En una de mis escenas favoritas de Tierras de penumbra (Richard Attenborough, 1992) C. S. “Jack” Lewis defiende ante una pinta de cerveza la sencillez e inocencia de El león, la bruja y el armario frente a sus incrédulos y escépticos colegas, incapaces de asumir que un académico “desperdicie” su tiempo en una historia que se puede calificar de simple cuento de hadas y empeñados en hallar metáforas imposibles y segundas o terceras lecturas; emperrados, en suma, en buscarle cinco pies al gato. Con su saga de Narnia, nacida de la imagen de un fauno –el futuro Mr. Tumnus, para más señas- merendando un bocadillo de sardinas ante una acogedora fogata, Lewis, aun sin pretenderlo, reivindica la pureza, autenticidad, intensidad... la concreción, si cabe, de aquellas primeras lecturas que todos –o casi todos- hicimos en la cama a la luz de la lámpara de la mesita, en horas ganadas al sueño bajo el lema de “unas líneas más, un capítulo más.” Las brujas de Roald Dahl, El Dr. Doolitle de Hugh Lofting, Tom Sawyer de Mark Twain, las aventuras de Jim Botón y Lucas el maquinista de Michael Ende, Tintín y el templo del sol... son sólo algunos de los títulos que ahora me vienen a la mente; y, claro, un librito de Alfaguara sacado de la biblioteca del colegio, aislado de contexto –son muchas las sagas que he leído comenzando in medias res o por el final- y titulado El príncipe Caspio –que no Caspian, como en las reediciones posteriores-.
Los años pasan, los gustos se refinan y aumentan las exigencias para con lo leído. Ganamos en este proceso de madurez nuevas satisfacciones, de tipo racional e intelectual –aunque particularmente sigo sin ser muy dada a sesudas y rebuscadas interpretaciones- pero a un precio. Algo se pierde por el camino... frescura, como mínimo. Es por eso por lo que de vez en cuando me doy a la llamada “literatura infantil y juvenil”, la de entonces –he recuperado en los últimos años al gran Dahl, a Michael Ende, a Pat O’Shea y sus Perros de la Morrigan y al propio C. S. Lewis- y la de ahora –Jostein Gaarder, Cornelia Funke y... sí, Harry Potter, con sus no pocos defectos, muy divertido-, porque me devuelven a los años en que la lectura era pura evasión y diversión, porque como dijo Harold Bloom de las Grandes Esperanzas de Dickens o Carson McCullers de las Memorias de África de Karen Blixen, me devuelven a casa –salvando las enormes distancias, por supuesto-.
En estos últimos días, en que intento reconciliarme con valores como la honradez y la importancia del talento y el trabajo frente a la venalidad y el nepotismo, me he dedicado a releer El príncipe Caspio de Lewis y, aunque no llega ni de lejos a la altura de la entrega inaugural de la saga –El león, la bruja y el armario- no es poco lo que me he distraído y divertido. Ofrece aquello que un ya adulto Douglas Gresham, hijastro del autor, promete en su sentido y conmovedor prólogo:
“Cuando leas las crónicas de Narnia, deja que te trasladen también a ti a un lugar que conozcas bien y guárdalo en tu mente. Habrá momentos en los que necesitarás regresar a tu Narnia particular en busca de la amabilidad y el consuelo de ese mundo mágico; cuando lo hagas, encontrarás a Aslan esperándote.”
Discúlpenseme, por favor, las efusiones lírico-nostálgicas, pero son éstos tiempos de balance.