“Un tiempo para trabajar, un tiempo para disfrutar,
Y un tiempo para bailar el Macabré”
El libro del cementerio
Neil Gaiman
Dicen los manuales de crítica y teoría literaria que en el mundo son que, si un autor dedica unas palabras de su novela a describir la pistola que uno de los personajes guarda en el cajón de su cómoda, esta, la pistola, debe ser utilizada antes de que aquella, la novela, termine. En la misma línea abundan el principio de pertinencia enunciado por la Pragmática y la economía lingüística, por desgracia tan poco estimada hoy día. Lo que se dice, se dice con el objeto de satisfacer, al menos, alguna de las funciones del lenguaje enunciadas por Jakobson. En caso contrario, mejor es callar.
Neil Gaiman dispara todas sus pistolas antes de que se cierre El libro del cementerio, es cierto, pero lo hace demasiado pronto. Cada vez que se nos describe un auxiliar mágico –que diría Propp, ya que hoy nos hemos levantado teóricos- este se utiliza, como muy tarde, a la página siguiente, de suerte que el lector no consigue librarse del todo de la sensación de que lo llevan de andamio en andamio. Lo que quiero decir es que a las marionetas se les ven demasiado los hilos; que el ventrílocuo mueve demasiado los labios. Y es una pena, porque la historia, por más que haya sido contada ya antes unas cuantas veces –por J. K. Rowling y Patrick Rothfuss, sin ir más lejos; por Kipling en su El Libro de la selva, si hablamos de Literatura con mayúsculas-, entretiene y engancha y, pese a su previsibilidad -¿a alguien ha engañado el torpón y entrañable Señor Frost del último tercio de la novela?- una sigue adelante con la intención, si no de averiguar, sí de confirmar qué suerte le depara el Destino a ese desamparado y homérico huérfano llamado Nadie.