Sabrán ustedes que
andamos preocupados e indignados en el gremio a cuenta de una ley de educación
que se va a llevar por delante muchas y muy valiosas cosas y que nos pone muy,
muy difícil aquello que, en principio, debería ser nuestra principal ocupación:
enseñar. Y nos lo pone difícil porque han reconvertido el tradicional temario
en una lista casi infinita de estándares de aprendizaje e indicadores que
precisan -o no, algunos parecen diseñados por el más oblicuo oráculo de Delfos-
los aprendizajes cuya adquisición deben acreditar nuestros sufridos alumnos en
exámenes estandarizados y externos. Los resultados permitirán, al parecer,
establecer ránkings y perfiles de centros, que, es posible, condicionarán la
financiación de los mismos. Así las cosas, comprenderán ustedes que es muy poco
el margen que se nos deja para detenernos en aquello que causa más dificultades
o, incluso, que despierta más interés, pues siempre toca pasar al siguiente estándar.
Además, es muchísimo el daño que se hará en centros como el mío, en el que más
de la mitad del alumnado procede de familias con problemas económicos -que,
obviamente, no siempre pueden dedicarles toda la atención a sus hijos- o en un
bachillerato nocturno, cursado casi siempre por estudiantes desenganchados
tiempo atrás y que, en consecuencia, traen en la mochila, entre otras cosas,
carencias académicas significativas.
A ello se une, además, el
espíritu competencial que todo lo ha terminado impregnando durante la última
década, que ha convertido los contenidos en palabra tabú y que todo lo fía al
cómo. Los gurús de la educación insisten en convencernos de que no importa
tanto el qué como dotar de recursos y procedimientos, como si estos últimos
fueran un constructo independiente que se pudiera adquirir sin contenidos. Para
que me entiendan, ¿es posible redactar sin léxico? No. Sin embargo, desde la
administración y ciertos sectores de la pedagogía se demonizan los contenidos y
la memorización y se pretende convertir las clases en sesiones vacuas donde
todo gire en torno a las nuevas tecnologías y los profesores ya no enseñemos
sino orientemos. Y todos esos gurús ocultan por interés o ignorancia que el
modelo competencial procede de un enfoque utilitarista de la enseñanza que, en
mi opinión, resulta de lo más dañino.
Viene todo esto a cuenta
de Substitute, el último título de
Nicholson Baker, que interesado por el sistema público de educación de EE.UU,
se inscribió como profesor sustituto y pasó cierto tiempo en las aulas de
escuelas de primaria e institutos de secundaria de un distrito escolar de
Maine. Resulta, cuando menos, llamativo, que en el país de las barras y
estrellas, al que tanto nos empeñamos en mirar, baste con un título de
secundaria y un curso de tres semanas de clases de nocturnas para ejercer como
profesor. Dentro del aula, el panorama es desalentador. El sufrido Nicholson
Baker, rebautizado para la ocasión como Mr. Baker -imagínenselo escribiendo su
nombre en la pizarra, ya saben- se sirve del afecto, buen humor y bonhomía que
acredita en títulos como The Anthologist,
pero, con todo, la experiencia resulta de lo más desalentadora y las clases
demuestran ser un páramo, por más que todos los alumnos tengan a su disposición
un ipad, se realicen webquests y actividades varias en apps de lo más innovador
y los estándares de referencia presidan las paredes del aula. Por cierto que da
gusto leer, por fin, sobre cómo falla internet o cómo los alumnos se distraen y
usan sus carísimos dispositivos electrónicos para ver vídeos en Youtube de
dudoso contenido académico. Y no porque una servidora abomine de las nuevas tecnologías.
De hecho, las empleo con frecuencia en clase, pero es importante entender,
creo, que son solo un medio, nunca un fin. La pregunta que una y otra vez se
realiza el sufrido Mr. Baker al final del día es “¿he enseñado algo hoy?” y la
respuesta, invariablemente, es “no”. ¿Por qué? Pues, en opinión de quien desde
aquí escribe, porque se han vaciado las sesiones de contenido y se han
convertido en un fill in the blanks
perpetuo, aunque ya no sobre papel. Y porque algún estándar maligno obliga al
profesor de Lengua a insistirles a sus alumnos preadolescentes en que incluyan
palabrería crítica en sus redacciones en lugar de que escriban claro, directo y
sencillo. De vez en cuando, eso sí, se produce la conexión profesor-alumno -Nicholson
Baker es un tipo optimista al final del día- y además los chavales aparecen
como lo que son en general: cariñosos, divertidos e inteligentes.
Así que, aunque resulte
descorazonador porque, no lo duden, la tempestad LOMCE que ya tenemos encima va
a dejar un panorama muy similar en nuestras aulas al retratado por Baker,
ustedes lean. Lean y entiendan que, cuando los profesores nos quejamos de la
nueva ley y sus reválidas no es por miedo a la evaluación externa, sino porque
es mucho el daño que van a producir.