Cuando
una da clase de lenguas clásicas, cuya enseñanza se ha basado durante años en
la práctica de la traducción, toca hacerles ver a los alumnos que la dificultad
no radica solamente en hacerse con los vericuetos de la sintaxis latina o la
inagotable variedad morfológica del verbo griego -a esos que balbucean por ahí
que las Humanidades son para tontos, que los hay, los invito a echarle un
vistazo a los verbos en -μι, por cierto- sino en plasmarlos
sirviéndonos de otra lengua. No se trata tan solo de entender y parafrasear el
contenido, el qué, que dirían los libros escolares, sino que también el cómo,
la forma del original, debería tener su eco en la lengua de llegada. Y créanme
que no es nada fácil. Allí donde el latín emplea un futuro en la prótasis de una
condicional mal llamada real, el traductor se ve obligado a buscar una
alternativa, pues, caprichos de la gramática, este tiempo está vedado en
castellano. De ahí que nuestros alumnos repitan como un mantra aquello de “tan
literal como sea posible, tan literario como sea necesario” (Marouzeau). Al
final, con suerte, comprenden que, aunque en su boletín de notas figure un
sobresaliente, la traducción absoluta es imposible. Ya lo dice el universal
adagio italiano, traduttore tradittore,
y el más que adecuado título del ensayo de Umberto Eco, Decir casi lo mismo.
No significa esto que debamos
renunciar a la traducción, como nunca hay que renunciar al pensamiento utópico.
Al fin y al cabo, la traducción es la única forma que la gran mayoría tiene (tenemos)
de acercarse a grandes joyas de la Literatura Universal como la Antígona de Sófocles que aquí nos trae
hoy. La Antígona de Sófocles es, en
opinión de quien les habla, la más perfecta y hermosa tragedia jamás escrita.
La he leído unas cuantas veces en castellano -en la magnífica versión de Luis
Gil-, la he estudiado en griego y vuelvo estos días a ella en la versión de Hölderlin
al alemán, a su vez traducida al castellano y comentada para nosotros por
Helena Cortés Gabaudan (La Oficina, 2014).
Según se comenta en el
prólogo de Arturo Leyte y en la esclarecedora introducción de la traductora, la
versión de Hölderlin chocó con la incomprensión de sus contemporáneos. El punto
de partida de su versión no es, al parecer, la mejor de las ediciones griegas,
pero si la traducción de Hölderlin resulta dura y oscura para el lector, es
fruto de una decisión consciente. Allí donde otros traductores eligen iluminar
pasajes oscuros, Hörlderlin defiende un respeto extremo al original, aun a
costa de resultar ininteligible. Si el original es ambiguo, también ha de serlo
su versión. De hecho, no parece temer tampoco el peligro tan temido por todos
-y del que advierto a mis alumnos- de caer en la lengua de traducción y ofrece
una versión que casi parece interlineal. Ello no obsta para que disfrutemos
igualmente del conflicto entre la ley de los dioses y la de los hombres, entre la
ética y la moral, del orgullo de Antígona y la obcecación de Creonte y, aunque
una sigue prefiriendo la traducción de Luis Gil, ha disfrutado como siempre con
una tragedia que, en esta ocasión, se convierte en una muestra de lo
condenadamente difícil que resulta este oficio nuestro.
Lean, lean.
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