El arte es ciertamente forma. Estructuralistas como Propp probaron ya a comienzos del XX que, despojadas de adornos y reducidas a su mínima expresión, las múltiples tramas que en apariencia son pueden reducirse a unas pocas, formadas siempre a partir de las mismas piezas. Sin embargo, seguimos leyendo, suspendiendo nuestro juicio, dejándonos sorprender por la peripecia de esta o aquella historia y, sobre todo, apreciando más o menos los modos en que el autor ha elegido adherirse a o apartarse de un género.
Pocos géneros hay tan firmemente prefijados como la novela negra, donde una espera encontrar siempre su detective de hábitos poco saludables y prácticas autodestructivas, de vuelta de todo, su femme fatale y un caso en apariencia intranscendente cuyas implicaciones no acertó a calcular en un primer momento el un tanto cínico protagonista. La máscara del mono de Dorothy Porter no es una excepción, por más que su protagonista no sea un avejentado expolicía fondón dado al bourbon, sino Jill, una treintañera lesbiana que investiga eventuales fraudes para una compañía de seguros y complementa sus ingresos como detective freelance.
Y, sin embargo, la obra de Porter sorprende por su originalidad. Para empezar, por la intensidad del elemento erótico, que prácticamente relega la previsible trama detectivesca a mero macguffin. Para seguir, porque, pese a su innegable carácter narrativo, ¡está escrita en verso! Sus capítulos son breves y potentes poemas con entidad propia pero se leen como la más absorbente de las prosas. De hecho, como advierte uno de los paratextos de la edición de La otra orilla y el propio traductor, Enrique de Hériz, en su inteligente y generoso prólogo, cuesta no leerla de un tirón.
Así que háganme caso, no se dejen amilanar por el formato y lean. Lean la magnífica La máscara del mono de Dorothy Porter.