jueves, 30 de octubre de 2008

LOS HECHOS: AUTOBIOGRAFÍA DE UN NOVELISTA (PHILIP ROTH)

“En el péndulo de la autoexposición, que oscila entre el mailerismo agresivamente exhibicionista y el salingerismo secuestrado, diría que yo ocupo una posición intermedia, tratando en plaza pública de resistirme tanto al cotilleo gratuito como al pavoneo, sin hacer del secreto y la reclusión un fetiche demasiado santo.”
Los hechos: autobiografía de un novelista, Philip Roth
Hace ya unos cuantos meses hablé en otro lugar y a propósito de la magnífica Sale el espectro de Philip Roth acerca de la ingenuidad de las lecturas que identifican el “yo” de una narración con su autor. En aquella novela criticaba Roth con crudeza y con razón el reduccionismo biográfico al que tiende la crítica “de una manera absolutamente estúpida” y el “popular apetito de secretos”. Extraña pues a primera vista, y bastante, que el mismo Roth sea el autor de una obra como Los hechos: autobiografía de un novelista, recientemente publicada en España por Seix Barral (septiembre, 2008), pero de hace ya un par de décadas.

Si lo único que a un lector debe importarle de un novelista es su ficción, como ha repetido hasta la saciedad por medio de Zuckermann, ¿por qué escribir una autobiografía? Roth ha de justificarse, sobre todo ante el propio Zuckermann, su genial “hombre de paja”, a quien condenó a la incomprensión y soledad, al rechazo por parte de los suyos, haciéndole escribir y publicar Carnovsky, para la que en vano reclamó Zuckermann la condición de ficción, de mentira –“que dice la verdad”, pero mentira al fin y al cabo-:
“¿Por qué reclamar ahora la visibilidad biográfica, sobre todo teniendo en cuenta que me educaron en la creencia de que la realidad independiente propia de la ficción es lo único verdaderamente importante, y que los escritores deben permanecer en la sombra?”
(ibidem)
La primera respuesta que Zuckermann recibe en el brillante prólogo –que, como decía el otro día, debería convertirse desde ya en lectura obligatoria de todo curso de teoría y crítica literaria- es un afán de desficcionalizarse, de desmitologizarse, de presentar el mero esqueleto de su vida. Y esa es la tarea que emprende -o más bien dice emprender- aun consciente de que
“los recuerdos del pasado no son recuerdos de los hechos, sino recuerdos de tu imaginación de los hechos. Hay algo ingenuo en un novelista como yo cuando habla de presentarse ‘sin disfraz’ y de describir la vida sin la ficción.”
(ibidem)
Y tanto que sí. Desde el momento en que emprende uno la tarea de contar, de narrar, aunque sea lo realmente acaecido, o lo que uno recuerda como tal, necesariamente manipula. Para empezar y sin ir más lejos, porque selecciona; más aún si encima se trata de contar la propia vida y uno tiene “la preocupación de no causar daño directo”. Como Zuckermann le recrimina a su autor:
“Aquí intentas que pase por franqueza lo que a mí más bien me parece la danza de los siete velos: lo que está en la página es como la contraseña de algo que falta.”
(ibidem)
Pese a todo, Roth se pone manos a la obra y nos entrega unos cuantos episodios de su vida: su infancia en Newark en el seno de un caluroso hogar judío; sus años de universidad; su tormentosa relación con “la chica de sus sueños”; sus desencuentros con la comunidad judía... Y aunque el resultado es un relato cálido y nostálgico, muy agradable de leer, carece de la fuerza de los relatos del otro Roth, el creador de ficciones a las que arroja sin piedad a Zuckermann y en las que hay lugar para lo inadmisible y lo bochornoso, que pueden mostrarse y percibirse en su plenitud. Así se lo dice Zuckermann en el también brillante epílogo:
“Querido Roth:
Dos veces he leído el manuscrito. Ahí va la franqueza que me pides: no lo publiques; te sale mucho mejor escribir sobre mí que informar ‘escrupulosamente’ sobre tu propia vida.”
(ibidem)
Así que volvamos al comienzo: ¿por qué ha escrito Philip Roth una autobiografía? Pues para jugar un poco con nosotros, lectores más o menos ingenuos, y demostrar mediante el contraste con el resto de su obra que cuando de decir la verdad se trata, la ficción es mucho más eficaz. Recuperando de nuevo el colofón de Andrés Neumann a su columna en el Babelia, “no hay nada más sincero que un personaje que nos cuenta quiénes somos”. Y si unos cuantos lectores se han formado en el camino una idea equivocada sobre Roth autor, ¿qué más da? Más a su favor. Habrá cumplido su trabajo de creador de ficciones. Habrá engañado a unos cuantos.
“Claro está que proyectar al mundo unos personajes esencialmente imaginarios de personalidad maníaca, constituye una incitación a que se te malinterprete. Pero el hecho de que algunas personas se equivoquen y no tengan ni idea de quién eres o dejas de ser no me sugiere que tengas que enmendarles la plana. Es exactamente lo contrario: debes considerar un éxito haberlos llevado a esas falsas conclusiones; eso es lo que se supone que debe hacer la ficción.”
(ibidem)

jueves, 23 de octubre de 2008

POR SUS OBRAS LOS CONOCERÉIS

Ha querido la casualidad que esta semana haya leído unas cuantas afirmaciones más que lúcidas e inteligentes sobre la ficción y la autobiografía. Para empezar, las contenidas en Los hechos de Philip Roth, pretendida autobiografía de la que espero poder escribir aquí en breve. Especialmente reseñables son su prólogo y epílogo, en los que el simpar Zuckermann toma la palabra, y cuya lectura debería ser obligatoria para todo estudiante de filología y crítica literaria; o mejor, para todo lector que no quiera pecar de ingenuo.

Para seguir, el “Querido personaje” con el que Andrés Neuman mejoró el Babelia del pasado sábado, 18 de octubre. Su columna comienza bien:
“Que la presencia del yo en la escritura dependa del empleo de la primera persona me parece una de las mayores simplificaciones que han campado por los desiertos del debate literario. La dicotomía entre primera y tercera persona es falsa: cualquier personaje imaginario puede esconder a un álter ego, igual que un monólogo íntimo puede basarse en artificios ficcionales.”

Y aún termina mejor:

“No hay nada más sincero que un personaje que nos cuenta quiénes somos.”

En el mismo número del Babelia la inefable Joyce Carol Oates presenta la autobiografía como “memoria semificcionalizada” siguiendo la misma línea del prolífico genio de Newark –y de nuevo me refiero a Roth, por supuesto-.

Así que hoy me han chirriado aún más, si cabe –y sí, sí cabe- muchas de las cosas escuchadas en el encuentro que Margaret Atwood, galardonada con el Premio Príncipe de Asturias de las Letras, ha protagonizado en la Biblioteca de Humanidades de la Universidad de Oviedo. Y no fue “la Margaret Atwood”, como por accidente se refirió a ella el Rector en la presentación de la presentación, la responsable de las tonterías allí dichas, aunque me pareció un tanto forzada su insistencia en ganarse al público a base de bromas como “¿Es demasiado extremista afirmar que la mujer es un ser humano?”. No, los responsables de los dislates fueron las profesoras y doctorandas que con ella compartieron estrado, algunos de los pocos asistentes que tuvieron la oportunidad de participar en el coloquio y los intérpretes –“lector veroz” y “repagar” fueron algunas de las perlas de las que tomé nota- encargados de la traducción simultánea.



El retorcido, malintencionado y agramatical por contrario a la economía lingüística “queridas colegas y colegas masculinos” con que abrió el acto la entrevistadora principal, profesora de Filología Inglesa y responsable del programa sobre Estudios de género de nuestra Universidad, no auguraba nada bueno y se convirtió en presagio de lo que estaba por venir. Y será verdad que la feminidad es una constante de la obra de Atwood, pero no la única. De hecho, si por algo destacaban las tres piezas que leyó la autora –“Asesinato en la oscuridad”, “La tienda de campaña” y un ingenioso monólogo de Gertrudis, madre de Hamlet- es por la metaficción, piedra angular de la narrativa contemporánea más actual. Sin embargo, buena parte de los presentes insistieron en preguntar sobre lo femenino: “¿Hay esperanza para las mujeres como género?”. En fin... La Atwood, todo hay que decirlo, mantuvo el tipo y respondió muy sensatamente rechazando la generalización, afirmando la individualidad de las mujeres y preguntando a su vez “¿esperanza de qué? ¿a qué estado de cosas quiere Vd. llegar?”.

Y es que además de por su parcialidad, que conculca, por cierto, la vocación universal del arte en general y de la obra literaria en particular, la mayoría de las intervenciones pecaron de intelectualismo y de un abuso de abstracción e interpretación. Otras, en cambio, caían en el tópico –“¿Qué consejo le daría al escritor novel?”- y la obviedad: “¿Han influido su biografía y su bagaje de lecturas en su obra? Y si es así, ¿cuál es el hecho de su biografía que más la ha marcado como escritora?” Una vez más, en fin... Como la propia Atwood contestó muy sensatamente, nadie, salvo el mayor de los egotistas, es capaz de hacerse esa pregunta ante un espejo.

Con todo, la novelista comenzó su intervención con un breve recorrido por su biografía, desde su nacimiento en la muy muy grande Canadá –tan grande, dijo, que se pueden dibujar las islas británicas en uno de sus lagos-, donde la naturaleza es hostil y los errores se pagan con la muerte –hasta dio consejos sobre descenso de aguas rápidas y protocolos a seguir en caso de que uno tenga la desgracia de quedar atrapado con el coche en las densas nieves norteñas- hasta su primera firma de libros en la sección de tienda de ropa interior masculina de unos Grandes Almacenes.

Si de alguna manera esos orígenes condicionan su obra, afirmó la autora, es porque le enseñaron a ser práctica y pragmática. Ese pragmatismo se hallaba tras su brillante denuncia de la irrealidad de la banca, pura convención humana basada en algo tan relativo como la confianza. Uno de los mejores momentos del encuentro, de hecho, fue el del símil que estableció entre la banca mundial y la escena del Peter Pan de Barrie en la que se insta a los niños a aplaudir y a aplaudir si creen en las hadas, para que estas sigan existiendo.

Y ese mismo pragmatismo, añado yo ahora recuperando de nuevo al Roth de Los hechos, es el principio de “todo suceso auténticamente imaginario”, que “empieza por abajo, en los hechos, en lo específico, no en lo filosófico ni en lo ideológico ni en lo abstracto”. Las Crónicas de Narnia de C. S. Lewis surgieron de la imagen de un fauno –el futuro Sr. Tumnus- merendando un bocadillo de sardinas al abrigo de un acogedor fuego y el mismo Harold Pinter afirmaba que sus personajes, simbolizaran lo que simbolizaran, nunca nacían como representaciones alegóricas sino de un contexto concreto y particular.

Así las cosas, poco puede aportar a la lectura de la obra el interrogatorio directo del lector al autor. Me he dedicado hasta aquí a cuestionar las preguntas que se le formularon a Margaret Atwood y alguien me podrá preguntar con malicia qué le hubiera preguntado yo. La respuesta es nada. Absolutamente nada.

El otro día decía Lentitud en su casa que no le importaba la biografía de un autor al margen de cuatro o cinco datos para contextualizarlo y que prefería quedarse con “la mejor y más perfecta mentira que nos ofrece y deja un escritor: sus textos.” Amén a eso. Yo soy de su mismo credo. De hecho y sin que sirva de precedente, ya que nos estamos poniendo religiosos, citemos los Evangelios (Mateo 7, 15) para revestirnos de autoridad: “Por sus obras los conoceréis”. Como añadía Lentitud, “todo lo demás sobra”. “Son puñetas estilo David Copperfield”, que diría el bueno de Holden Cauldfield.


viernes, 17 de octubre de 2008

COMEDIA DE ALLÍ Y DE AQUÍ


Llevo ya cierto tiempo intentando “limpiar” mi librería. Y no me refiero aquí a quitar el polvo, acabar con la carcoma y, aún peor, sus parásitos. Recuérdenme, por cierto, que les cuente algún día acerca de los tormentos que por aquí sufrimos por culpa de unos bichejos semejantes a hormigas cuyo nombre científico es scleroderma domesticum y que en mi familia reciben desde tiempos remotos el más apropiado nombre de “abisinios” –por sus resonancias guerreras, por supuesto; ¡cómo pican los condenados!-. No. Cuando hablo de “limpiar” mi librería me refiero a dar cuenta de todos esos libros que se van acumulando durante meses e incluso años sin que les prestemos la debida atención: regalos o compras que dejamos para más adelante por escasez de tiempo o, sobre todo, por aquello del “ahora mismo no me apetece leerlo”.

Total, que después de la ballardiana El Imperio del Sol, me he dedicado esta semana a un par de lecturas más ligeras y cómicas, como son 1. Trapos sucios de David Lodge y 2. El asombroso viaje de Pomponio Flato de Eduardo Mendoza, que llevaban algún tiempo acumulando polvo por aquí.

1. No descubro nada nuevo al decir que David Lodge es uno de los más destacados autores cómicos –y no sólo cómicos, a tenor de su estupenda ¡El autor, el autor!- de las letras inglesas contemporáneas. Sus divertidas tramas ambientadas en el abotargado mundo académico, protagonizadas por sufridos profesores universitarios de no demasiados escrúpulos, son una buena terapia para momentos de agobio y –por exageradas que parezcan- permiten al lector hacerse una idea cabal de los vicios que acechan hoy día en cualquier departamento universitario que se precie: mezquindad, vanidad, arribismo, venalidad, endogamia, ignorancia, pereza... La lista es larga -y la vida breve-.

En Trapos sucios las víctimas de Lodge no son los académicos, sino escritores y periodistas. Sus pecados, eso sí, son los mismos. Pues esta pequeña novela adaptada a partir de una pieza teatral homónima, también de Lodge, es una sátira inteligente y de agradable lectura sobre el frágil y desmesurado ego de los escritores, su vanidad e inseguridad, y sobre los excesos del periodismo cultural –o no tanto- de los últimos tiempos. Y no hay para mucho más, la verdad. Es ligera y divertida pero también intranscendente, pese a los exultantes comentarios de su contraportada.

2. Mejor me lo he pasado, en cambio, con El asombroso viaje de Pomponio Flato de Eduardo Mendoza, una divertidísima parodia de la novela clásica de detectives que resulta ser una “precuela” evangélica y que juega con las posibilidades cómicas del anacronismo sin caer en los excesos de los Monty Python y su Vida de Brian, por ejemplo. Y ello lo adereza Mendoza con muy ágiles y desternillantes diálogos salpicados de referencias al mundo clásico –a su mitología, a su filosofía, a su literatura e historia- bien traídas y llevadas –lo que visto el panorama actual es una muy notable virtud- y en ningún caso postizas.

Saben Vds. lo que se opina por aquí acerca de la narrativa contemporánea anglosajona y la española, pero como bien dice el Pomponio Flato de Mendoza, “a ninguna regla le faltan excepciones”, así que en esta ocasión y, sin que sirva de precedente, me quedo con la comedia de aquí antes que con la de allí.

domingo, 12 de octubre de 2008

EL IMPERIO DEL SOL (J. G. BALLARD)

Creo que fue Max Aub quien dijo que “uno es de donde hace el bachillerato” y seguramente no andaba muy desencaminado. Pero ¿qué ocurre si precisamente en esa etapa crítica en que nos consolidamos como las personas que seremos, con los intereses a los que nos dedicaremos y los amigos de los que nos rodearemos se nos priva de las tan necesarias certezas y seguridades y se nos arroja a un mundo ambiguo, violento y hasta entonces inimaginable? Eso es lo que le ocurre a Jamie por obra y gracia de la Guerra del Pacífico.

Un día, tan sólo un día –el que siguió al Día de la Infamia; el del bombardeo de Pearl Harbour, ya saben- le basta a Jamie para comprobar la fragilidad del mundo de privilegios que sus padres han construido para él en la zona inglesa del Shanghai ocupado por los japoneses. Tan sólo unas horas bastan para derribar la centenaria jerarquía por la que los ingleses mandan y los chinos obedecen servilmente. Así que cuando, accidental y definitivamente separado de sus padres, recibe la bofetada del ama china de su amigo Patrick, Jamie tiene la certeza de estar pagando ya por algo que él mismo o bien alguno de sus semejantes ingleses ha hecho. Es tiempo de guerra y la guerra poco se parece a las épicas escenas en blanco y negro proyectadas en los cines de Shanghai. No hay buenos y malos –o al menos no se los reconoce con facilidad; de hecho, Jamie admira la disciplina, abnegación y valentía de los japoneses- ni es fácil escoger el bando propio. Menos aún en el caso de Jamie –llamémosle Jim, su nombre de guerra, a partir de ahora-, todo un desarraigado; no sólo por haber sido violentamente separado de sus padres, sino porque la única patria que ha conocido, el Shanghai colonial de bombones de licor, mazurcas de Chopin, piscinas, fiestas y colegios de pago, ha desaparecido y ha sido sustituido por otro donde la propia vida está en peligro por el simple hecho de poseer una bicicleta; y porque Inglaterra, la tan mentada Inglaterra, no es para Jim más que un nombre mítico de tan mágicas asociaciones como Avalon o Camelot.




Pese a todo, pese a la novedad, la ambigüedad, la violencia, la incertidumbre y el desamparo, pese a todo ello, digo, Jim se construye su propio hogar en la frágil seguridad del campo de prisioneros del aeródromo de Lunghua al que es enviado, rodeado de tan diferentes “maestros” como el abnegado Dr. Ransome, el frágil Sr. Maxted, o, sobre todo, el sibilino, pragmático y cínico Basie, de quien aprende el difícil y moralmente ambiguo arte de la supervivencia. Es este último quien le muestra a Jim –casi siempre a su costa; la de Jim, digo- aquello que se ha dado en llamar la “universidad de la vida”. Así que el “bachillerato” de Jim, su hogar –por retomar los términos de Max Aub-, es la guerra. Él mismo se empeña en recordar con nostalgia sus primeros años en el campo de prisioneros. No es de extrañar, por tanto, su reticencia a aceptar el fin de esta tras la epifánica –en la novela, me refiero- explosión de Nagasaki.

Con dicha explosión se inaugura una nueva parte de la novela, más ballardiana que el resto, en la que el entorno se percibe más amenazador si cabe –y sí, sí cabe- y todo, contemplado a través de los febriles ojos de un Jim cada vez más resignado a la propia muerte, aparece difuminado por la acción de ese sol de blanca luz que todo lo ilumina y a todos deslumbra –la bomba nuclear- y desdibujado por la acción del agotamiento, el hambre, la sed, la arena y el polvo, la sangre y el pus. En ese nuevo mundo que la bomba nuclear ha inaugurado, sin embargo, algunas certezas mantienen su vigencia y el hombre, como anunciara Plauto y parafraseara Hobbes, sigue siendo un lobo para el hombre.