Hace tiempo que sostengo
que buena parte de los males que aquejan a la Enseñanza tiene su raíz en el
discurso pretencioso y hueco de sedicentes “pedagogos” que todo lo fían al “cómo”
y niegan la importancia del “qué” acogiéndose, por lo general, a la falacia de
que el “qué” se halla a distancia de una tecla de ordenador. Veámoslo con un
ejemplo: hace unos años, con la probable intención de desprestigiar al gremio, se
filtraron algunas respuestas disparatadas que aspirantes a maestro habían dado
en un examen de oposición. Ante la repercusión que aquellos errores de bulto
tuvieron en la prensa, algunos trataron de justificar lo injustificable.
Recuerdo el caso de una aspirante que alegaba que no se la podía descalificar
como maestra por ignorar la situación del río Ebro, pues lo que se debía
evaluar era su capacidad para enseñar dónde se hallaba tal río. ¡Adiós!
Coincidirán conmigo,
supongo, en que resulta más que difícil, si no imposible, enseñar lo que se
ignora. Y es que el “cómo”, ya lo decía Susan Sontag, es inseparable del “qué”
y es un despropósito descuidar los contenidos, incluso aunque estos no tuvieran
valor por sí mismos -que sí lo tienen, en mi opinión- y fueran ingredientes
para ayudar a los alumnos a desarrollar diferentes tipos de razonamiento y
técnicas. Al final, supongo, volvemos a la eterna discusión entre Sócrates y su
búsqueda de verdades universales y los sofistas, que todo lo fiaban a su
habilidad con la palabra.
Viene todo esto a cuenta
de mi renuencia y recelo a la hora de enfrentarme a textos sobre educación y a
que he dedicado estos días a la lectura de Enseñar,
un viaje en cómic (Ediciones Morata, 2013), del William Ayers de Días de fuga y Ryan Alexander-Tanner. La
traducción no es, ciertamente, la mejor de las posibles y esta lectora habría
preferido una tipografía más clásica pero es de agradecer, sin duda, la
publicación de una obra en la que se identifica la enseñanza con un desafío
intelectual y ético -¡amén!- que requiere gran dedicación de parte del
profesor. Los estudiantes, señala Ayers, se benefician de los libros,
películas, conciertos, museos... que conoce su profesor. La creatividad es también,
por supuesto, una virtud deseable, así como el aprecio a los alumnos y la capacidad
crítica y autocrítica. La tiranía de las programaciones y la desconexión
absoluta de los burócratas de turno están también bien plasmados -¡una
reverencia para el querubín de infantil que le espeta al inspector “eres raro”!-
y los exámenes de la prueba de capacitación pedagógica son ciertamente
insultantes -¡ay, el CAP!-.
Se le nota a Ayers, en
suma, que sabe de lo que habla merced a sus muchos años de experiencia como
maestro de infantil y profesor universitario, como, en mi opinión, también se
les notaba al Pennac de Mal de escuela, al
Frank McCourt de El profesor, o al C.
S. Lewis de De este y otros mundos.
Sí es cierto, no obstante, que las metáforas visuales resultan repetitivas y un
tanto gruesas y que el tono exaltado e intenso de buena parte de las viñetas
terminan por cansar un tanto al lector. En cualquier caso, lean.
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