En más de una ocasión me
he referido a Michael Chabon en este y otros lugares como campeón de la
nostalgia. No es para menos. Bien se ha hecho acreedor de tal título en obras
como los Misterios de Pittsburgh, en
la que teoriza sobre tan humano sentimiento; como Summerland, en la que un chaval vive un verano de fantasía a cuenta
del béisbol, ese juego que es imposible separar de cromos en blanco y negro con
los bordes estropeados; como Las
asombrosas aventuras de Kavalier y Clay, en que recrea la época dorada del
cómic de la mano de un dúo singular, etc., etc., etc.
Viene ahora a poner la
guinda a tan hermoso pastel la magnífica Telegrah
Avenue, en la que Chabon rinde un sentido homenaje a esas pequeñas tiendas
con personalidad que todos hemos ido viendo desaparecer de nuestras ciudades,
esas emparentadas por línea directa con el estanco que Auggie Wrenn tenía en
Brooklyn en la genial Smoke
(Wang-Auster), o ¿por qué no? con el pub Cheers
de Boston, antes fruto de una filosofía vital que de la iniciativa empresarial.
Tal es Brokeland Records, la singular tienda de vinilos que regentan Archie y
Nat en la avenida del título de Oakland. Tal reducto de originalidad y
humanidad está en el momento de la acción amenazado por Don Dinero, encarnado
en un macro centro comercial, dirigido por una estrella del fútbol americano, que
incluirá una fastuosa sección rítmica, segura ruina de Brokeland. Y no es esta
la única forma de vida amenazada. Varias son las líneas argumentales de esta
compleja novela y todas ellas se ocupan de un fin: el de la partería como
oficio tradicional, el de Luther Stallings -antaño estrella de películas de
acción de serie B, o Z, hoy granuja de medio pelo-, el de una estrella del jazz
o el de unas cuantas amistades. Todas ellas se entrecruzan y separan en la que
es posiblemente la menos narrativa y la más descriptiva de todas las novelas de
Chabon y en la que, atención, se lleva al paroxismo el uso de los tropos, con
el talento, eso sí, de todo un maestro.
Lean,
lean... lean y disfruten.
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