Les dejaba el otro día
por aquí tres aproximaciones narrativas a la muerte, bien distintas en tono y
formato, y vuelvo hoy a insistir en asunto tan poco festivo y vacacional a
propósito de El prestamista de Edward
Lewis Wallant, cuyo envío agradezco, como siempre, a los amigos de Libros del
Asteroide.
Es esta una novela honda
y sombría protagonizada por Sol Nazerman, el epónimo prestamista del título,
que regenta una tienda de empeños en Harlem en la que consume inerte sus días,
asqueado como está de la clientela que la frecuenta -aquí una prostituta
enamorada, allí un pedófilo con ínfulas intelectuales o un policía corrupto- y
de la familia con la que convive y a la que sustenta. Es este asco visceral,
casi físico, la única emoción que se permite Sol, convencido como está de ser
un muerto en vida y de haberse dejado el alma, la humanidad y parte del cuerpo en
los campos de exterminio polacos a los que sobrevivió. Una y otra vez reduce su
propio yo a las exigencias del milenario estereotipo judío y se pregunta
cuántas veces puede morir un hombre.
La vida, sin embargo, se
abre paso, aun de manera brutal, y la proximidad del aniversario de la muerte
de su mujer y sus hijos a manos de los bárbaros nazis, el acercamiento amable
de una nueva vecina y la certeza de las prácticas conspiratorias de su aprendiz,
entre otras causas, lo someten a un tormento físico y mental de proporciones
bíblicas veterotestamentarias que pone a prueba también la resistencia del
lector. No es esta una novela cómoda, no, sino de las que hacen que una se
remueva inquieta y se pregunte impaciente cuándo y cómo logrará el descanso
eterno el pobre Sol. Así que, aunque la recomendación es, por supuesto, que
lean, lean... elijan un buen momento y ármense de valor, porque El prestamista le encoge a cualquiera el
alma.
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