Hay dos clases de
personas en el mundo, las que se angustian ante el desafío logístico que supone
un viaje al extranjero y las que no. Quien desde aquí les habla tiene, lo
reconozco, un punto controlador y obsesivo, así que... sí, pertenezco al primer
grupo. Siento, pues, inmediata simpatía por aquellos personajes de papel que,
en mayor o menor medida, comparten mis desvelos; sobre todo, porque lo hacen en
un ámbito donde no suele concedérseles espacio a cuestiones tan mundanas como
dónde y cuándo orinar, por ejemplo, o si habrá tiempo de comprar una empanada
antes de que el tren se ponga en marcha. No es de extrañar, pues, que Mary
McCarthy me ganara bien pronto para la causa de aquel entrañable y bisoño Peter
Levi que en Pájaros de América se
angustiaba hasta el desmayo por el destino de su motocicleta a su llegada a Le Havre,
ni que David Lodge me haya ganado para la del inglesito Timothy Young, que a la
temprana edad de dieciséis años aceptó la invitación de su hermana Kate para ir
a visitarla a la Heidelberg de posguerra. Se ambienta Fuera del cascarón en la Europa de los primeros ‘50 y, además del
entendible miedo que pudiera provocar en un joven inocente pasar sus vacaciones
de verano en terreno hostil solo hace unos años, la logística del viaje es
responsable de no pocos de sus desvelos. De hecho, ocupa en su integridad la
segunda parte de la novela, aquella que mayor cabida ofrece al humor. Y es que,
no nos engañemos, por más que suframos al advertir que nos hemos colado por
error en primera clase o que vamos a pasar toda la noche en pie en el tren,
estos son los ingredientes de los que se componen nuestras más divertidas anécdotas
una vez que hemos vuelto a la seguridad del hogar.
Hay lugar para el humor
en esta historia, sí, pero no ha de esperar el lector diversión en la línea de
las célebres novelas de campus Intercambios,
El mundo es un pañuelo o ¡Buen trabajo!, del mismo autor, que
nadie del mundo académico debería perderse. Es esta una novela más reflexiva, a
mitad de camino entre la Bildungsroman
y la de choque de culturas tan cara a Henry James, como el propio autor -Lodge,
no James- reconoce en el, cómo no, lúcido epílogo de la novela. No en vano, el
propio protagonista, Timothy, admite en un momento dado de la historia haber
asumido el típico rol de inglés -cortés, educado, tibio- para divertir a los
expansivos, avasalladores y sofisticados amigos americanos de su hermana. Y
aunque una no se ría a mandíbula batiente como lo hizo con la sátira
estructuralista que es El mundo es un
pañuelo, disfruta del viaje físico y emocional de Timothy como si fuera
propio, aprende con él que la visión romántica, simplista e infantil que la
ficción ha transmitido de la guerra es, como mínimo, inexacta, y comprende, en
fin, la necesidad de someterse a los riesgos que entraña el viaje para tener la
oportunidad de volver a casa más sabio.
No se la pierdan y lean,
lean. Lean a David Lodge.
1 comentario:
Comienza septiembre y ya tenemos aquí tu comentario lodgiano.¡Británica puntualidad! Además de los aspectos que tú señalas, quiero añadir que de esta novela me gustó mucho la mirada del joven sobre una sociedad tan distinta de la suya, esa Alemania recién salida de la guerra donde todo vale y todo es posible... Un experiencia vital que sin duda marcó al autor y que creo que él sabe transmitir muy bien a sus lectores.
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