“Y este libro de qué es…?
HOMBRE GRIS.- Es Latín.
VIGILANTE.- ¿Latín? ¿Cómo que es latín?
HOMBRE GRIS.- Pues Latín de Latín.
VIGILANTE.- ¡Y por qué lleva un libro de Latín en la maleta, vamos a ver! ¿Es usted cura, o qué?
HOMBRE GRIS.- ¿Sólo los curas pueden saber latín?
VIGILANTE.- La gente normal desde luego no, por lo menos la gente que yo conozco no lleva libros de Latín por la calle.
HOMBRE GRIS.- Pues ya conoce a uno.
[…]
VIGILANTE.- ¿Por dónde íbamos? ¡Ah, sí! ¡El latín!...
Es que eso que enseñaba usted… no valía para nada…, ¿no?
HOMBRE GRIS.- No, no valía para nada… en este mundo bárbaro de hoy.”
La llegada de los bárbaros
José Luis Alonso de Santos
Cuando una se gana la vida enseñando una lengua que dejó de hablarse de manera natural -como lengua materna, quiero decir- hace más de 1500 años y que, por regla general, se asocia tan sólo a misas y encíclicas papales, no le queda otra que armarse de paciencia y buen humor para responder una y otra vez a las inevitables preguntas de “¿por qué?” y, sobre todo, “¿para qué? Llevo años empleando la primera clase del curso en convencer a mis chavales de que el tiempo que dediquen al Latín -y, por supuesto, al Griego- no es una inversión a fondo perdido, ya hayan llegado a esta lengua por verdadero interés o, como suele ocurrir, escapando de las tan temidas pero nunca cuestionadas Matemáticas. Les explico que cada día, desde que se levantan hasta que se acuestan, hablan Latín; muy evolucionado y unas veces (curriculum, superavit, deficit, grosso modo, maremagnum, etc) más reconocible que otras, pero Latín al fin y al cabo. Les cuento que el 60% del léxico de una lengua germánica como el Inglés, es de raíz latina, entrado en la lengua de la Pérfida Albión por la vía del préstamo. Que alibi, la palabra inglesa para “coartada”, es un adverbio latino que significa “en otro lugar”. Que el plural ¿irregular? de cactus es cacti -¿declinaciones en inglés? Yes!- Que hubo un tiempo en que el Latín permitía que un tipo del Norte de África se entendiera con otro del centro de la actual Rumanía u otro de las Islas Británicas. Y que aun cuando dejó de ser lengua de Imperio, el Latín fue después, durante muchos siglos, la lengua de la Universidad y todavía hoy es, en consecuencia y junto con el Griego, la base de gran parte de la terminología científica con la que en un futuro se vayan a encontrar -dedíquense a lo que se dediquen-. Les cuento que recién liberado de Auschwitcz, Primo Levi consiguió comer caliente una gélida tarde polaca gracias a que las clases de Lenguas Clásicas de su lejano Bachillerato le permitieron construir la frase: Vbi est mensa pauperorum? y dirigirse así a un religioso muy informado con el que sólo esta lengua tenía en común.
Y aquí, es inevitable, cruzo la delgada línea roja que separa lo racional de lo emotivo. Acostumbro a citar en este punto el cada vez más célebre discurso de Steve Jobs ante los recién graduados de Stanford y su metáfora de “unir los puntos” -es decir, el tiempo, la vida, dictará los “para qués”-. O la magistral defensa de la inutilidad como rasgo inequívoco de Humanidad que hace unos años hiciera el defenestrado Paul Auster. Les digo que no tienen edad de preguntarse “¿para qué?” Que el s. XX demostró a qué llevaba el utilitarismo extremo cuando en los campos de concentración se utilizó grasa humana para fabricar jabón. Que lo importante no tiene por qué tener cables y enchufes y que no todos en esta vida tenemos que ser informáticos.
Todo esto se lo cuento el primer día de clase e insisto en ello cada día, cada vez que un chaval descubre por sí mismo un significado a partir del análisis etimológico de un término. “Hablan latín -o griego, según el caso- y no saben que lo hablan”, les suelo decir. O cada vez que analizamos el uso que de las lenguas clásicas se hace en publicidad. Hasta he elaborado un trivial personal y un tanto peculiar al que jugamos en ocasiones señaladas con categorías como “Repasemos la Gramática”, “Dioses y héroes”, “Traduciendo se entiende la gente” y, por supuesto, la categoría estrella: “Latin Alive!” Esta es, de hecho, la particular consigna del pequeño ejército de latinistas que vagan por el instituto reivindicándose orgullosos ante sus compañeros ¡y profesores! como estudiantes de Latín.
Me dicen mis compañeros que “lo vendo bien”. Otros, con los que tengo más confianza, los mismos que bromean con “mis lenguas muertas”, no con mala intención -¡espero!- que me estoy pasando. No lo creo. No son estos buenos tiempos para la lírica. La llegada de los bárbaros de José Luis Alonso de Santos, que ha sido, junto a un duro día, el desencadenante de esta andanada de hoy, bien lo atestigua. Es cierto que parte de una situación inverosímil y que las rupturas de la ilusión poética le hacen un flaco favor a la tensión dramática, pero el destino del Hombre Gris, el desvalimiento del Humanista ante la barbarie, me ha conmovido; probablemente más de lo que pretendía el autor. Estamos en la cuerda floja -ahí está el borrador del nuevo curriculum de 4º, para constatarlo- y los bárbaros no son tan permeables y agradecidos como mis estudiantes. No atienden a razones ni emociones. Para ellos en exclusiva, de hecho, ideó mi más querido profesor de Latín la respuesta ideal a la inevitable pregunta del “y eso… ¿para qué sirve?”:
“¿Y para qué sirve el fútbol?”
Pues eso.