miércoles, 21 de enero de 2015

ANTÍGONA (SÓFOCLES-HÖLDERLIN)



Cuando una da clase de lenguas clásicas, cuya enseñanza se ha basado durante años en la práctica de la traducción, toca hacerles ver a los alumnos que la dificultad no radica solamente en hacerse con los vericuetos de la sintaxis latina o la inagotable variedad morfológica del verbo griego -a esos que balbucean por ahí que las Humanidades son para tontos, que los hay, los invito a echarle un vistazo a los verbos en -μι, por cierto- sino en plasmarlos sirviéndonos de otra lengua. No se trata tan solo de entender y parafrasear el contenido, el qué, que dirían los libros escolares, sino que también el cómo, la forma del original, debería tener su eco en la lengua de llegada. Y créanme que no es nada fácil. Allí donde el latín emplea un futuro en la prótasis de una condicional mal llamada real, el traductor se ve obligado a buscar una alternativa, pues, caprichos de la gramática, este tiempo está vedado en castellano. De ahí que nuestros alumnos repitan como un mantra aquello de “tan literal como sea posible, tan literario como sea necesario” (Marouzeau). Al final, con suerte, comprenden que, aunque en su boletín de notas figure un sobresaliente, la traducción absoluta es imposible. Ya lo dice el universal adagio italiano, traduttore tradittore, y el más que adecuado título del ensayo de Umberto Eco, Decir casi lo mismo.
No significa esto que debamos renunciar a la traducción, como nunca hay que renunciar al pensamiento utópico. Al fin y al cabo, la traducción es la única forma que la gran mayoría tiene (tenemos) de acercarse a grandes joyas de la Literatura Universal como la Antígona de Sófocles que aquí nos trae hoy. La Antígona de Sófocles es, en opinión de quien les habla, la más perfecta y hermosa tragedia jamás escrita. La he leído unas cuantas veces en castellano -en la magnífica versión de Luis Gil-, la he estudiado en griego y vuelvo estos días a ella en la versión de Hölderlin al alemán, a su vez traducida al castellano y comentada para nosotros por Helena Cortés Gabaudan (La Oficina, 2014).
Según se comenta en el prólogo de Arturo Leyte y en la esclarecedora introducción de la traductora, la versión de Hölderlin chocó con la incomprensión de sus contemporáneos. El punto de partida de su versión no es, al parecer, la mejor de las ediciones griegas, pero si la traducción de Hölderlin resulta dura y oscura para el lector, es fruto de una decisión consciente. Allí donde otros traductores eligen iluminar pasajes oscuros, Hörlderlin defiende un respeto extremo al original, aun a costa de resultar ininteligible. Si el original es ambiguo, también ha de serlo su versión. De hecho, no parece temer tampoco el peligro tan temido por todos -y del que advierto a mis alumnos- de caer en la lengua de traducción y ofrece una versión que casi parece interlineal. Ello no obsta para que disfrutemos igualmente del conflicto entre la ley de los dioses y la de los hombres, entre la ética y la moral, del orgullo de Antígona y la obcecación de Creonte y, aunque una sigue prefiriendo la traducción de Luis Gil, ha disfrutado como siempre con una tragedia que, en esta ocasión, se convierte en una muestra de lo condenadamente difícil que resulta este oficio nuestro.
Lean, lean.

domingo, 18 de enero de 2015

ASESINATO EN LA VÍA APIA (STEVEN SAYLOR)



Corre el año 52 a. C. cuando Clodio, agitador populista, muere asesinado en la Vía Apia. Todo parece apuntar a Milón, representante de un orden más tradicional y enemigo acérrimo del difunto, con el que este último se encontró de manera fortuita, o no, poco antes de su fallecimiento. El caos devora Roma. Mientras las facciones de Clodio incendian el Foro y claman venganza, Milón se refugia en el talento de Cicerón, el más grande orador de todos los tiempos, que compone en su defensa una de las más bellas muestras de oratoria forense. Sin embargo y por desgracia para Milón, la ejecución en el tribunal no está a la altura del texto y los asistentes al proceso contemplan, por vez primera, a un Cicerón balbuceante y dubitativo superado por la situación. Milón es condenado y desterrado a Marsella. Cicerón, herido en su orgullo, rehace el discurso. Cuenta el anecdotario clásico que, cuando Milón leyó en Marsella la versión corregida del Pro Milone, señaló que de haber sido ese el discurso pronunciado en el juicio, no estaría él entonces comiendo marisco en Marsella.
Tales son las circunstancias históricas que Steven Saylor, creador de Gordiano “el Sabueso”, eligió para ambientar Asesinato en la Vía Apia, un título más de la serie Roma sub rosa que, créanme, mucho tuvo que ver en que una servidora acabara ejerciendo esta profesión tan exótica: profesora de latín. En este título, como en Sangre Romana, El brazo de la justicia o El enigma de Catilina, el célebre detective, que nada tiene que envidiarle a su “pariente” Marco Didio Falco de Lindsey Davis, se convierte en protagonista de los acontecimientos más arriba narrados y, al tiempo que investiga por encargo de la viuda, Clodia, Pompeyo o Cicerón, compone un relato en primera persona más que entretenido y ayuda a que el lector, casi sin darse cuenta, se forme una idea cabal y más que ajustada de la locura que, sin duda, fue el último siglo de la República.
Lean, lean.


viernes, 9 de enero de 2015

LAS LUMINARIAS Y EL ENSAYO GENERAL (ELEANOR CATTON)



El pasado mes de noviembre recibí de los amigos de Qué Leer el encargo de criticar Las luminarias de Eleanor Catton, flamante Booker de 2013. Las circunstancias hicieron después que la crítica se volviera perfil y, como soy de natural maniático, sumé al encargo inicial la lectura de El ensayo general, opera prima de la autora.
Lo que sigue a continuación es una colección de argumentos, mejor o peor hilvanados, ustedes dirán, que dejan claro, o eso creo, que los madrugones y desvelos del mes de diciembre merecieron la pena; y pretenden convencerles, por supuesto, de que lean ya, de una vez, sin demora, Las luminarias de Catton. Corran.

Este perfil se ha publicado en el número 205 de Qué leer

domingo, 4 de enero de 2015

DE VIDAS AJENAS (EMMANUEL CARRÈRE)



Casi al final de De vidas ajenas informa Carrère, su autor, de la cronología de la redacción y de cómo entre la forja inicial, la documentación y la redacción final transcurrieron unos seis años, en los que compaginó esta narración con otro proyecto y con la alegría de la paternidad. Cuenta también que un día recordó los traumáticos acontecimientos vividos en Sri-Lanka, donde fue testigo del gran tsunami de 2004, y poco después comenzó a repasar las notas tomadas sobre la muerte de su cuñada y, de algún modo, como por azar, ambas historias de muerte trabaron relación y pasaron a formar parte del mismo libro.
Lo explicita Carrère y quizá se le pueda aplicar aquí la máxima latina de excusatio non petita... pues parece ser consciente de lo deslavazado de una narración donde lo mismo hay lugar para la muerte de una niña de cuatro años arrastrada por la gigantesca ola, como para la agonía por metástasis de una mujer en la treintena, su cuñada, madre de tres niñas pequeñas, y para los logros en un tribunal de primera instancia de un juez que, por pretencioso y arrogante, acaba por resultar antipático, por más que una se vea obligada a reconocer sus méritos.
La estructura circular y el evidente paralelismo trazado entre la muerte en el ámbito público, de un lado, y en la esfera privada, de otro, no acaba de dar cohesión a una historia que debería haber sido, según lo veo yo, la de la muerte de su cuñada y, sí, también, la de su camaradería con Etiénne y sus logros en los tribunales. De hecho, y por raro que pueda parecer, son las páginas dedicadas a la jurisprudencia las que más he disfrutado de esta narración a la que, eso sí, por supuesto, hay que reconocerle su agilidad y ese toque de sofisticación tan, tan francés, pero que, quizá por lo heterogéneo de los materiales que la conforman, pasa también de la exposición brutal -la agonía de Juliette no es apta para todos los públicos- al sentimentalismo.