Hablaba por aquí hace ya un par de semanas de Lo que arraiga en el hueso de Robertson Davies como un ejemplo de novela en apariencia intelectual pero de hecho llena de vida y energía, de alma. Pues bien, he dedicado el cada vez menor tiempo libre de estas últimas semanas a leer La virgen en el jardín de A. S. Byatt y el contraste no puede ser mayor. Es cierto que, como Davies, se sirve Byatt para la construcción de la trama de abundantes ingredientes eruditos, pero hasta ahí alcanza la semejanza. Donde aquel divertía y conmovía, sorprendía y encantaba, esta aburre y cansa, deja indiferente. Pero mejor vayamos por partes.
La novela comprende unos pocos meses anteriores y posteriores a la coronación de Isabel II en el verano de 1953. Para celebrar tal ocasión un filántropo de Yorkshire ha decidido patrocinar la representación de una rancia y anacrónica obra teatral en verso de Alexander Wedderburn, dedicada a otra Isabel, Isabel I. Tiene un papel destacado en el elenco la insufrible Frederica Potter, adolescente sabihonda, brillante y obstinada, enamorada del mencionado Alexander, que también es objeto de los desvelos de la mayor de las Potter, Stephanie, que sorprendentemente y para la terrible cólera de su padre, el temible Bill Potter, acepta la proposición de matrimonio de Daniel Orton, un orondo, peculiar -por ateo- y enérgico vicario. El pequeño del clan, Marcus, es un adolescente timorato y huidizo, asmático y debilucho, que merced a su increíble talento matemático y a una peculiar capacidad de comprensión espacial, se convierte en el conejillo de indias de un experimento entre físico, místico y alquímico de un desquiciado profesor de física, Lucas Simmonds, de tendencias homosexuales soterradas.
Esta es básicamente la trama que ocupa las excesivas 642 páginas de La Virgen en el jardín. ¿Y por el medio? Mucho teatro isabelino y pentámetro yámbico, mucho Shakespeare, Spenser, Donne y T. H. Lawrence, algo de Ovidio, Racine y Coleridge, mucha música de las esferas, muchos haces de luces convergentes y campos magnéticos de fuerzas ancestrales en el patio de la escuela.
Y hete aquí que lo que en Davies serviría a la trama y encajaría en ella como la maquinaria de un reloj suizo, aquí chirría y no consigue hacer despegar sino que más bien lastra una historia que tras más de 200 páginas aún no se sabe muy bien hacia dónde va; lo que no impide que el lector adivine a distancia cuál será el final de cada uno de los personajes de esta historia. Pues Alexander, Frederica, Stephanie & co. muy bien podrían haber protagonizado una de esas novelas de ambiente académico de David Lodge o, por qué no, de Zadie Smith, en las que el héroe fracasa una y otra vez para deleite de todos, que sabemos que acabará triunfando de una manera insospechada para él.
Por desgracia para ellos, les ha tocado protagonizar, en cambio, la novela de Byatt que, ante todo, se resiente de su exagerada extensión, un exceso de pretensiones y una falta de humor sorprendente para ser inglesa. Así que... pasemos a otra cosa.
La novela comprende unos pocos meses anteriores y posteriores a la coronación de Isabel II en el verano de 1953. Para celebrar tal ocasión un filántropo de Yorkshire ha decidido patrocinar la representación de una rancia y anacrónica obra teatral en verso de Alexander Wedderburn, dedicada a otra Isabel, Isabel I. Tiene un papel destacado en el elenco la insufrible Frederica Potter, adolescente sabihonda, brillante y obstinada, enamorada del mencionado Alexander, que también es objeto de los desvelos de la mayor de las Potter, Stephanie, que sorprendentemente y para la terrible cólera de su padre, el temible Bill Potter, acepta la proposición de matrimonio de Daniel Orton, un orondo, peculiar -por ateo- y enérgico vicario. El pequeño del clan, Marcus, es un adolescente timorato y huidizo, asmático y debilucho, que merced a su increíble talento matemático y a una peculiar capacidad de comprensión espacial, se convierte en el conejillo de indias de un experimento entre físico, místico y alquímico de un desquiciado profesor de física, Lucas Simmonds, de tendencias homosexuales soterradas.
Esta es básicamente la trama que ocupa las excesivas 642 páginas de La Virgen en el jardín. ¿Y por el medio? Mucho teatro isabelino y pentámetro yámbico, mucho Shakespeare, Spenser, Donne y T. H. Lawrence, algo de Ovidio, Racine y Coleridge, mucha música de las esferas, muchos haces de luces convergentes y campos magnéticos de fuerzas ancestrales en el patio de la escuela.
Y hete aquí que lo que en Davies serviría a la trama y encajaría en ella como la maquinaria de un reloj suizo, aquí chirría y no consigue hacer despegar sino que más bien lastra una historia que tras más de 200 páginas aún no se sabe muy bien hacia dónde va; lo que no impide que el lector adivine a distancia cuál será el final de cada uno de los personajes de esta historia. Pues Alexander, Frederica, Stephanie & co. muy bien podrían haber protagonizado una de esas novelas de ambiente académico de David Lodge o, por qué no, de Zadie Smith, en las que el héroe fracasa una y otra vez para deleite de todos, que sabemos que acabará triunfando de una manera insospechada para él.
Por desgracia para ellos, les ha tocado protagonizar, en cambio, la novela de Byatt que, ante todo, se resiente de su exagerada extensión, un exceso de pretensiones y una falta de humor sorprendente para ser inglesa. Así que... pasemos a otra cosa.