Abría el otro día un par
de cajas de libros de la reciente mudanza en un intento vano de hacerles sitio
a unos cuantos y me reencontraba con un pequeño ejemplar tan sobrio y elegante
como la firma que lo edita, Shangri-La, que su capitán Jesús Rodrigo me regaló
hace ya casi tres años.
Se trata de Cinco itinerarios para una novela futura, en
el que su autor, Juan Miguel Ariño, ofrece un hermoso y sentido, sí, pero
también lúcido y erudito análisis de cinco hitos de la narrativa del XIX y del
XX. En la línea del Saul Bellow de los ensayos recopilados en Todo cuenta: del pasado remoto al futuro
incierto (Galaxia Gutenberg, 2005), se reivindica antes como lector que como
crítico, reconoce la subjetividad de su análisis -partiendo de la misma
elección de su objeto- y cuestiona, con razón, el papel de una crítica lejana y
oscura encerrada en su torre de marfil en la guerra que la Literatura con
mayúsculas sostiene desde hace años contra la mercantilización y, sobre todo,
la banalización.
Su lectura es,
ciertamente, personal, pero no hay duda de que está avalada por el conocimiento
reposado de lo mejor del canon occidental. Por cierto que, en opinión de quien
les habla, acierta al corregir a Harold Bloom y señalar la Odisea de Homero, y no a Shakespeare, como hito fundacional de la
narrativa occidental, determinada por el viaje y la aventura. La aproximación
de Ariño no parte, seguramente, de ninguna corriente crítica en boga en la
Universidad pero, sin duda, es muchísimo más honda y certera que muchas
interpretaciones sancionadas por corrientes teóricas. Y se me viene aquí a la
cabeza el caso aquel de aquella profesora de estudios de género que negó, por
desconocimiento, supongo, el conflicto de Hesíodo con su hermano Perses y
alteró sustancialmente, para adecuarlo a sus fines, el episodio de Ulises y las
Sirenas.
En ese recorrido felizmente
subjetivo elige Ariño, entre otras, dos de nuestras paradas preferidas, La montaña mágica de Thomas Mann y la
trilogía de Frank Bascombe de Richard Ford. Presenta a la primera como un
epígono de una época extinta en el momento de su redacción y nos obsequia, además,
con dos lecturas, la primera más histórica y simbólica, la segunda, más atenta
a las vicisitudes de los personajes.
En cuanto al Frank
Bascombe de Ford, acierta al presentarlo como un Sancho Panza de las letras
estadounidenses, cuyas principales virtudes, señala, son la inmediatez de su
prosa y el haber sabido integrar elementos de la cultura popular -no
necesariamente banal-. Amén. Bascombe es, ciertamente, un antihéroe, un hombre
estático y tranquilo en un escenario que idolatra a héroes de acción y que ha
llegado a banalizar a Hemingway de tanto imitarlo. De nuevo, amén.
No les digo más, salvo
el consabido lean, lean. Y, por supuesto, ¡muchas gracias, Jesús!
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