“The written word can be the very means by which the self and the world connect, wich is why the very best writing for children has about it the quality of invisibility, of taking you right through to the thing it names, and through metaphors and imagery can evoke feelings, smells, impressions for which there are no words at all. A nine-year-old can experience this intensely. The written word is no less a part of what it names than the spoken word -think of the spells written round the rim of the necromaner’s bowl, the prayers chiselled on the tombs of the dead, the impulse some people have to write obscenities in public places, and that others have to ban books wich contain obscenities, of always spelling God with a capital G, of the special importance of a written signature. Why keep children from all this?”The Child In TimeIan McEwan
La
vida de Stephen Lewis, escritor de una novela considerada infantil por
accidente, se detuvo el día que Kate, su encantadora hija de cuatro años,
desapareció de su lado ante la caja de un supermercado. Se separó de su esposa,
dejó de escribir y empezó a beber más de la cuenta. En el momento en que se
abre esta historia, arrastra su inercia vital por un Londres distópico donde
los veranos son de lo más seco y caluroso y los inviernos acaban sin clemencia
con la vida de los homeless que han
visto legalizada la mendicidad por obra de un gobierno ultraconservador de lo
más thatcheriano. Su única actividad son las reuniones totalmente estériles de “un
comité de sabios” que, a petición del Primer Ministro, ha de elaborar un
informe sobre la educación de los infantes. Stephen es, pues, un protagonista inerte.
No actúa sino que reflexiona sobre los singulares efectos y paradojas de ese
ente abstracto, complejo y contradictorio que es el tiempo.
Child in time
es, en efecto, un título de lo más programático, pues esta singular y estupenda
novela gira en torno a los dos ejes que enuncia: el tiempo y la niñez; no solo
la de la desvanecida Kate, sino la del propio Stephen, la de aquellos que
deberían beneficiarse de los hallazgos del comité -ejem- y la que por obra de
la nostalgia funciona como Paraíso Perdido.
Lo
concreto y lo abstracto caminan de la mano en esta novela de transición entre
el McEwan más sórdido de Jardín de
cemento y el más sutil, irónico y, sí, divertido, de Amor perdurable o Amsterdam,
donde hay lugar para la devastación más absoluta, la distopía y el absurdo, por
un lado, y el humor por otro. De hecho, el párrafo que abre esta entrada es
parte de la alocución que un por fin apasionado Stephen le dirige a un pánfilo
pedagogo -¡ay!- que cuestiona la conveniencia de que los escolares aprendan a
leer antes de los doce años. A todo llegaremos. Entre tanto ustedes lean, lean The Child In Time de Ian
McEwan.
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