En un momento dado de Bullet
Park, John Cheever hace que uno de sus protagonistas, Eliot Nailles,
proteste contra la supuesta hipocresía de los suburbs y desarme una de las premisas en las que se apoya. ¿Por qué
es el mal sorprendente, cuando procede del propietario de una casa con jardín?
¿Quién le ha presupuesto a este mayor altura moral que al pandillero
desharrapado? Y tiene toda la razón del mundo. No deja de ser, pues,
paradójico, que con el tiempo, al cabo de un par de décadas, Bullet Park se convirtiera en precursora
de todo un subgénero de ficción, no sólo literaria, sino también
cinematográfica y televisiva, el que pone al descubierto la bajeza y sordidez
que se oculta al ras de los céspedes bien segados de las urbanizaciones del
extrarradio. El siempre certero Rodrigo Fresán señala en el epílogo de la
edición de Emecé unos cuantos ejemplos de narrativa que bebe, más o menos
directamente, de esta peculiar novela: Anne Beattie, Don DeLillo, Jonathan
Lethem, Rick Moody... o la American
Beauty de Sam Mendes, entre otros.
Sea como fuere y lo tomara como lo tomara John Cheever, si hubiera
vivido para verlo, el caso es que Bullet
Park es una novela peculiar en su fondo y en su forma. Presenta una
estructura sencilla, dividida como está en tres partes: una por cada uno de los
dos protagonistas y una tercera dedicada a la interrelación entre ambos. Su
prosa es, asimismo, directa, depurada de todo artificio al margen de poderosas
imágenes muy del gusto del autor. Sin embargo, el carácter parlante de los
nombres de los protagonistas (Nailles /nails/ ‘clavos’ // Hammer, ‘martillo’),
convenientemente subrayado por la traductora Claudia Conde, prefigura el
simbolismo de toda la pieza y nos hace sospechar desde un principio que la
sencillez es solo aparente. No sólo porque Hammer se revele como verdugo de
Nailles, sino porque Bullet Park es
una novela incómoda. La placidez del entorno pronto se descubre campo abierto a
la enfermedad, la aflicción, la desidia vital, la locura, la maldad y la
amenaza de la extinción y la lectura resulta desasosegante. Mucho. Como, no
obstante, no deberíamos limitarnos a aquellas lecturas que subrayan nuestra
visión del mundo, sino dedicarnos también a aquellas que golpean nuestras
convicciones, Vds. lean, lean... lean a Cheever.