Me
estoy echando a perder. Las telarañas se me acumulan por esta esquina y no he
encontrado hasta hoy ni un momento para poner un poco de orden por aquí. Y no
será por falta de lectura. Dediqué el mes diciembre a la lectura de la inverosímil
La torre del homenaje de Jennifer
Egan, sobre la que, sintiéndolo mucho por los amigos de Minúscula, les advierto
en el número del Qué Leer del
corriente mes. Aquí mismo les dejo la crítica.
Pasé
las Navidades embebida en la biografía que Shields y Salerno han perpetrado
sobre Salinger, cuya traducción publicará en unos días en España Seix-Barral.
Permítanme que les prevenga también sobre esta -sobre la biografía, digo; la
traducción, como todas las de Javier Calvo, es impecable-, concebida como está
como complemento al documental homónimo y de autoría idéntica. No hay en ella
una voz conductora, sino una multitud de fuentes de lo más heterogéneo -de Mary
McCarthy y William Maxwell a, agárrense, Edward Norton y John Cusack- cuyos
testimonios se organizan en un copia y pega estructurado con el objetivo de
demostrar que 1. El guardián entre el
centeno es una novela de violencia soterrada generada por la fatiga de
guerra de su autor; 2. La religión vedántica es la responsable de que Salinger
se retirara del mundanal ruido en la década de los ’60 y de que dejara de
publicar. Ayudó a lo anterior, según los autores, el complejo que le generó al
autor su supuesto testículo ectópico. En fin... Leí también, cómo no, los tres
relatos del maestro filtrados a la red el pasado mes de diciembre y, si tienen
tan pocos reparos éticos como yo he tenido en este caso, no deberían Vds. perderse
“An Ocean full of Bowling Balls”. ¡Es tan tan conmovedor!
Cerré
el año con la lectura de Espíritu festivo
de Robertson Davies, cuya colección de fantasmales piezas navideñas amenaza con
resultar repetitiva pero es, la mayor parte del tiempo, descacharrante a más no
poder, ya se ocupe de un inagotable aspirante a doctor, de una deconstrucción
de Frankenstein de Mary Shelley, o de
qué hacer con una procesión de santos que se le presentan a uno a la puerta del
college. Por cierto que Robertson
Davies fue afortunado de no llegar a vivir para ver esto en lo que se han
convertido escuelas, institutos y universidades merced a la instrumentalización
del aprendizaje, la defenestración de la memoria y la banalización del discurso
pedagógico. A tenor de las perlas dedicadas a orientadores y psicólogos varios
en no pocos cuentos de esta colección, no le habría hecho ninguna gracia. Los
demás, me temo, no hemos tenido tanta suerte.
Siguió
después un curioso juego lingüístico de James Thuber, La maravillosa O, ingeniosa, hábil y divertida y con un corolario
tan cierto como alarmante: si desaparece la palabra, desaparece el concepto.
Poco
más que una curiosidad ha resultado ser La
cartera del cretino, de otro de los gurús de esta esquina, Kurt Vonnegut.
Por cierto que ya son unos cuantos los títulos inéditos que los editores del
más famoso hoosier han publicado tras
su muerte, allá por el 2007. Hay en esta colección, sobre todo, en el ensayo, algún
que otro chispazo característico del autor pero, cuando el listón está tan alto
con obras como Matadero 5, Madre noche, Galápagos o Sirenas de Titán,
entre otras, los relatos aquí contenidos saben a decepción.
He
leído, ya lo ven, y sigo haciéndolo. La tan divertida como documentada Madre latín y sus hijas, de Carl Vossen
(KRK), me espera ya sobre la mesa. Y bien que podía adornar también las
estanterías de los plutócratas del ministerio llamado de Educación y de las
consejerías homónimas de este nuestro país, en que la LOMCE y las órdenes de
racionalización del gasto emitidas han convertido la presencia de las lenguas
clásicas en Secundaria en algo residual y de inminente extinción.
¡A
las trincheras!