Hace ya unos cuantos años tuve la ocasión y la suerte de escuchar en un curso de verano una brillante conferencia impartida por Francisco García Jurado, Profesor de Filología Latina de la Universidad Complutense de Madrid. En ella desarrollaba la idea de que, junto al tradicional canon escolar de clásicos latinos, junto a los César, Cicerón, Virgilio y Horacio, existía también una historia extraoficial de la literatura latina, que llegaba hasta nuestros días. Ya en aquel momento me recordó su tesis a la Historia secreta del mundo relatada por el crepuscular John Crowley en la tetralogía inaugurada por Aegypto. Pero si la extraoficial Historia de Crowley es un constructo hermético, laberíntico y sólo abierto a unos pocos iniciados, además de un producto de ficción, esa historia extraoficial de las letras latinas tiene entidad real. Puede rastrearse, de hecho, en no pocas obras del xix y del xx, firmadas por autores como Karl Huysmans, Thomas Mann, Virginia Woolf, Jorge Luis Borges o Marcel Schwob, por ejemplo. Y frente a la exclusivista Historia secreta de Crowley, esta otra historia alternativa de las letras latinas es más democrática, más accesible incluso que el canon oficial, cuyo conocimiento estaba restringido a los pocos privilegiados con acceso a una educación tradicional. La propia Virginia Woolf reivindicaba en Una habitación propia y en El lector común, creo, la libertad inherente a la más primaria y más auténtica pasión por la lectura; no aquella que se hace por obligación -¡faltaría más!- ni la que se afronta con el objetivo de aprender, ni siquiera la que se hace por mera diversión, sino aquella que se hace por compulsión. A la hora de elegir estas lecturas, decía, no hay al acecho bedeles que la expulsen a una de los recortados jardines del campus diciendo aquello del “Vd. no debería estar aquí”. Cuando uno elige sus lecturas, puede -¡y debe!- moverse por donde quiera, sea canónico o no. Así lo hicieron Huysmans, Mann, la propia Woolf y Borges y de ello dejaron huella en sus escritos, como también lo hizo Marcel Schwob, del que se ocupa el Prof. García Jurado en el pequeño pero valioso volumen que aquí me trae hoy.
Se trata de una monografía erudita y un tanto heterodoxa –por lo personal- sobre Marcel Schwob, autor maldito del xix, en cuyos textos se distinguen no pocas huellas de esa historia no oficial de la literatura. En sus Antiguos imaginarios hay cabida, por ejemplo, para un Petronio, arbiter elegantiarum, que no se suicidó entre amigos, como nos contara Tácito, sino que huyó para protagonizar aventuras sacadas de su Satiricón. Y hay lugar para Séptima o Septimia, la joven protagonista de una tabella defixionis (tablilla de imprecación) editada en el s. xix, que ruega a su hermana muerta que interceda para que su amor sea correspondido. Y para Clodia y Lucrecio, entre otros. A este Marcel Schwob lo convirtió Borges en precursor con su Historia universal de la infamia y con sus Ficciones y, ya directamente, ya a través del argentino, ejerció un poderoso influjo sobre Joan Perucho o Antonio Tabucchi, por ejemplo. De todo ello nos habla Francisco García Jurado con inteligencia, lucidez y simpatía, las mismas que intenta transmitirnos en su sentida reivindación de la literatura que se alimenta de sí misma y de erudición; pero no de las frías y polvorientas que transmiten los libros de texto, sino de las que de vez en cuando –cada vez más de vez en cuando, me temo- se desprenden de los márgenes.
Ya casi al final de la sutil, desenfadada, divertida, irónica y, en definitiva, más inglesa que el té de las cinco Violeta del Prater de Christopher Isherwood, me he encontrado con esta honrada, sincera y bastante pesimista declaración. Como una continúa siendo, pese a todo, de natural optimista –no me conformo con los ositos de trapo, Bach y la cultura griega clásica; ¡me gustan!- no me he atrevido a incluirla en nuestra ocasional sección “Una de cosas bien dichas”, pero no quería dejar de compartirla con Vds:
“Hay una cosa que raras veces nos preguntamos unos a otros: es demasiado brutal. Y, sin embargo, es lo único que vale la pena preguntar a los compañeros de viaje. ¿Qué es lo que te induce a seguir viviendo? ¿Por qué no te matas? ¿Por qué te resulta soportable todo esto? ¿Qué es lo que te induce a soportarlo?
¿Podría yo responder a estas preguntas sobre mí mismo? No. Sí. Quizá… Suponía, vagamente, que sería una especie de equilibrio, un complejo de tensiones. Uno hace lo que está en la lista: comer, por ejemplo, o escribir el capítulo undécimo, o el teléfono que suena, o salir en busca de un taxi. Y luego está el trabajo. Y las diversiones. Y la gente. Y los libros. Hay cosas que comprar en las tiendas. Siempre hay algo nuevo. Tiene que haberlo. Si no, el equilibrio se rompería, la tensión se rompería.
Me parecía que yo siempre había hecho lo que la gente me aconsejaba. Se nacía: era como entrar en un restaurante. Venía el camarero con una lista de sugerencias, y uno le decía: “¿Qué me aconseja Usted?”, y, sin más, iba y lo comía, y suponía que le gustaba, porque era caro, o fuera de temporada, o porque había sido el plato favorito del rey Eduardo vii. El camarero había recomendado ositos de trapo, fútbol, cigarrillos, motocicletas, whisky, Bach, póker, la cultura griega clásica. Pero, sobre todo, había recomendado amor: un plato muy extraño.”
“O Trystero existía por derecho propio o era una suposición, tal vez una fantasía de una Edipa obsesionada y metida en los entresijos de la herencia del muerto.” La subasta del lote 49 Thomas Pynchon
En su pretenciosa pero inteligente Cómo leer y por qué, dice Harold Bloom a propósito de La subasta del lote 49 de Thomas Pynchon que su primera lectura es casi siempre exasperante pero que hay que perserverar. Lo mejor sería, de hecho, según el crítico y teórico de Nueva York, leerla dos veces seguidas de un tirón. Aunque no llega este consejo a estar a la altura –en lo irrealizable- de aquel de Huygens que sugería a todos los filólogos leer dos veces la Vulgata latina de san Jerónimo antes de emprender cualquier trabajo sobre el Medievo, la verdad es que no le va demasiado a la zaga en lo que se refiere al esfuerzo requerido. Y no es que la novela sea aburrida –nada más lejos- o muy larga –no llega a las 200 páginas- pero la trama desconcierta como pocas y una no acaba de averiguar dónde reside el absurdo. Puede que se halle en las extrañas derivas de unos personajes que abusan de sustancias lisérgicas y psicotrópicas; puede que en la acumulación de nombres parlantes (Edipa Maas, Mucho Maas, Gengis Cohen…) y acrónimos como R.E.S.T.O.S., cuyo verdadero significado no se revela casi hasta el final; puede, en fin, que el absurdo sea un efecto más de ese misterio encarnado por Trystero, sea él o ello quien o lo que fuere, en el que se hallan implicados dramaturgos renacentistas, las guerras de religión en los Países Bajos, redes clandestinas de correos y la Guerra Civil americana. El párrafo que abre este post alivia un tanto la incertidumbre y proporciona un asidero interpretativo al que agarrarse en el abierto precipicio del final pero lo cierto es que, a falta de esa segunda lectura, tengo ya la convicción de que la brillantez de esta novela reside no tanto en su esqueleto como en lo accesorio –la magnífica descripción del argumento de La tragedia del correo es una buena muestra de ello-; o, dicho de otro modo, de que lo aparentemente circunstancial no lo es tanto en La subasta del lote 49.
A Vds. que me conocen bien y saben de qué pie cojeo quizá les haya extrañado no haber visto aún reseñada por aquí La humillación de Philip Roth; el último con vida, por cierto, de mi particular tríada de ases (1. JD Salinger 2. Philip Roth 3. Mary McCarthy). El caso es que leí The Humbling el pasado mes noviembre y, si me he guardado hasta hoy su crítica, es tan sólo porque la escribí para mi particular debut en Qué Leer, a cuya dirección y, sobre todo, redacción doy una vez más las gracias por su confianza. ¡Gracias, Sr. Krmpotic’!
“¡Las mías –protesto- son novelas históricas! Nadie pone ninguna objeción cuando un autor escribe esa clase de cosas que comienzan: ‘Aunque más ducho en el manejo de la espada que en el de la pluma, narraré para cuantos la lean la historia de cómo yo, John Blunt, un sencillo hombre de pueblo, seguí a mi querido señor a la guerra cuando nuestro rey Eduardo, llamado el quinto, se sentó en el trono de nuestra Inglaterra.’ Siendo esto así, ¿por qué a mí no se me permite ponerme a narrar para quienes deseen leerla la historia de cómo el honorable J. Blunt fue multado con cinco libras por el magistrado de la comisaría de policía de Bosher Street por conducta desordenada durante la carrera nocturna de embarcaciones a remo? Discriminación injusta es la frase que le viene a uno a los labios. Supongo que una cosa que hace que estos zánganos míos parezcan criaturas de un pasado muerto es que, con la excepción de Oofy Prosser, el millonario del club, son todos simpáticos y joviales, amigos de todo el mundo. En estos tiempos en que todo el mundo odia a los demás, cualquiera que no desprecie a algo –o a todo- es un anacronismo.”
P. G. Wodehouse
Así, con tanto ingenio como lucidez y con más razón que un santo, respondía Wodehouse a quienes tachaban sus historias de eduardianas y pasadas de moda, muchas décadas antes de que la etiqueta de novela histórica, o pseudo histórica -o de pseudo novela, si nos ponemos cáusticos y exhaustivos- se especializara en designar esas tramas imposibles habitadas por templarios, cátaros, uno o dos siniestros representantes de la Santa Sede y algún que otro aplicado paleógrafo, historiador o lector de lenguas muertas.
Cualquier otro día de Dennis Lehane tiene tan poco que ver con los relatos de Wodehouse como con los títulos que de un lustro a esta parte se amontonan en las mesas de novedades de buena parte de las librerías que en el mundo aún son. Sin embargo, el dardo de Wodehouse le viene a esta novela que ni pintado, pues con sus evocaciones no demasiado románticas del Babe Ruth de los Red Sox –¡aún!-, del auge del anarcosindicalismo, de las reivindicaciones laborales del cuerpo de policías, de la terrible epidemia de influenza y de la antesala de la Ley Seca, con sus fugaces apariciones de John Calvin Coolidge y del ladino John Edgar Hoover, es un magnífico fresco histórico del convulso Boston de los primeros ’20. Y como en toda novela histórica que se precie, la inventiva del autor se dedica, sobre todo, a narrar las peripecias vitales de unos pocos individuos, a los que la Historia ha sorprendido en el difícil y arduo oficio de vivir: Aiden o Danny, Nora y, por supuesto, el bueno de Luther, némesis del Gran Bambino y llave de buena parte de la trama.
Cualquier otro día es una novela ambiciosa y lograda, redonda y rotunda, a la que sólo cabe, quizá, ponerle un “pero”. Y es que en algunos momentos da la impresión de ser una novela demasiado consciente de su ambición, un tanto pagada de sí misma. Eso sí, esa arrogancia –llamémosla así- resulta en una prosa sorprendentemente efectiva. Pueden comprobarlo Vds. mismos en el botón que aquí les dejo y, si leen, como, por supuesto, les recomiendo, en las 727 páginas que lo preceden:
“Babe miró por la ventanilla, contempló Nueva York con todo su bullicio y esplendor, todas sus luces y letreros y torres de piedra caliza. Qué día. Qué ciudad. Qué tiempos para estar vivo.”
A mitad del camino de Un Día cualquiera de Dennis Lehane, que diría Dante, hago un pequeño alto para comentarles, para empezar, que no deberían perderse el interesantísimo artículo que, bajo el título de “Masters of America”, publica Mark Lawson en el Guardian de hoy. Surge dicho texto, por supuesto, de la recentísima muerte de Salinger y analiza, entre otras cosas, la importancia que la II Guerra Mundial tuvo en la formación de esa gran generación de autores norteamericanos fallecidos en los últimos años: Saul Bellow (2005), Norman Mailer y Kurt Vonnegut (2007), John Updike (2009) y el propio JD Salinger (2010); o aún con vida –por suerte para todos- Philip Roth y Gore Vidal.
Al ver juntos los nombres de estos titanes, una tiende a alinearse con el Lawson que cierra su primer párrafo diciendo aquello de
“It's clear that an era in American literature is coming to a close”,
antes que con el que, ya cerca del final, nos invita al optimismo comparando las declaraciones de Gore Vidal y Philip Roth sobre el déficit cultural en EE.UU con el característico atavismo que lleva a los grandes deportistas de una generación a creer que los grandes logros son cosa de su época y no serán superados por la decepcionante generación que ha de tomar el relevo:
“The history of sport, though, warns us that the great players of the past are prone to believing that the finest achievements belonged to their own era and will not be bettered by the disappointing generation which follows.”
No digo que esto último no sea cierto pero yo hubiera elegido otros nombres antes que los de Jhumpa Lahiri, Junot Díaz y Chang-Rae Lee como baluartes de esa supuesta nueva era que comienza; en primer lugar, porque sólo he leído al tercero y, en segundo lugar, porque su Desde las alturas me pareció en su momento poco más que un muy muy lacrimógeno melodrama.
Cambiando de tercio, aunque no del todo, me he asomado también hoy por aquí para dejarles una pequeña muestra de la maestría con la que Anne Tyler arma sus diálogos. El botón procede de La brújula de Noé y aunque mi reacción ante esta novela no es tan entusiasta como la de Javier Aparicio Maydeu –hoy en el Babelia- no puedo dejar de quitarme el sombrero ante esta cronista de la rutina y lo banal con la que, quizá, hoy sólo pueda competir una más penetrante Lorrie Moore.
“- Además –prosiguió Liam-, esa factura corresponde a tres días. Diez, once y doce de junio. ¡Pero yo estaba inconsciente el día diez! ¿Cómo iba a encargar un teléfono si estaba inconsciente?
- Podría haberlo encargado alguien que fue a visitarlo –dijo la mujer tras otra pausa.
- No fue nadie a visitarme.
- ¿Cómo lo sabe si estaba inconsciente?
Este último comentario llegó a toda velocidad, sin pausa, triunfante.”
La brújula de Noé
Anne Tyler
El optimismo al que nos invita Lawson parece, al fin y al cabo, una actitud más que sensata.
"El arte no es una forma de ganarse la vida. Es más bien una forma muy humana de hacer la vida más soportable. Practicar un arte, bien o mal, es una forma de hacer crecer el alma. Por el amor de Dios, canten en la ducha. Bailen con la música de la radio. Cuenten cuentos. Escriban un poema para un amigo o para una amiga, aunque sea pésimo. Háganlo tan bien como sepan y obtendrán una enorme recompensa. Habrán creado algo".
Kurt Vonnegut, Un hombre sin patria
"Sometimes it's hard, trying to make art you know you can sell without feeling that you are selling it out. And then sometimes it's hard to sell the art that you have made honestly without regard to whether or not anyone will ever want to buy it. You hope to spend your life doing what you love and need and have been fitted by nature or God or your protein-package to do: write, draw, sing, tell stories. But you have to eat."
Michael Chabon, Maps and legends
"In all sorts of areas of our life, we enhance the quality of our lives by going for the slow option, the path which takes a little bit of effort."
Philip Hensher "Why handwriting matters" The missing ink
Declaración de intenciones...
"It's just magic! Magic!"
C. S. Lewis-A. Hopkins en "Shadowlands" Richard Attenborough
"¿Qué pasa si no existe Dios y nosotros sólo vivimos una vez y se acabó? ¿No te interesa? ¿No te interesa esa experiencia?"
"Hannah & her sisters" Woody Allen
But it's exactly that vitriol and its unacceptable nature that Twain intended to capture in the book as it stands. Perhaps this is not a book for younger readers. Perhaps it is a book that needs careful handling by teachers at high school and even university level as they put it in its larger discursive context, explain how the irony works, and the enormous harm that racist language can do. But to tamper with the author's words because of the sensibilities of present-day readers is unacceptable. The minute you do this, the minute this stops being the book that Twain wrote.
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