¿Qué?,
¿quién?, ¿cómo?, ¿cuándo?, ¿por qué? Tales son las cuestiones que, según dicta
el manual, ha de responder el perfecto artículo periodístico, escrito, es
sabido, desde la más aséptica objetividad. Tal fue, al menos, la exigencia de
los editores del New Yorker, el
Shangri-La de las letras estadounidenses, durante buena parte del siglo XX. Y
de tal exigencia se burló Tom Wolfe, el dandi del traje blanco, en un artículo
en el que demandaba y defendía un Nuevo Periodismo. De la historia de este
Nuevo Periodismo se ocupa La banda que
escribía torcido, un magnífico ensayo de Marc Weingarten que, como dice
Rodrigo Fresán en la contraportada, se lee como se ve una serie de Aaron
Sorkin, a saber: una sale de su lectura más sabia e inteligente y también, me
temo, preguntándose por qué por nuestros lares no podemos disfrutar de un
talento semejante.
Parte
Weingarten de los orígenes del movimiento, a comienzos de los ’60, en una época
en que la Literatura, según dice, miraba en demasía a Europa y no reflejaba los
tumultuosos cambios del momento. Dicha brecha fue salvada por un grupo de
autores como el propio Wolfe, Gay Talese, Hunter Thompson, Norman Mailer, Joan
Didion o Jimmy Breslin, que, desde las páginas de Esquire, New York o Rolling Stone, ejercieron un periodismo
narrativo, que permitía un margen mayor de inventiva y elaboración que la mera
crónica sin que por ello menguara su autenticidad. Sin embargo, la línea que
separaba tales crónicas de la pura ficción era extremadamente fina y se
menciona más de un problema ético vinculado a las licencias que se tomaron estos
gamberros de la máquina de escribir. El final del movimiento lo asocia, sin
embargo, Weingarten, a Murdoch y al poderoso caballero don Dinero, en un último
capítulo en que, más que de virtudes literarias, se trata de movimientos
bursátiles y opas hostiles. Como la vida misma, oigan.