Es esta una novela
improbable, no porque su protagonista sea un fantasma de pelo húmedo y toalla
de microdelfines, electrocutado de forma absurda con un secador de pelo y enviado
de vuelta desde “ahí arriba” para saldar alguna que otra cuenta pendiente con
la única ayuda de una azafata que aborrece su -de ella- forma de vida. Conste
que he dicho improbable, no inverosímil. Y es improbable porque Connerland, una delirante y
divertidísima historia cuyo punto de partida es común al de Ghost (Jerry Zucker, 1990) -Laura
Fernández dixit-, es también un
homenaje a la ciencia ficción -tan injustamente menospreciada por el establishment-, a las revistas pulp, al malditismo literario y a ese
icono y maestro de la contracultura que fue Kurt Vonnegut; es la crítica a la
veleidad de la fama; es la actualización de una poética de la evasión; y es,
por encima de todo, un monumento a un grupo de personajes tarados e imperfectos
-como lo somos todos- que sobreviven en soledad a la crueldad y banalidad del
mundo. ¿En soledad? No del todo, pues todos -o casi- comparten la devoción por el
protagonista, Voss Van Conner, autor al que el éxito le ha sido esquivo hasta
el momento de su electrocución con el ya citado secador. La literatura es
evasión, sí, y consuelo. Reconforta también el cariño con el que la autora
trata a sus pintorescos personajes, el mismo que el de su explícito modelo, el
gran Vonnegut, a cuyo mundo remiten la dedicatoria y cita inicial y el título
de un capítulo (God bless you, Mr. Water).
La casi lisérgica trama de Connerland
no responde en última instancia a un plan redondo de los trafalmadorianos ni
encuentra su sentido considerada desde una perspectiva geológica como tantas de
las de aquel, pero si son ustedes pacientes y llegan hasta el final de esta
alocada aventura, encontrarán respuesta a muchas de sus preguntas; no en el
viento, sino en el cuarto de baño en el que empezó todo.
Lean, lean y, como
arenga Van Conner, ¡hagan el ganso!