Cada vez vengo por aquí
más de tarde en tarde, ya lo ven, y no por falta de ganas. De hecho, he leído
mucho y muy bueno desde que cambiamos de año, pero el trabajo y algún problemilla
de salud me han tenido de lo más entretenida. Así las cosas, el responsable de devolverme
a este lugar es, una vez más, Tom Gauld. Si hace unos meses les hablaba de su
muy humana deconstrucción del Goliat del Antiguo Testamento, hoy es el turno del recién publicado Un policía en la luna (Salamandra).
De nuevo elige Gauld un
escenario propio para alardes épicos, allí el valle de Elah, aquí una luna
colonizada por pioneros espaciales. Y de nuevo nos regala Gauld a un héroe de
lo cotidiano, allí un administrativo bonachón, aquí un tipo que entretiene sus
monótonos días bebiendo café, comiendo donuts -también los policías lunares
cumplen el estereotipo-, reconduciendo a díscolas adolescentes, buscando a
perros perdidos y ayudando a encantadoras ancianas. Lejos quedan los tiempos en
que la luna se presentaba como un Nuevo Mundo repleto de posibilidades. Ahora
es un páramo yermo cada vez más solitario en el que nuestro héroe pasa sus solitarios
días, víctima de innumerables servidumbres tecnológicas de lo más reconocibles.
Hete aquí, sin embargo, que un expendedor automático de café es sustituido por
una cafetería con una camarera de carne y hueso y un rayo de esperanza, la que
ofrecen la solidaridad y la amistad -aun
la casual-, compensan el tono melancólico y crepuscular del volumen, hasta
entonces solo aliviado por el humor.
Como no podía ser de
otra manera, esta deliciosa historia viene revestida del sencillo, sobrio y
elegante trazo de Gauld, cuya narrativa gráfica se basa en la repetición con
leves variaciones -atiendan a ese edificio de apartamentos que va perdiendo
módulos según se vacía el satélite-, y referencias sutiles a otros “cronistas”
de la soledad como Edward Hopper.
Una maravilla, ya ven,
así que lean, lean y vean, vean.
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