En lo más crudo del frío
invierno, en una gris y anodina ciudad inglesa un tanto alejada del fragor de
la II Guerra Mundial, Katherine Lind tiene un mal día, como todos desde que
llegó a Inglaterra desde el continente. Tan solo entretiene las horas jugando
con la posibilidad de recibir una carta de un amigo de la adolescencia, Robin,
con quien hace unos años pasó un buen verano y del que quizá, solo quizá, pudo
estar enamorada.
Dado el contexto, suena
dramático y, de hecho, lo es, si bien la tragedia no se explicita en ningún
momento, tan solo se sugiere con inmensa sutileza -valga el oxímoron-. En ese
sentido, Una chica en invierno de
Larkin, es pariente directa de Los
esclavos de la soledad de Patrick Hamilton, donde la guerra solo se mostraba
por los trastornos que ocasionaba en el día a día. Larkin es incluso más sutil,
tanto incluso, que en ningún momento se explicita la más que probable ascendencia
judía de la protagonista. La novela se estructura en tres partes: 1. el ahora,
una invernal mañana de sábado en la biblioteca; 2. el entonces, el verano en
compañía de Robin y Jane; 3. de nuevo el ahora, la tarde en la biblioteca y en
su habitación. Solo en la tercera alcanza el lector a apreciar en su crudeza la
naturaleza de la vida de Katherine en Inglaterra, acosada por la más absoluta
soledad y el mayor de los hastíos, inmersa en una vida de la que ha desterrado casi
cualquier esperanza y donde el único consuelo es el sueño.
Sin embargo, no ahoga la
novela de Larkin como lo hacía la de Hamilton, probablemente porque la realidad
solo se sugiere -en este sentido, el uso de la meteorología es muy eficaz-,
porque los personajes son, con sus defectos, bastante más amables y, sobre
todo, por la belleza de la prosa. A tenor de lo leído, no se extrañarán,
supongo, si les digo que Una chica en
invierno es una novela hermosa y redonda con la que ha sido todo un placer
empezar el año y que ustedes no deberían dejar de leer. Lean, lean.