sábado, 30 de enero de 2010

EL LIBRO DE LA VENGANZA (BENJAMIN TAYLOR)

“Cuado Hubble mostró a una dama de Inglaterra que estaba de visita sus placas de las galaxias a millones de años luz, ella exclamó con voz entrecortada: “¡Qué aterrador!” Hubble replicó: “Sólo al principio. Luego reconfortan. Sabes que no tienes nada de que preocuparte. Nada en absoluto.”

El libro de la venganza

Benjamin Taylor

¡Ay, los misterios de la percepción humana! Leo el argumento de El libro de la venganza de Benjamin Taylor y les aseguro que me da la impresión de haber sido diseñado por el mismísimo Philip Roth:

“El protagonista de dicha aventura es Gabriel Geismar, hijo de un severo rabino y joven dotado de una prodigiosa mente matemática. Gabriel deja atrás la ciudad donde creció, Nueva Orleans, no sin antes perder su virginidad, y se va a estudiar a la Universidad de Pensilvania. Allí conoce a los hermanos gemelos Danny y Marghie, cuyo padre es el legendario físico Gregor Hundert. Gabriel cae rendido ante los encantos y la sofisticación de la familia Hundert, que a partir de ese momento adopta como propia. Desde entonces, la suerte de Gabriel queda ligada para siempre al sino de los Hundert.”

Metan en una coctelera Goodbye, Columbus, a cualquiera de los Zuckermanns atormentado por el peso de la figura paterna, Indignación y, ¿por qué no?, una pizca del aliento épico de su Pastoral Americana. El resultado será, mutatis mutandis, algo muy parecido a este Libro de la venganza. Y, sin embargo, el propio Roth la ha ensalzado como “una de las novelas más originales que he leído recientemente”. ¿Es que no se ha reconocido a sí mismo el maestro de Newark? ¿Dónde se halla esa originalidad que él le atribuye? Sin duda, no en el argumento, que, por más que aquí aparezca tamizado por la deuda con Roth, no deja de ser la universal historia de iniciación a la vida. Gabriel Geismar es uno de los últimos en una nómina de ilustres de la que forman parte Hans Castorp, Charles Ryder o Peter Levi, entre otros.

Pero no es este, según lo veo yo, el punto flaco de este libro. De hecho, el punto de partida está muy próximo al de muchas historias que hemos ensalzado por aquí. Lo que chirría en este Libro de la venganza es algo más básico: su prosa. Lo de juzgar la prosa de un libro por su traducción viene a ser como juzgar el trabajo de un actor a partir de una versión doblada. Hay que ir con pies de plomo. Pero lo cierto es que, ya la novela, ya su traducción, parecen escritas a trompicones, con momentos verdaderamente notables (uid. supra) y otros que no están a la altura, plagados de repeticiones, diálogos confusos casi imposibles de seguir y sorprendentes errores de bulto como el que aquí les dejo. Juzguen Vds. mismos:

“Y, sin embargo, sólo en la Vía Láctea hay suficientes estrellas para que, con que una de cada cien gire alrededor de un planeta como el nuestro, haya más de diez mil millones de lugares como la Tierra en la galaxia.”
(ibid.)

Sic. Si Galileo levantara la cabeza...

jueves, 28 de enero de 2010

SO LONG, OLD FRIEND…

“Evidentemente mi último huésped se había ido del apartamento. Sólo un vaso vacío y la colilla de su cigarro en el cenicero de peltre indicaban que había existido. Sigo pensando que la colilla de su cigarro debería haber sido enviada a Seymour, siguiendo el procedimiento habitual con los regalos de bodas. Sólo el cigarro, en una hermosa cajita. Posiblemente con una hoja de papel en blanco, a manera de explicación.

“Levantad, carpinteros, la viga del tejado”

JD Salinger

Lo veo venir. Nos vamos a hartar en estos días de leer reportajes sobre la misteriosa figura de JD Salinger en las sedicentes secciones culturales de buena parte de la prensa escrita de nuestro país. Ya saben, aquello del hombre huraño, obsesivo con su intimidad, que silenció su talento en 1965 tras una única novela y unos cuantos relatos publicados por aquí y por allá. Y mientras lee sobre agresiones a fotógrafos, pleitos y abusos familiares, se olvidará la gran mayoría de lo más importante, precisamente aquello que convirtió a un hombre, mejor o peor, me da igual, en un genio: su obra; la de todo un maestro, por cierto.

El silencio de Salinger duraba ya más de 45 años pero, igualmente, el mundo es hoy más gris y vulgar que ayer, porque el padre de Holden Cauldfield y de los Glass se ha callado para siempre y se ha perdido con él uno de los mayores talentos literarios que en el mundo han sido.

Descansa en paz, viejo amigo. A ver si ahora te dejan.



miércoles, 27 de enero de 2010

EL CUERNO DE CAZA (SARBAN)

“Ahora sabía que había aún en el mundo alguna verdad, algún coraje y orgullo, algo de la vieja gloria de los hombres.”

El cuerno de caza

Sarban

No son pocos los relatos fantásticos que a lo largo de la Historia de la Literatura se han desarrollado en el bosque, que funcionó en otro tiempo como sinónimo de aventura y, por supuesto, de peligro. Dejando a un lado los cuentos de H. C. Andersen y los hermanos Grimm revisitados por Disney, me viene a la mente ahora, por ejemplo, el célebre bosque de Sherwood de Little John y Robin Hood, el que rodea el temible Pantano de Fuego en La princesa prometida de William Goldman o, por qué no, el que habitan las criaturas feéricas de la monumental Pequeño, grande de John Crowley. Podría decirse, de hecho, que son estas últimas, las criaturas feéricas, los más legítimos habitantes del escenario que nos ocupa; al menos, en lo que hace a un potencial derecho consuetudinario basado en el imaginario colectivo. Me explico. Cuando de críos leíamos o escuchábamos sobre los peligros que acechaban en lo más profundo del bosque, allí donde los centenarios y más que tupidos árboles apenas dejaban pasar la luz, ¿qué imaginábamos sino hadas con peores o mejores intenciones, duendes, trasgos…? El peligro venía de la mano de lo desconocido y sobrenatural.

Pues bien, la magnífica El cuerno de caza de Sarban se encarga de subvertir, de poner patas arriba cualquier idea romántica sobre el bosque que de nuestra infancia pudiéramos conservar. Y es que en el bosque de Sarban el peligro no emana de lo salvaje y sobrenatural, sino, al contrario, de lo humano; de lo excesivamente humano, podría decirse. Más en concreto, emana de la sofisticación y retorcido refinamiento que un sádico aristócrata nazi aficionado a la caza –adivinen de qué- ha alcanzado en sus torturas.

“Es el terror lo indescriptible” dice Alan Querdilion, el protagonista, poco antes de sentarse a relatar ante la chimenea, como en los mejores clásicos, la terrible historia de su internamiento y huida de un campo de concentración alemán en plena II Guerra Mundial -¿o no?-. Y, sin embargo, Sarban consigue dibujar con absoluta maestría los horrores inexplicables, más que indescriptibles, que debe afrontar su héroe.

Poco más voy a decir salvo que se arrebujen en un sillón bajo una buena manta, que enciendan la chimenea, si tienen, y que se preparen para disfrutar y aterrorizarse cada vez que oigan sonar en la noche las macabras y perturbadoras notas de El cuerno de caza de Sarban.


viernes, 22 de enero de 2010

EL FACTOR HUMANO (JOHN CARLIN)

“Los deportes son una buena distracción en la vida cuando todo se vuelve melancólico”

El periodista deportivo

Richard Ford

Vayamos por partes y digamos, para empezar, que adoro el deporte. No es que corra, ni que nade, ni que monte en bicicleta, ni que practique juego alguno desde que dejé atrás la edad escolar. Mi ídolo de la infancia, sin embargo, no fue otro que un tal Pedro Delgado, capaz de ganar un Tour de Francia con autoridad (1988) y de perder otros dos, al menos, con característica originalidad (1987 y, por supuesto, 1989). La vez que más próxima he estado en mi vida de un ataque de ansiedad fue en el ya lejano 1992, con ocasión de la final de la Euroliga que enfrentó al Joventut de Badalona con el Partizan de Belgrado y que la Penya perdió en el último segundo merced a un triple del Sr. Djordjevic. Ese mismo año lloré, cómo no, el día de la clausura de los archiañorados Juegos Olímpicos de Barcelona y hace dos veranos volví a llorar tras la final olímpica de baloncesto que en Pekín enfrentó a nuestra selección con la de Estados Unidos; no por la frustración de ver cómo se escapaba una oportunidad única, sino por la emoción de haber visto, sin duda, el mejor partido de los posibles. Aunque de una forma vicaria, pues, adoro el deporte. ¿Por qué? Por los motivos que aporta el bueno de Frank Bascombe en El periodista deportivo de Richard Ford (uid. supra), porque emociona y porque, aunque cada vez menor, aún hay lugar en él para una grandeza y una épica de otros tiempos. Así que cuando leí hace unos meses en El País que John Carlin había escrito un libro titulado El factor humano acerca del papel que el rugby y la Copa del Mundo de 1995 habían desempeñado en la consolidación de la democracia post-apartheid surafricana, y que además este había servido de base para la nueva película del maestro Eastwood, no lo dudé.

Error. El factor humano de Carlin defrauda. Defrauda porque decepciona y defrauda porque engaña. Se nos presenta, como digo, como el análisis del papel jugado por el rugby, deporte nacional afrikaner, en la reconciliación entre afrikaners y negros. Sin embargo, al rugby y la Copa del Mundo les dedica tan sólo Carlin el último tercio de este ¿ensayo? Con anterioridad lo menciona tan sólo de manera tangencial y sorprendentemente forzada, como queriendo recordarnos a cada momento cuál es la tesis del libro que tenemos entre manos. Los dos primeros tercios los dedica Carlin por entero a Nelson Mandela y a sus negociaciones con Botha, De Klerk y otros muchos desde su cárcel en Robben Island y ya fuera de ella. No es que Mandela no merezca tal atención ni sea digno de admiración –que lo es y mucho- pero la historia del gran líder del Congreso Nacional Africano ya ha sido contada en muchas y mejores ocasiones y habría interesado más aquí el punto de vista de los Springboks, que acaban tipificados como una pandilla de grandullones, torpones pero de buen fondo, que lloran como críos y en su momento fueron racistas y cómplices silentes del apartheid porque no podían ser otra cosa. ¡Ja! Lo típico y lo tópico son dos de los más grandes enemigos de la Literatura. Otro es la impostación. Y el Mandela de Carlin es, sobre todo, forzado, porque ha sido privado de su humanidad –frente a lo que diga el título- al convertir Carlin cada sonrisa, cada gesto espontáneo, cada chiste, cada anécdota de ese venerable anciano en parte de una estrategia para –una vez más- convertir el rugby en el engrudo que rellene las grietas de más de medio siglo. Todo el mundo, hasta los más grandes estadistas que en el mundo son y han sido, debería tener derecho a relajarse y a la charla insustancial de vez en cuando. Pero ahí va un botón de muestra para que vean a qué me refiero:

“Era una historia especialmente ligera e insustancial dada la solemnidad del entorno, un despacho en el que, como había dicho Mandela en una entrevista unos días antes, “se fraguaron los planes más diabólicos”. Pero la historia de los pollos robados fue útil porque ayudó a crear precisamente el tipo de intimidad y complicidad que el presidente quería establecer con el joven. Al contarle lo que era una especie de confidencia privada, una historia que Pienaar no podía leer en los periódicos, Mandela encontró una forma de llegar al corazón del abrumado capitán del equipo de rugby, de hacerle sentir como si estuviera en compañía de su tío abuelo favorito. Pienaar no podía saberlo entonces pero, para Mandela, ganarse su confianza –y, a través de el, conquistar al resto del equipo Springbok- era un objetivo importante. Porque lo que Mandela había deducido, con ese estilo medio instintivo y medio calculador que tenía, era que la Copa del Mundo podía ayudar a afrontar el gran reto de la unificación nacional que aún quedaba por hacer.”

El factor humano

John Carlin

Así, una y otra vez, de manera que una llega a plantearse si Carlin no estará intentando autoconvencerse a cada momento de que su tesis es cierta. Como dice la locución latina, excusatio non petita, accusatio manifesta. O eso o creyó que los potenciales lectores de su libro eran de natural obtuso, en cuyo caso debería haber tenido mayor cuidado y reprimir la tendencia a lanzar, uno tras otro, nombres que no se sabe muy bien qué papel desempeñan en esta historia así como también el irritante vicio de avanzar y retroceder continuamente en el tiempo. En fin, un desastre. Y eso que yo quería creer y ampliar la lista de grandes momentos que el deporte nos ha deparado.

domingo, 17 de enero de 2010

FRANZ Y FRANÇOIS (FRANÇOIS WEYERGANS)

“Si mi padre hubiese escrito una novela, no habría reaccionado de forma tan violenta. Mi opinión habría sido la misma, pero él habría dado muestras de una cortesía elemental: no habría hablado de mí como si estuviese a su disposición. Se habría inventado un personaje parecido a mí en el que yo habría encontrado rasgos de mi carácter, pero que no sería yo. Habría habido creación. ¡En lugar de eso, me encontraba formando parte de un documento más patológico que literario (al menos esa era la reacción de un paciente del doctor Zscharnak) actuando en el show Weyergraf Follies, donde hacía de hijo!”

Franz y François

François Weyergans

Durante las últimas semanas ha surgido más de una vez por aquí la cuestión de la proyección del lector o del crítico sobre lo leído y el riesgo de asignarle al autor de un texto referentes o, aun peor, intenciones que le son en realidad totalmente ajenas. Puede que termine por incurrir en esta entrada en ese error que tanto he criticado pero lo cierto es que, quizá porque tengo relativamente reciente la lectura de The Humbling del Sr. Roth, quizá porque no son pocas las reflexiones metaliterarias planteadas al final de esta Franz y François de Weyergans (Funambulista, 2009), o quizá porque esta historia gira de modo absoluto en torno a los intentos de un hijo por desprenderse del castrante yugo de su padre -exactamente igual que la reciente Indignación del de Newark-, lo cierto es que me da la impresión de que, al menos en lo que se refiere a esta novela, Weyergans viene a ser una especie de Roth a la francesa. Y no son estos los únicos paralelismos entre uno y otro. La inmensa carga judía de las novelas de aquel es sustituida aquí por un catolicismo ferviente, en tanto que los protagonistas de ambos –casi todos los de Roth; el François de Weyergans como mínimo- destacan por lo manifiesto de su sexualidad.

Sin embargo, allí donde Roth es preciso, vívido y entra por los sentidos, por así decirlo, Weyergans se resiente de cierto exceso de verborrea. Su prosa es más cerebral y estéril, un poco a la manera de esas chispeantes comedias francesas o de Woody Allen, cuyos inicios nos enganchan por su brillantez y agilidad, por la inteligencia de sus diálogos y el atractivo de sus personajes, para decaer irremediablemente en la segunda mitad. Y eso es precisamente lo que ocurre en esta historia que, disfrazada de la biografía de Franz Weyergraf, lo es en realidad de la educación intelectual y sentimental de su biógrafo, su hijo François. Es divertida e inteligente pero termina por resultar un tanto cargante, saturada como está de jerga psicoanalítica y remordimiento católico.

domingo, 10 de enero de 2010

LOS INCONSOLABLES (KAZUO ISHIGURO)

“Me refiero a que ella siempre me había ocultado ciertas partes de sí misma. Las había preservado, como si el contacto con mi tosquedad hubiera podido contaminarlas. Como digo, señor, yo quizá lo había sospechado siempre. El que hubiera toda una parte de sí misma que preservaba de mí. ¿Quién podía reprochárselo? Una mujer de tal sensibilidad, educada en una familia como la suya... No había dudado en confesárselo abiertamente a Piotrowsky, pero jamás de los jamases, en todos los años que llevábamos juntos, había dejado siquiera entrever su pasión por Baudelaire conmigo.”

Los inconsolables

Kazuo Ishiguro

Tengo con frecuencia el mismo sueño. Se trata, más bien, de una pesadilla, en la que intento, sin conseguirlo, regresar a casa. Por más que reconozca las calles y sepa con toda seguridad qué camino he de tomar, elijo invariablemente la vía incorrecta. No voy a aventurar aquí interpretación alguna. De hecho, no creo demasiado en aquello de los mensajes que nos lanza el inconsciente. Si hoy he comenzado así es sólo porque la lectura de Los inconsolables de Kazuo Ishiguro me ha producido la misma sensación de impotencia y desasosiego que dicha pesadilla. Y esta asociación no es sólo mía, sino que la contraportada misma de la novela (Anagrama) hace referencia a la cualidad onírica de la trama.

El protagonista, un reputado pianista llamado Ryder, llega a una ciudad indeterminada de Europa Central cuyos habitantes, asolados tiempo ha por una especie de pesimismo existencial, parecen concederle una importancia fundamental a la música. El objeto de la visita de Ryder, de hecho, no es otro que devolverles la esperanza en un recital previsto para una velada capital. Sin embargo, nuestro protagonista se ve pronto distraído y apartado de su objetivo por las peculiares peticiones de directores y mozos de hotel, de directores de orquesta venidos a menos, de periodistas, de adolescentes a los que parece estar unido por un especial parentesco, de profesoras de piano y de antiguas amigas de la infancia reconvertidas en revisoras de tranvía, que continuamente lo interrumpen en sus tareas para preguntarle aquello de “¿qué hay de lo mío?” Los inconsolables es la pesadilla kafkiana del perfeccionista, pues todo queda a medio hacer en esta historia. Además, abundando en la cualidad onírica a la que antes hacía referencia, Ryder se ve separado de la sala de conciertos por un absurdo muro aparecido de la nada, se pierde una y otra vez, se olvida a su ¿hijastro? Boris en una cafetería, se encuentra dando un discurso en batín y se ve privado del habla justo cuando a su amiga Fiona más le importaba que hablara. Si eso no son pesadillas de manual, que baje Morfeo y lo vea.

También en lo formal resulta desconcertante esta novela. El peso de la narración, en primera persona, recae en el propio Ryder, que tan pronto muestra la misma desorientación e inocencia que nosotros, lectores, ante lo que sucede, como adopta las capacidades y maneras de un narrador omnisciente decimonónico, revelando los más íntimos secretos de sus compañeros de fatigas. Y esto, que en otra novela derivaría inevitablemente en una de las mayores faltas en las que puede incurrir un escritor, la falta de verosimilitud, de la que Ishiguro no está libre, por cierto, se entiende en esta ocasión por los derroteros que desde el primer momento ha seguido la trama.

Tan sólo dos “peros” pondría a esta original novela. En primer lugar, su no del todo justificada extensión, que, sumada al desconcierto que produce la historia, convierte la experiencia de leer Los inconsolables en algo agotador. En segundo lugar, la relativa falta de sutileza de Ishiguro en la transmisión del evidente mensaje de esta historia: la facilidad con que uno puede desperdiciar y echar a perder la propia vida. Saben bien que me muestro bastante renuente ante las historias diseñadas para aleccionar. No es el caso de Los inconsolables pero, aun así, creo que su impacto habría sido mucho mayor si Ishiguro se hubiera limitado a escribir una pesadilla y no hubiera intentado disfrazarla al final de fábula.



martes, 5 de enero de 2010

“Haptworth 16, 1924” (J. D. SALINGER) + BAMBÚ (WILLIAM BOYD)

“Jesus, life has its share of honorable thrills if one but keeps one’s eyes open!”

“Haptworth 16, 1924”

JD Salinger

Mi última lectura del ya extinto 2009 no fue otra que “Levantad, carpinteros, la viga del tejado” del maestro JD Salinger y la disfruté tanto tanto, otra vez, que decidí empezar el nuevo 2010 con el último relato que el citado autor dedicó a esa peculiar familia de iluminados de inspiración zen, inadaptados y lectores precoces y voraces que fueron los Glass: “Haptworth 16, 1924”. Este relato, inédito en castellano y publicado en el New Yorker en 1965, adopta la forma de la eterna carta que el un tanto repelente y profesoral Seymour de 7 años envía a su familia desde el campamento en el que pasa el verano con su hermano pequeño Buddy. En ella muestra ya Seymour una sensibilidad extrema, la misma que llevada a un enfermizo absurdo lo llevará a pegarse un tiro en “Un día perfecto para el pez plátano”. Y es precisamente esa cualidad del primogénito de los Glass la que paradójicamente lo lleva a celebrar la vida en afirmaciones como la que abre esta entrada o la que cierra “Seymour, una introducción”:

“Todo lo que hacemos en la vida es ir de un pedazo de Tierra Santa a otro.”

Pues bien, ese mismo espíritu de celebración alienta las páginas de la recopilación de artículos que William Boyd ha titulado Bambú, por si ya se estaban preguntando Vds. por los motivos de la tan peculiar asociación del título de esta entrada. Dichas piezas versan sobre su infancia y primera adolescencia en África, sobre las vacaciones en la madre patria, la “pérfida” Albión, sobre los fríos años de internado, sobre literatura –no se pierdan, por cierto, las dedicadas al inefable Evelyn Waugh-, las relaciones que esta establece con el cine, sobre las experiencias del propio Boyd con la realización cinematográfica –su película La trinchera trató de la batalla del Somme- o sobre figuras destacadas como Ken Saro-Wiwa, empresario y escritor cuya oposición al régimen militar nigeriano le valió la ejecución a principios de los ’90. En todos ellos demuestra Boyd su entusiasmo, su optimismo y buen humor, su alegría de vivir, que diría la canción. Incluso los sentidos artículos dedicados a su amigo Saro-Wiwa transmiten cierto tono nostálgico antes que amargura y frustración.

William Boyd es además un más que eficaz artesano del oficio de escribir, un gran narrador. Las tramas de sus novelas, de corte clásico, fluyen con agilidad de principio a fin y lo mismo puede decirse de los artículos que en Bambú nos ofrece. Ambas cualidades, su talento narrativo y su buen humor, hacen muy recomendable la lectura de sus textos. Le falta quizá en ocasiones –sólo en ocasiones- una pizca de sal que haga resquemar la herida; esa sal tan característica de algunos de sus compatriotas y compañeros de generación y que el propio Boyd ya repartió en buenas cantidades en proyectos como Nat Tate: An American Artist 1928-1960.