Soy consciente del
estado de abandono en el que tengo este lugar, polvoriento desde que por aquí dejé
noticia de la magnífica Un hombre astuto
de Robertson Davies. He leído desde entonces esa demoledora y acongojante
biblia sobre la pérdida que es El año del
pensamiento mágico de Joan Didion; la previsible y un tanto decepcionante Los impunes de Richard -La vida fácil- Price; la edulcorada El último vuelo de Poxl West de Daniel
Torday; la arquetípica y divertida Un
hombre muerto de Ngaio Marsh -una de esas historias de asesinato de fin de
semana en un caserón inglés repleto de refinados personajes-; Aires nuevos de Peter Kocan, acerca de
un pícaro anónimo que sobrevive y aprende en la América de la Gran Depresión a
base de golpes y fantasía; la sofisticada y un tanto vacua El hermano del famoso Jack de Barbara Trapido; la magnífica y demoledora
Farándula de Marta Sanz; la
nostálgica y melancólica Cleveland de
Harvey Pekar y la maravillosa y muy recomendable Julia y la casa de las criaturas perdidas, de Ben Hatke, sobre el
frágil equilibrio entre tranquilidad e independencia, de un lado, y
aburrimiento y soledad de otro.
Si hoy vengo por aquí,
no obstante, no es tanto para hacer balance lector, como para dar cuenta de Diecisiete instantes de una primavera de
Yulián Semiónov, editada por los amigos de Hoja de Lata con el buen gusto, mimo
y entusiasmo que les caracteriza. Es esta, al parecer, la más representativa y
célebre de la serie de novelas protagonizadas por el agente doble Stirlitz, en
apariencia agente del contraespionaje alemán, en realidad espía soviético, y se
desarrolla durante las semanas finales de la Segunda Guerra Mundial.
Se ha señalado con
frecuencia que este conflicto fue una de las últimas ocasiones en la Historia
en que estuvo claro quiénes eran los malos y los buenos. Quien desde aquí les
escribe siempre ha creído, más bien, en la inmensidad de la “zona gris” de la
que tan perspicazmente habló Primo Levi. Piensen, si no me creen, en cómo los “salvadores
y garantes de las libertades” yankees acogieron al nazi Von Braun, padre del mortífero
v-2 que destrozó Londres, y lo convirtieron en uno de los principales impulsores
de la carrera espacial.
Pues bien, en este escenario
de indefinición se mueve con absoluta maestría Stirlitz, al que el mando
soviético ha encomendado la más que difícil tarea de hacer fracasar las
negociaciones que algunos mandatarios nazis sostienen a espaldas del suicida
Hitler con -¡oh, sorpresa!- los aliados angloamericanos para mantener a raya al
pujante ogro estalinista. ¡Ay, el discurso del miedo! El complejo plan de
Stirlitz consiste en construir una negociación paralela que poder denunciar posteriormente
como traición al Reich y la trama se vuelve pronto un complejo juego de espejos
y teatros en el que el protagonista absoluto de la historia se sirve de la
falsificación, el engaño, la coerción, violencia ocasional y, sobre todo, una
resistencia y una salud mental a prueba de bomba, pues pocos héroes saldrían de
la prueba con la identidad intacta. Hay quien ha equiparado a Stirlitz con
James Bond pero donde este es impulsivo y frívolo, casi pendenciero, aquel es
reflexivo, culto y capaz de empatía. No es de extrañar, pues, la gran
popularidad de la que gozó esta novela en la antigua URSS. Háganme caso y lean,
lean.
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