias excepcionales como una guerra de tal calibre, a suspender indefinidamente el habeas corpus, la libertad de prensa y... a proclamar la emancipación de los esclavos de la Confederación ante el casus belli, es decir, a liberar a los esclavos del Sur para evitar que lucharan contra el ejército yanki; no por una convicción moral.

De hecho, uno de los principales obstáculos a los que el Anciano tuvo que hacer frente durante su administración fue la oposición interna de los miembros más radicales de su partido -el Republicano-, los abolicionistas, que como Samuel Chase, creían en la necesidad de la abolición de la esclavitud por encima de los trastornos económicos que esta pudiera suponer y en dicha abolición como objetivo primordial de la guerra.

Lincoln es, como reza su contraportada (Edhasa, 2006), una novela histórica de gran calado. Es cierto que por momentos resulta excesiva y repetitiva y que en el último tercio de la novela es demasiado obvio y un tanto pueril el andamiaje con el que Vidal nos conduce al asesinato. Hoy día el dónde y el cómo del asesinato de Lincoln a manos de John Wilkes Booth, actor de segunda, forma parte del imaginario colectivo y, más que ayudar al desarrollo de la trama, molestan al lector los comentarios sobre la agilidad con la que Booth trepaba al balcón de Julieta en las representaciones de Shakespeare; porque se advierte que tan sólo intentan prepararnos para el momento en que Booth salte desde el palco presidencial al escenario rompiéndose un tobillo y gritando sic semper tyrannis! Decía que es cierto que Lincoln tiene alguna que otra tara de estilo y algún problemilla estructural, pero no lo es menos que el resultado es más que notable y que, al despejar el aura legendaria con el que se suele rodear a esta gran figura, Gore Vidal no hace sino abundar en la idea de la falibilidad humana y de la caducidad de ciertos grandes logros, lastrados con frecuencia por el enorme peso de haber sido buscados y conseguidos por los motivos equivocados.