El de “irregular” es,
probablemente, uno de los calificativos que más se aplican a las colecciones de
relatos. Sin embargo, resulta pasmosa la coherente uniformidad de todos los
incluidos en Alfa, Bravo, Charlie, Delta
de Stephanie Vaughn, que, en traducción de Ana Crespo, acaba de publicar
Sajalín. Resulta pasmosa por la brillantez de las diez piezas que componen el
volumen, todas ellas engarzadas por sobriedad, precisión, viveza y sentimiento
en la mejor tradición narrativa estadounidense, esa misma encarnada por los
Stegner y Tobias Wolff que, con razón, tanto la han elogiado.
No busca Vaughn epatar
al lector con giros ni epifanías finales, ni deslumbrarle con tropos como
Lorrie Moore -por otro lado, magnífica-, sino que se basta en cada ocasión de
pequeñas anécdotas anidadas en lo familiar, en lo cotidiano y narradas con una
prosa sencilla y sobria para emocionar, apelando, quizá, a uno de los mayores
placeres que puede proporcionar la lectura: la identificación. He leído estos
días El domingo de las madres de
Swift, cimentada, como las Grandes
Esperanzas de Dickens, en la idea de que nuestras vidas se desarrollan de
una manera y no de otra en virtud de un gran acontecimiento decisivo y
determinante. Sin embargo, más bien me identifico con la poética subyacente
tras los relatos de Vaughn. La vida se compone, por lo general, de rutina y
momentos anodinos, al menos en apariencia, y solo en virtud de cierto talento
para la penetración se puede abstraer de ella una narrativa. Vaughn acredita
dicho talento en todos sus relatos, ya se ocupen de familias nómadas, amigos de
la infancia, parejas en crisis o de un terreno tan fértil como la mitología
familiar.
Que Alfa, Bravo, Charlie, Delta sea hasta la fecha el único libro
publicado de su autora solo acrecienta la admiración por esta, en tanto que modelo
de exigencia, coherencia y compromiso al que siempre se debería aspirar. No se
la pierdan y lean, lean.
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