Una lee la sinopsis de
la peripecia de Coral Glynn, cuya
enfermera epónima llega a un caserón inglés habitado por un militar
convaleciente de la II Guerra Mundial y por su moribunda madre, y cree hallarse
ante una revisión contemporánea de la Jane
Eyre de Charlotte Brönte. En efecto, tiene esta novela su Coral-Jane y su
Clement-Rochester y tiene también, por supuesto, su respectiva ración de acólitos
más o menos inquietantes (Grace Pool-Sra. Prence) y de fantasmas presentes y
pasados.
Sin embargo, si en la
inmortal novela del XIX los dos protagonistas se nos muestran claramente
atormentados, prontos a estallar en arrebatos sentimentales de esos tan caros a
las Brönte, todo es contención y reserva en Coral
Glynn, hasta el punto, de hecho, que una olvida que Peter Cameron es
estadounidense y cree estar leyendo a un heredero de Forster. Si Coral y
Clement se muestran tan tibios y prudentes, tan reservados, ello se debe, sin
duda, piensa una de inicio, a la idiosincracia inglesa y a una arraigada moral
victoriana. Es por ello por lo que la sorpresa es mayúscula y las cejas se
alzan cuando, al derrumbarse las barreras y revelarse los secretos, se destapan
aquí abusos y embarazos, allí amores imposibles sofocados por la convención. Eso
sí, el tempo narrativo y los golpes
de efecto son manejados por Cameron con gran habilidad y en ningún momento
tiene el lector la sensación de exceso de melodrama ni de falta de verosimilitud
y una hasta acoge con divertida naturalidad el sorprendente final de esta estupenda
historia.
Así que ya saben, lean,
lean.